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– Existe, desde luego -admití, admirado por su sangre fría-. Pero la coincidencia exige que investiguemos antes de descartar la conexión.

– Es que por más que lo pienso, sargento, no puedo imaginarme quién podía querer hacerle daño a mi marido.

Me había mirado bien dentro de los ojos, para formular tan inconveniente apreciación. Aquella mujer tenía algo que me desconcertaba, porque sabía que no era una estúpida. Quizá le sucedía lo que les sucede a las personas demasiado fuertes, que acaban aficionándose al riesgo.

– Fuera quien fuera -dije, midiendo cada una de mis palabras-, debía de ser alguien bastante pudiente, si como parece se sirvió de esa mujer para tenderle una trampa a su marido. Irina era una prostituta muy cara, mucho más cara de lo que quizá sea usted capaz de suponer.

– No tengo especial interés en suponer nada al respecto -dijo, despectiva.

– En caso contrario -proseguí-, si fue su marido quien sufragó sus servicios, debía de sentirse especialmente espléndido. Según hemos podido averiguar, Irina Kotova podía llegar a cobrar un millón de pesetas, dependiendo de la intensidad y la variedad de los servicios que se le solicitaran.

Blanca Díez me observó con una mezcla de reprobación y desconfianza.

– Me pregunto por qué parece estar hoy tan empeñado en hacer observaciones de mal gusto -me recriminó, con gesto altivo-. En mi trato anterior con usted me dio la impresión de ser un hombre bastante correcto. Pero ahora he de reconocerle que se las está arreglando para arruinar la buena imagen que me había formado de la Guardia Civil.

– Lamento que piense eso -me encogí de hombros-. Ni el homicidio ni la prostitución son quizá cuestiones de buen gusto, pero no he elegido yo que sean nuestros temas de conversación con usted. Si quiere, otro día nos reunimos a hablar de ópera. Prometo ser mucho más refinado.

Sacudió la cabeza, lentamente.

– No estoy segura de entenderle demasiado bien, sargento. ¿A qué ha venido, a torturarme o algo por el estilo?

– En absoluto, señora Díez. Sólo me molesta un poco que no haya sido honesta con nosotros. Acudimos a usted con las mejores intenciones.

– ¿A qué se refiere?

– Le voy a hacer una pregunta, que a lo mejor sirve para que todos salgamos de dudas. Supongamos por un momento que Irina le pidiera a su marido la mitad de su tarifa máxima, esto es, quinientas mil pesetas.

– Insisto en que no le veo la gracia a esta conversación.

– Déjeme terminar, por favor. Supongamos quinientas mil. Dudo que su marido llegara a ganar tanto en un mes. ¿Por qué cree que no le temblaría la mano antes de pagar semejante suma por un polvo?

Blanca se puso en pie.

– Creo que éste es el momento en que le exijo que salga de mi casa.

– Como quiera, señora Díez -repuse, levantándome-. Pero antes de irme, dejo que escoja. Nos cuenta usted lo que sabe del lucrativo pluriempleo de su marido o aguarda a que terminemos de averiguar por nuestra cuenta lo poco que nos falta por saber. Es mi deber advertirle que si elige la opción B nuestras relaciones van a terminar de deteriorarse.

Blanca enmudeció de repente, y por primera vez desde que nos conocíamos, en sus profundos ojos oscuros vi algo semejante a una imploración. Me costaba hacer lo que estaba haciendo, me dolía ser despiadado mientras los ojos de Juana de Arco me elevaban una súplica tan desesperanzada y llena de angustia. Pero tenía que cumplir con mi obligación, que no era con ella, aunque algún pedazo veleidoso de mi corazón tal vez lo habría preferido, sino con un hombre muerto y vejado sobre la cama de un motel.

– Por el bien de todos, señora Díez -le rogué-. Empiece a contarnos la verdad y no nos condene al mal trago de arrancársela.

La viuda se dejó caer pesadamente sobre su asiento, apoyó su brazo izquierdo sobre las rodillas y comenzó a frotarse la frente con la mano derecha. Su máscara se había desmoronado por completo.

– Ahórreme algo -pidió, con amargura-. Dígame lo que ya sabe.

Le resumí a grandes rasgos, sin darle todos los pormenores, lo que habíamos averiguado sobre sus finanzas, y la dejé sospechar, sin entrar tampoco en gran detalle, cómo lo habíamos averiguado. Blanca me escuchó algo aturdida, con la barbilla apoyada en su mano y la boca oculta tras los dedos. Cuando hube terminado mi somera relación, agregué:

– Por supuesto, nos interesa cualquier información complementaria que usted pueda facilitarnos. Pero personalmente hay un punto que quisiera que me aclarase antes de nada. ¿Por qué nos mintió?

– ¿Tanto le cuesta adivinarlo? -preguntó, con una sonrisa triste.

– No me resulta nada fácil -dije, sin ocultar mi desazón.

– Tendré que afrontar la vergüenza de confesarlo, entonces. Como quizá sepa ya, mi marido no pagó todos los impuestos que debía. Bueno, el caso es que yo tampoco los pagué, ya que la mitad de todo era mía, se supone.

– ¿Y eso era razón suficiente?

– Verá, sargento, ahora soy una viuda que tiene que mirar por el futuro de sus hijos. Hacienda se llevará más de la mitad de ese dinero. Puede parecerle mucho, pero si piensa que mis hijos son pequeños y que tiene que durar hasta que puedan ganarse la vida, ya no le parecerá tanto.

