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– León Zaldívar -anunció-. Me han dicho que quiere hablar conmigo.

– Sí, le llamé esta mañana.

– Es en relación con Trinidad Soler, supongo.

– Supone bien -confirmé, un poco sorprendido.

– ¿Le encaja esta misma tarde?

– Cuando usted pueda, tampoco quiero molestarle más de lo necesario -dije, dudando si era yo quien le buscaba a él o viceversa.

– Esta tarde entonces. ¿A las cuatro?

– De acuerdo. Pasaré por su oficina.

– No -se opuso, con un tono de autoridad del que deduje que no podía desprenderse, habituado como estaría a tratar todo el día con subordinados genuflexos-. Venga a casa. Hablaremos más cómodamente.

Apunté su dirección, una calle con el inevitable nombre de árbol en una de las inevitables urbanizaciones de la franja septentrional de Madrid.

– Hasta las cuatro -dijo, y colgó sin darme tiempo a responder.

A eso de las cuatro menos diez rodaba ya por las silenciosas y desiertas calles de la urbanización, jalonadas de gigantescas chinchetas rompeamortiguadores para que el estricto límite de 20 por hora, que en cualquier otro sitio se habría incumplido con tanta holgura como impunidad, mantuviera su vigencia. Mientras sorteaba los temibles obstáculos del único modo posible, humillándome ante ellos, pensé que resulta bastante instructivo tomar nota de las prohibiciones que se revelan plenamente efectivas. Sirve para discernir, entre toda la retórica interesada y la vana hojarasca que circula al res pecto, qué es lo que realmente goza de protección en una sociedad.

A la residencia de Zaldívar, cuyo jardín abarcaba un frente de no menos de cien metros, se accedía por una ancha puerta negra y maciza que encontré cerrada. Bajé del coche y llamé al portero automático, provisto de una cámara que pude advertir que seguía suavemente mis movimientos. En el altavoz sonó una voz masculina ante la que me identifiqué. Apenas un par de décimas de segundo después de que diera mi nombre, sonó un zumbido y la puerta negra empezó a resbalar sobre su riel. Pregunté si podía pasar con el coche. La voz me dijo que por supuesto que podía hacerlo.

Apenas entré en el recinto, un hombre joven que había a la puerta de una confortable garita me indicó que siguiera hacia la entrada. Recorrí un largo sendero de gravilla flanqueado por un jardín cuyo césped debían de repasarlo cada mañana con cuchillas de afeitar. Al llegar a la entrada de la casa, otro hombre joven me indicó que aparcara el coche en unas plazas para visitantes que había bajo unos árboles. Así lo hice. Luego me encaminé hacia la entrada principal y cuando estuve lo bastante cerca como para dirigirle la palabra al segundo hombre, éste se apartó e indicó con el rostro hacia la puerta, donde me esperaba un tercer hombre que ya no era tan joven.

– ¿El sargento Bevilacqua? -preguntó, y antes de que yo dijera nada, me pidió con gentileza-: Pase, por favor.

Atravesamos la mansión, luminosa y repleta de objetos costosos, muchos de ellos de utilidad o inutilidad para mí desconocida, y acabamos desembocando en el jardín posterior. Allí, el taciturno mayordomo (eso deduje que era, aunque no iba ataviado como tal) me indicó que tomara asiento a una mesa que había bajo un porche, ante una gigantesca piscina. Aunque nos acercábamos al final de septiembre, la tarde era todavía calurosa.

– El señor Zaldívar vendrá en seguida -prometió persuasivamente el mayordomo, y se retiró sin hacer el menor ruido.

