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A partir de ahí, iba a ser difícil para los dos. Para ella porque le tocaba llevar el peso de la representación, y para mí porque sólo podría oír y no vería nada. Lo primero que me llegó a los auriculares fue una voz obsequiosa que la saludaba y que, tras revelar Chamorro que estaba citada con Álvaro Ruiz-Castresana, a cuyo nombre debía haber una reserva, confirmó al punto que en efecto la reserva existía, y le rogó que le acompañase. Después de eso, Chamorro pidió agua, y susurró al micrófono:

– Despejado, por ahora. Esto está muy mono. Ocho mesas; no, nueve.

Estaba preparado para que los minutos pasaran y nuestra ansiedad fuera creciendo con ellos, pero Zaldívar dio en presentarse aquella noche antes que ninguna otra. A las Díez menos cuarto, su coche se detuvo ante el restaurante y nuestro objetivo, tras bajar del vehículo con un fino olimpismo (sólo accesible a quienes poseen un lacayo que ya se ocupará de aparcar donde pueda), entró en el local. Pocos segundos después, oí a Chamorro:

– Dentro. Paso a desempeñar las funciones propias de mi sexo.

Era una pulla malintencionada y ventajista, porque yo no podía replicar. Todo lo que estaba a mi alcance era aguzar el oído, al que sólo me llegaba un confuso rumor de voces, ruido de cubiertos y algún tintinear de copas. Durante muchos minutos, quince o veinte, eso fue todo. Sólo regresó una vez la voz obsequiosa del principio, para preguntar si Chamorro deseaba otra cosa, o si iba pidiendo, o si continuaba esperando.

– Espero, gracias -dijo mi ayudante-. Debe de haberle retrasado algo.

Al fin, como un torrente caluroso que se desparramó por los auriculares y me inundó los oídos con su potencia, oí lo que temía y deseaba: -Disculpe, señorita.

– ¿Sí? -repuso una Chamorro diferente de la Chamorro de siempre.

– Veo que va usted a cenar sola.

– Me temo que sí. Si no decido volver a casa. Cuarenta y cinco minutos esperando son un plantón, ¿no? -consultó, con deliciosa candidez.

– Eso parece -confirmó Zaldívar, sin apremio-. Me preguntaba si consideraría desproporcionadamente impertinente, en esta circunstancia, que un anciano se brindara a impedir la intolerable posibilidad de que una dama como usted sea abandonada al rigor de una velada solitaria.

Ante semejante aluvión de almíbar revenido, tuve que hurgarme con el meñique en ambos oídos, para desatascarlos. Así que aquél era el estilo de Zaldívar; más que antiguo, silúrico. A las palabras del galán sucedió un silencio demasiado prolongado. ¿En qué andaba Chamorro? A lo mejor se le había cortocircuitado el cerebro, o estaba todavía descifrando los ampulosos circunloquios de Zaldívar. Pero terminó por responder:

– ¿Y dónde está ese anciano tan caritativo del que me habla?

Simple, pero brillante. Directo al punto flaco. Zaldívar se derramó:

– ¿Puedo permitirme deducir que no le parece espantoso cenar conmigo?

– ¿Por qué no? -dijo Chamorro, tras los segundos justos de espera.

Tras eso vinieron una serie de arrastrares de sillas, que me sirvieron para interpretar que Chamorro se desplazaba a la mesa del potentado, sin duda mejor que la que le habían adjudicado al inexistente Álvaro Ruiz-Castresana. Tras el último arrastrar, oí un encantador gracias de Chamorro. León era de los que empujaba la silla bajo las posaderas de las señoras.

– ¿Cómo es que cena solo? -abrió la conversación mi ayudante, con una hábil mezcla de descaro e ingenuidad en la voz.

– Quien cena solo es que está solo -dijo León, amargo-. No crea, a veces la prefiero, la soledad. Aunque es mejor romperla por una buena causa.