– No puedo creer que por ahorrarse problemas con Hacienda aceptara que el homicidio de su marido quedase impune -protesté.

– Ni siquiera usted puede jurarme aquí y ahora que le mataron. Mi marido está muerto, sargento, y por mucho que haga, usted no va a resucitarle. Mis hijos están vivos. Si un barco naufraga, hay que ocuparse de salvar a los que chapotean, antes que de hacerles la autopsia a los ahogados.

Blanca, además de la aptitud para exhibir aquella lógica implacable, había recobrado la frialdad. Cualquier otro habría sucumbido, se habría entregado. La viuda de Trinidad Soler era más dura que todo eso. Y yo no acertaba a decidir si su capacidad de resistirme se debía, a su inocencia o a una férrea astucia aliada a la más escalofriante ausencia de escrúpulos.

– Está bien -aparqué la discusión-. Ahora cuéntenos por favor todo lo que crea que puede tener trascendencia para nosotros.

– Tendré que ordenarme un poco -dijo, con expresión de cansancio.

– Ordénese cuanto necesite. Pero no se ordene tanto que tengamos que volver mañana o pasado a echarle en cara alguna otra falsedad -le recomendé.

– Deduzco que van a comprobar lo que les diga.

– Deduce bien. Ya no podemos fiarnos de usted.

– Está bien -aceptó-. Son las reglas del juego, supongo. De todos modos, y aun a riesgo de que eso aumente su falta de fe en mí, lo primero que tengo que decirles es que yo no estaba ni mucho menos al corriente de todas las actividades extraordinarias de mi marido. En realidad, ni siquiera puedo proporcionarles datos demasiado precisos sobre ellas.

– Entenderá que nos cueste creerla -la interrumpí-. Sabemos lo que usted facturó en los últimos tres años, presumo que por traducciones, a algunas de las empresas con las que al parecer trabajaba su marido.

– Veo que han profundizado -dijo, con resignación-. Pero no se dejen engañar por las apariencias. Mi marido procuró blanquear una parte de lo que ganaba, y yo le serví ocasionalmente a esos efectos. Todo lo que hacía era emitir las facturas al nombre, la dirección y el código que él me indicaba. Luego me transferían el importe a mi nombre y ahí acababa mi intervención. Ni siquiera sabía cuál era la razón real del pago.

– ¿Nunca preguntó?

– Claro que sí. Y él me respondía que eran comisiones, pagos que no le convenía recibir directamente. No explicaba mucho más.

– ¿Y a usted le parecía bien?

– Era dinero, sargento. A todo el mundo le viene bien el dinero. Si mi marido emprendía negocios que le salían bien y me pedía ayuda para cobrar de la manera más ventajosa las ganancias, yo se la daba y punto. El dinero era para los dos. Para esta casa, para nuestros hijos. No iba a ser yo quien le afeara a mi marido que no pagase el porcentaje que debía al Estado. Tampoco el Estado hizo nunca gran cosa por nosotros.

En tanto que el Estado es el que me paga el sueldo que me protege del hambre y de algunas otras adversidades, no me era posible compartir aquella filosofía. Quizá habría podido esgrimir contra su insolidario raciocinio algún otro argumento, aparte de mi propio egoísmo, pero no me pareció apropiado entrar en semejante polémica con Blanca Díez.

– De acuerdo -dije-. Su marido traía dinero y a usted le parecía bien. Pero era mucho dinero, y muy rápido. ¿De dónde le contaba que venía? ¿Nunca sospechó que podía estarlo ganando de alguna manera poco honrada?

– Acaba de introducir usted un concepto un poco espinoso -advirtió Blanca Díez, con una mirada maléfica que subrayaba la sutileza de su discurso, acaso imputable a la experiencia acumulada en las múltiples traducciones de tantas lenguas-. Cada cual tiene su propia idea de la honradez, y por lo que le llevo escuchado me temo que la suya es un poco más estrecha que la mía. Pero no debe creer que por eso es mejor.

– Le agradezco el consejo, señora Díez. ¿Podría decirnos cuáles eran esas actividades, según usted honradas, a las que se dedicaba su marido?

Blanca Díez tomó aire y alzando la vista al techo, explicó:

– Aunque trabajara en una central nuclear, mi marido era ingeniero de caminos. Si le parece raro, acérquese por la central y haga una encuesta, y verá que allí más de la mitad lo son. Por alguna razón, casi todos los ingenieros de caminos acaban dedicándose a hacer cualquier cosa menos carreteras, puentes y esas cosas que se supone que les enseñan a hacer en la carrera. Sin embargo, mi marido era un experto en construcción civil, y además le gustaba. Digamos que se metió en negocios que le permitieron rentabilizar considerablemente sus conocimientos desaprovechados.

– ¿Qué clase de negocios?

– Obras públicas, urbanizaciones, operaciones urbanísticas en general.

– ¿No podría ser un poco más explícita?

– Las empresas con las que trabajaba hacían carreteras para la Diputación y la Comunidad, y otras obras para muchos ayuntamientos. También construían chalés, bloques de viviendas, polígonos industriales, centros comerciales. Supongo que no ignora que eso mueve mucho dinero.

– Y no siempre limpio.

– Eso lo dice usted -anotó, sin arredrarse-. Y no crea que soy idiota o que no sé de qué me está hablando. Lo sé. Me habla, por ejemplo, de comprar por dos duros terrenos rústicos que después se recalifican y pueden venderse, una vez urbanizados, por muchos millones. ¿No?

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