Entonces me percaté de que en la piscina había una mujer. Iba enfundada en un bañador negro y braceaba con buen estilo. Cuando terminó el largo que estaba haciendo, y quizá para no nadar hasta la escalera, salió del agua alzándose a pulso sobre el bordillo. Corrió expeditiva hacia una hamaca donde había un albornoz y unas zapatillas y se colocó uno y otras sin aguardar a escurrirse. Después vino derecha hacia la casa. A medida que se acercaba, pude distinguirla con más detalle. Aparentaba algo menos de treinta años, tenía una estatura mediana, la tez bastante blanca (por lo que acababa de ver, no perdía su tiempo tomando el sol) y el cabello, aunque había que tener en cuenta que estaba mojado, no muy largo y casi negro. Me recordó a Blanca Díez. Era, más joven, el mismo tipo de mujer.

Tal vez me quedé mirándola más intensamente de lo debido. Pero cómo podía evitarlo, en aquel plácido jardín estival en el que los dos estábamos solos. La mujer se detuvo al llegar a mi altura y me observó a su vez.

– Hola, ¿quién eres? -preguntó al fin, trocando en una tenue sonrisa su inquisitivo gesto del principio. También tenía una voz grave, como Blanca.

– Rubén Bevilacqua -dije, un poco fuera de lugar.

– Patricia Zaldívar -se presentó, alisándose hacia atrás el pelo con la mano izquierda y tendiéndome la derecha. Mientras yo estrechaba sin mucha fuerza aquellos dedos fríos y húmedos, ella agregó-: Tú debes de ser el guardia civil que viene a hablar con mi padre.

– Sí -no vi para qué iba a servirme esconderlo.

– Pensé que traerías el tricornio y el uniforme y todo eso.

– La verdad es que el tricornio da bastante calor -me justifiqué.

– ¿Vienes a hablar de lo de Trinidad?

– Así es -dije, tras un instante de vacilación.

– ¿De verdad crees que le mataron? -me interrogó con súbita ansiedad, clavándome sus brillantes ojos oscuros.

– Eso es lo que investigo. Es pronto para decir nada.

– Qué triste es todo -declaró, con un gesto ausente-. Una persona tan buena como Trinidad. Qué asco de mundo. Bueno, adiós. Y encantada.

Y así, sin más, desapareció en el interior de la casa, dejándome allí, de pie y desconcertado. Volví a sentarme, pero no tuve tiempo de reflexionar sobre aquel inesperado encuentro. Al minuto apareció ante mí un hombre alto, bronceado y vestido impecablemente de sport. Pasaba de los cincuenta, lo denunciaban sus sienes y las arrugas en torno a sus ojos. Pero iba tieso como un poste y tenía el vientre como una tabla.

– Buenas tardes, sargento -dijo, con calidez-. Soy León Zaldívar. Le ruego que me disculpe por la espera.

– No se preocupe -repuse.

– ¿Quiere tomar algo?

– No. Si acaso, agua del grifo -dije, por parecer lo más estoico posible.

– ¿Irá contra su religión si es mineral? -me consultó, con ironía.

– No -declaré-. Pero no quiero obligarle a hacer gasto.

Zaldívar me analizó en silencio, con su impenetrable amabilidad.

– Soy su anfitrión y debo procurar que esté a gusto -afirmó-. Además le trae un asunto delicado. Por eso preferí que viniera a casa. También por poder hablar aquí, al aire libre, y no en un despacho. Si le digo la verdad me agobian los despachos. Me deprimen, por grandes que sean.

Podía entenderle, pero me preguntaba por qué se mostraba tan deferente conmigo. Los poderosos sólo muestran deferencia hacia los destripaterrones cuando esperan sacarles algo. Lo que me tocaba dilucidar era si ese algo que Zaldívar esperaba sacarme era la garantía de quedar al margen de la investigación, como podía parecer, o sólo una pequeña distracción que le ayudara a matar el aburrimiento aquella tarde. Un destripaterrones debe contar siempre con esa posibilidad, para no sobrevalorar la atención del poderoso.

Zaldívar hizo una seña y en voz no muy alta pidió agua mineral para los dos. Otra muestra de su meticulosa cortesía, interpreté.

– Rodrigo me ha contado que investiga usted la muerte de Trinidad -me espetó a renglón seguido, sin demorarse en circunloquios.