Chamorro no contestó al cumplido. Por los ruidos que llegaron a mis auriculares, debió de coger la carta y dijo:

– Espero que no me tome por una maleducada. Pero llevo un buen rato en esa mesa. Me estoy muriendo de hambre.

Zaldívar soltó una risita y se apresuró a llamar al maître, a quien pidió que recitara las sugerencias. Tanto él como Chamorro escogieron entre ellas; Chamorro un pescado, él algo que no entendí, pero que estaba hecho de venado. Para beber, León pidió el mejor vino. Así, sin pestañear, un lujo que allí debía de significar un fajo de billetes. Yo miré con resignación mi bocadillo de tortilla y la lata de cerveza con que iba a acompañarlo.

– Perdone mi torpeza -rió forzadamente él-. Me doy cuenta de que aún no me he presentado. Me llamo León. León Zaldívar.

– Yo me llamo Laura -inventó Chamorro-. Laura Sentís.

Un apellido original, aprecié. Estaba bien, siempre que luego no se le olvidara. Parece una tontería y habrá a quien le parezca imposible, pero a mí me ha sucedido una vez, y las pasé verdaderamente canutas.

– ¿Te importa que nos tuteemos, Laura? -atacó Zaldívar, intrépido.

– Para nada -concedió ella-. La verdad, más me importaría tener que llamar todo el rato de usted a la persona con la que estoy cenando.

Tras eso vino un silencio, unas miradas (adiviné) y auguré que tras ellas Zaldívar escupiría una frase ingeniosa. Pero erré.

– Ese vino te va a costar un dinero -avisó Chamorro.

– ¿Y qué es el dinero? -cuestionó León, rumboso.

– Bueno, depende del que tengas. ¿Tú tienes mucho?

Me encantó. El aire casi infantil, entre desconsiderado y dulce, que imprimía a sus palabras. Y a Zaldívar también le encantaba.

– ¿Qué quieres que te conteste? -titubeó, risueño-. No es elegante decir que sí. Pero digamos que tengo el suficiente como para que no me preocupe.

–  Qué suerte.

– Ahora en serio -Zaldívar cambió su tono; sonaba formal, como un locutor retransmitiendo un desfile-. Me gusta que hables así del dinero, sin remilgos, pero con naturalidad. La mayoría de la gente habla de él de una manera deprimente: o bien como si fuera de mal gusto o bien consiguiendo que efectivamente lo sea. El dinero es importante. Es quizá la cosa sobre la que resulta más necesario tener las ideas claras. Y nadie las tiene.

– ¿Cuáles son tus ideas, León? -inquirió Chamorro, casual.

En momentos como aquél, siempre he envidiado a las mujeres. Si uno le hace una pregunta así a una mujer, la mujer, suponiendo que no le mande a uno a freír espárragos, la sortea y en paz. Pero si a uno le hace la pregunta una mujer, suda tinta para responderla. León también:

– Para empezar, creo que el noventa y nueve por ciento de nuestros problemas se resuelven con dinero. Los que no se resuelven con él, o son muy retorcidos o no tienen solución. Y como preocuparse por el dinero resulta manifiestamente sórdido, hay que arreglárselas para escapar de esa preocupación como sea. Lo paradójico es que el único modo de conseguirlo es pasar un tiempo sin pensar en otra cosa que en ganar dinero. Mientras no hayas juntado el suficiente, no podrás ser libre. Es curioso. Salvo que lo heredes, sólo puedes librarte de él a fuerza de esclavizarte antes.

– Resulta contradictorio, desde luego -subrayó Chamorro.

