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– Por ejemplo.

– ¿Ah, sí? ¿Es que tienen más derecho a cobrar la plusvalía los herederos, que apenas les ofrecieron cuatro perras por los sembrados del abuelo los vendieron echando virutas? No estoy de acuerdo, sargento. El dinero debe ser para quien se las ingenia para ganarlo. Y el que lo quiera, que espabile. Como hizo mi marido, que no era un delincuente por eso.

Era la primera vez que veía a Blanca Díez defendiendo al difunto Trinidad. Desde luego, era innegable que podía hacerlo con pasión, y con una contundencia que ni siquiera renunciaba al cinismo.

– Ya -dije, sin negar ni conceder nada-. ¿Y conocía o conoce usted a quienes llevan o llevaban esas empresas?

– No. Mi marido procuraba separar la familia y el trabajo. Y yo se lo agradecía. No tenía ningún interés en tratar a esas personas.

– Lo siento, señora Díez -intervino Chamorro-, pero nos resulta un poco increíble que no conociera absolutamente a nadie. Le recuerdo que tarde o temprano averiguaremos quiénes eran los dueños de esas empresas, y que luego iremos a verlos y los interrogaremos a ellos.

Blanca Díez se tomó unos segundos para meditar lo que iba a decir.

– No crea que me asusta con eso, agente -aseveró-. Hace unos meses me quisieron sacar algo de lo que no me interesaba hablar y me lo callé. Pero hoy ya no tengo nada que proteger con mi silencio. No conozco a la gente con la que trabajaba mi marido, con una excepción. Y si antes no les di su nombre es porque no le conozco por los negocios que tuviera con mi marido, sino al revés. Fue mi marido quien lo conoció a través de mí.

– ¿De quién se trata?

– De Rodrigo Egea, que no es dueño, sino gerente de algunas de esas empresas. Pero también, y antes, primo segundo mío. Para que vean que no les oculto nada, fue él quien le facilitó sus primeros contactos en el mundillo a Trinidad. Pero para saber más detalles, tendrán que acudir a él.

– ¿Podría decirnos dónde encontrarle?

– Debo de tener alguna tarjeta suya por ahí. Esperen.

Blanca volvió al cabo de un minuto con la tarjeta. En ella aparecía un nombre comercial, un logotipo naranja y una dirección de Madrid.

– ¿Me permite una pregunta indiscreta, señora Díez?

– A estas alturas de nuestra forzada relación, ya no creo que me queden secretos para usted, sargento -declaró, fatigada.

– ¿No preguntó a su primo si alguien podía desearle algún mal a su marido? Como consecuencia de esos negocios que tenían a medias.

– Sí, le pregunté.

– ¿Y?

– Me dijo lo que supongo que me diría en cualquier caso. Que en alguna ocasión habían rozado un poco la raya, pero que no la habían cruzado nunca. Que sólo eran negocios y que no se le ocurría nadie.

– Y usted se conformó con eso.

– No iba a contratar a un detective -dijo, y agregó, irónica-: Para eso le tengo a usted, ahora. Parece despejado, además de tenaz.

No era aquélla la forma en la que había previsto que terminaría la entrevista: con Blanca Díez recordándome mi obligación, entera y desafiante. Pero uno ha de aceptar con deportividad que se incumplan sus expectativas, porque en el fondo eso es lo único que le da chispa a la existencia.

– Muy bien, señora Díez -concluí-. Sólo una pregunta más, por ahora. Es algo que me intriga, lo reconozco. ¿Cuándo demonios se ocupaba su marido de sus negocios? ¿Y cómo lo hacía para que nadie se enterase?

Blanca sonrió, complacida.

– La gente sólo se entera de lo que uno quiere que se entere -repuso-. Trinidad hacía sus negocios lejos de aquí. Cuándo, quiere saber. Bueno, no tiene mucho truco. Mi marido trabajaba a turnos, y cuando necesitaba las mañanas procuraba coger el de tarde o el de noche y sacrificaba su sueño. Le aseguro que ese dinero lo sudó. Por si creía que se lo habían regalado.

– No lo dudo -dije-. Sé que tomaba pastillas.

Blanca acogió con perceptible rencor mi comentario. Pero no respondió. Poco después nos acompañó a la puerta. Antes de irnos, le advertí:

– Le ruego que esté localizable. En caso contrario, no sería nada improbable que se dictara una orden de detención contra usted.

– ¿Quiere decir eso que soy sospechosa? -consultó, con aire ingenuo.

– Nos mintió -recordé-. Y ahora administra toda la fortuna de su marido. Creo que no le falta inteligencia para sacar sus propias conclusiones.

Blanca bajó los ojos. En un tono desconsolado, afirmó:

– Le comprendo, sargento. Pero se equivoca. Yo no he ganado nada con esto. Sólo he perdido, y sigo perdiendo. Algún día se dará cuenta.

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