– En efecto.

– Y que cree que puede tratarse de un homicidio.

– Sí.

– ¿Por qué?

Zaldívar parecía habituado a ir derecho, sin pedir permiso. Aguanté la autoritaria mirada de sus pequeños ojos de color almendra.

– El juez ha decretado secreto sumarial -dije-. No puedo dar detalles.

– Me importa mucho saber si Trinidad fue asesinado, sargento -advirtió, como si debiera hacerme cargo de la relevancia del dato-. Era un buen colaborador y un magnífico ser humano, y hasta hace unos días creí que había muerto víctima de un desdichado accidente. Estoy muy preocupado y le confieso que me enfurece pensar que alguien haya podido matarle. Sobre todo por las circunstancias de las que estuvo rodeado el hecho.

– Comprendo sus sentimientos -mentí-. Pero no he venido aquí a rendirle cuentas, sino a tratar de ser el que hace las preguntas.

Encajó sin inmutarse mi deliberada grosería. Se echó hacia atrás y en ese momento vino el mayordomo con la botella de agua y los vasos. Zaldívar observó sin decir palabra cómo los dejaba sobre la mesa. Tan pronto como el mayordomo se hubo retirado, me dio su augusta autorización:

– Muy bien. Pregunte lo que quiera. Soy todo suyo.

Me abrumó un poco, gozar de la repentina y completa posesión de alguien como Zaldívar. Pero no me pagaban para abrumarme. Empecé fuerte:

– ¿Tuvo alguna vez usted, señor Zaldívar, algún problema, discrepancia o disputa con el difunto Trinidad Soler?

Zaldívar se tomó apenas un segundo para pensar la respuesta.

– Supongo que tiene que plantearse esa posibilidad -dijo, alzando la barbilla-. Yo también me la plantearía, en su lugar. Trinidad trabajaba para mí. Mis negocios mueven mucho dinero. Un día, Trinidad me engaña. Y yo me cabreo como Marión Brando y le mascullo a un hombre siniestro que le enseñe que con el padrino no se juega. Pero en su hipótesis hay tres fallos. Uno, yo no soy Marión Brando; dos, no tengo hombres siniestros en nómina; y tres, por si le queda alguna duda, Trinidad Soler era incapaz de robar a nadie. Aun si hubiera podido, le aseguro que no habría empezado por mí. Me apreciaba, como yo a él. El dinero no le hacía falta quitármelo. Yo se lo daba a ganar. Y pensaba darle a ganar mucho más en el futuro. No es fácil encontrar gente de la que puedas fiarte con los ojos cerrados.

Uno sabe, casi en seguida, cuándo se las ve con un irreflexivo o con alguien que mira y sopesa cada palabra que pronuncia. Por si me quedaba alguna duda, Zaldívar acababa de certificarme a qué grupo pertenecía.

– Cuénteme, por favor, cómo conoció al señor Soler -le pedí, más cauteloso-, y cómo llegó a tener esa confianza en él.

– Si ha hablado con Rodrigo, debe de haberle dicho ya que él fue quien me lo presentó -razonó, como para hacerme ver que no se chupaba el dedo-. Él lo contrató como asesor para algunos proyectos que dieron unos resultados extraordinarios. Un día quise conocerle y Rodrigo lo trajo aquí. Estuvimos charlando durante toda la tarde, hasta bien entrada la noche. Con él tuve una sensación que le confieso que he tenido pocas veces y con muy pocas personas. Me gustó en seguida. Era un hombre serio, decente. Alguien que hacía las cosas bien porque creía en el rigor, y no para ostentar sus méritos. No tenía mucha soltura para relacionarse con extraños, eso se notaba, y sin embargo se conducía con un ardor inusual. Supongo que otro habría visto en él a un hombre algo vacilante, o sin mucho control de sí mismo. Yo le adiviné una fuerza fuera de lo común. Y los hechos me dieron la razón.

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