– Si te fijas, Laura -se animó Zaldívar; de pronto intentaba sonar más incisivo, más convincente-, la mayoría de la gente quiere hacerlo todo a la vez: seguir su vocación, cultivar sus placeres, estar con su familia, y ganar dinero. Por eso se condenan a ser siempre siervos de él. Los que se liberan, aparte de algunos inconscientes con chiripa, son los que durante una época no piensan nada más que en la pasta. Olvidan sus aficiones, lo que esperan de la vida, a sus hijos, y se concentran en enriquecerse. Siempre te puede ir mal, de hecho no todos lo consiguen, pero si uno es tenaz y un poco despierto, puede lograrse. Yo no me considero un fenómeno, ni especialmente afortunado, y lo he conseguido. Ahora sólo hago lo que quiero.

– Pero algo habrás dejado por el camino -dudó Chamorro.

A eso sucedió un breve silencio. Luego, Zaldívar dijo:

– Todos dejan mucho por el camino. Pero a mí el sacrificio me ha valido la pena. Por lo menos no soy como tantos que veo por ahí. Lo lamentable, Laura, es que hoy la gente no se corrompe por el poco dinero que hace falta para comer, ni tampoco por el mucho que hace falta para ser libre. Lo hacen siempre por sumas intermedias: las que sirven para comprarse un coche más grande, o una casa, o una lancha motora, o cualquier otra de las mierdas a las que la publicidad reduce el horizonte vital de tantos cretinos.

– Eres muy duro.

– Tengo que serlo -declaró Zaldívar, afectando disgusto-. Dos o tres de los intelectuales que pontifican en la radio sobre lo divino y lo humano, de esos que denuncian el hambre del Tercer Mundo y siempre están del lado de los justicieros, se pliegan como servilletas ante un empleado mío, el director del periódico en el que escriben una columna idiota que les vale doscientas mil pesetas extra al mes. ¿Y para qué las quieren? Ninguno las necesita para no pasar hambre, o para que sus hijos tengan techo y ropa. Son para vicios. Los vicios que halagan su vanidad, pero no les salvarán nunca.

Me sorprendía mucho que Zaldívar fuera un moralista, aunque ya hubiera intentado venderme a mí esa imagen. Me sorprendía menos que ostentara su poder de un modo tan obsceno. Chamorro no le dejó ir:

– ¿Tienes un periódico?

– Tengo cinco -confesó Zaldívar, un poco avergonzado.

– ¿Cuáles?

– Qué más da. Mañana podría venderlos, o comprar otros. Cada cosa, como cada persona, tiene su precio, y siempre hay quien puede pagarlo. Eso es lo que les quita el aliciente. ¿Sabes lo único que no tiene precio?

– No -dijo Chamorro, con interés.

– Quien ha aprendido a no necesitar nada. Ésa es la única gente a la que un hombre como yo se siente capaz de admirar. Si es que existe.

Tras aquella reflexión de filósofo, con la que Zaldívar redondeaba su insólito cortejo, escuché unos ruidos que sólo podían significar que acababan de llegar las primeras viandas. Durante diez minutos, el coloquio quedó interrumpido y fue sustituido principalmente por la masticación. La que mejor oía era la de Chamorro, que tenía encima el micrófono. También intercambiaron algunos comentarios sobre la comida, sin mayor trascendencia. Cuando cesó la ingesta, Zaldívar retomó la conversación.

– Me has hecho hablar demasiado de mí -dijo-. Háblame de ti.

Era un momento delicado. El quid de un buen camuflaje está en la patraña que uno ingenia para sustentarlo. Chamorro improvisó con agilidad, sobre algunas pautas que habíamos acordado antes. Fábulo un pasado simple y feliz, con viajes y bádminton, un colegio de monjas hasta los dieciocho (aquí supo ser detallista y veraz) y una carrera de ciencias empresariales iniciada y abandonada. Para el presente inventó una tienda puesta con unas amigas y dinero paterno, y unos estudios por puro placer. Ahí enlazó con la astronomía y acabó hablando de Alfa Centauro, enanas marrones y antimateria, lo que debió de sumir a Zaldívar en un desconcierto semejante al mío. Si tenía que calificar su actuación, le daba un ocho y medio sobre diez.

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