– Me parece apasionante -juzgó Zaldívar-. Escudriñar el infinito. Aunque un poco pavoroso. A qué quedamos reducidos nosotros.
– A nada. No somos más que una pizca de polvo de estrellas que se junta y se separa sin que dé casi tiempo a verla -dijo Chamorro-. Y eso que el universo no es en realidad infinito, sino sólo muy grande.
Los dos quedaron en silencio. Admití que estaba bastante impresionado. Con la colaboración de Chamorro, Zaldívar estaba convirtiendo aquel flirteo en una experiencia de una hondura inaudita. Nada que ver con esas tonterías de las comedias de situación. Sólo faltaba que alguien empezara a hablar de la muerte. Y fue un solemne León quien asumió la tarea:
– Perdona que me haya distraído un poco -murmuró-. Es que me has recordado algo. En estos días pienso mucho en alguien que murió hace poco. Alguien que trabajaba conmigo. Un hombre joven, una desgracia terrible.
– Vaya, lo siento -se dolió mi ayudante.
– No podías saberlo -le quitó importancia Zaldívar-. De todas formas, en estos días me he convencido de que deberíamos tenerla más presente, a la muerte. A fin de cuentas, es la que justifica o invalida todo lo que somos y hacemos. Todos nuestros actos nos acercan a ella, y a la vez sólo valemos lo que acertamos a robarle. Ella está ya ahí, segura, inamovible. Nosotros apenas somos lo que tengamos tiempo de sentir y ver antes de que nos coja y se nos lleve. No es que pueda ser mañana, es que será mañana. Mi amigo murió de un ataque al corazón, con cuarenta y dos años.
– Qué pena -juzgó Chamorro.
No se me escapó lo que Zaldívar acababa de llamarle a Trinidad, mi amigo, ni tampoco que conocía su edad exacta.
– Hace quince o veinte años, cuando aún no había disfrutado mucho, me obsesionaba esa idea -prosiguió Zaldívar-. Que pudiera morirme de repente, a medio camino. Pero creí que tenía que correr el riesgo, y los dioses se apiadaron de mí. Justo lo que no hicieron con mi amigo. ¿Por qué? Yo no era mejor que él. Ni más listo, ni más noble, ni más fuerte. Misterio.
Cuando uno se encuentra a alguien que habla tanto y con tanta facilidad de su fuero íntimo, cabe pensar dos cosas: que el sujeto en cuestión tiene en tan poca estima a todos sus semejantes (y en tanta a sí mismo) que no le importa exhibirse; o que miente más que habla. Las dos me parecían verosímiles tratándose de Zaldívar, y más en un contexto en el que se trataba de deslumbrar a una apetitosa muchacha de veinticinco años. Debía de pensar que le venía bien dar aquella imagen de hombre herido por la vida. Y no tenía empacho en tirar de Trinidad, el difunto que tenía más a mano.
Cuando Zaldívar cambió de tema, Chamorro renunció sabiamente a tratar de hacer regresar la conversación al amigo muerto. Le siguió la corriente, procurando dejarle hablar. Su interlocutor iba y venía de una cuestión a otra, pontificando siempre, como aquellos empleados de sus empleados los directores de periódico. Tras los postres, Zaldívar pidió champán.
– ¿Qué celebramos? -preguntó Chamorro.
– Tu existencia, aquí y ahora, sobre esta pizca de polvo de estrellas.
– Gracias. Tampoco es para tanto.
– Me gustaría ser capaz de explicarte hasta qué punto es para tanto -aseguró León, galante, y supuse que en ese momento sus diminutos y calculadores ojos de color almendra estarían clavándose en los de Chamorro-. Pero como sé que no lo soy, me limito a los gestos. Por favor.
La última frase no parecía dirigida a ella. Hubo una pausa y se aproximó al micrófono algo que crujía. Poco después oí decir a Chamorro:
– Muchas gracias. Son preciosas. ¿Cuándo las has pedido?
– Antes de invitarte. Si me hubieras dicho que no, habría ido a tirarlas al Manzanares, junto con los trozos de mis sueños rotos. Como me dijiste que sí, te las doy a ti, y alguno de mis sueños también.
Los hombres cursis me producen una mezcla de bochorno y admiración. A veces, la verdad, uno quisiera tener el cuajo preciso para pronunciar memeces de ese calibre sin que se le descompongan los músculos faciales. Denota un gran autodominio. Chamorro estuvo bastante prudente:
– Gracias otra vez. Muy halagada.
Oí a Zaldívar pedir la cuenta, y despedirse del maître, y llamar colegí que por el teléfono móvil a su chófer para que se plantara en la puerta del restaurante antes de que él llegara a la acera. Luego le ofreció a Chamorro:
– Si me permites, te acerco a tu casa.
– No hace falta -dijo mi ayudante-. Acércame a una parada de taxis. Ya sabes. A lo mejor no quiero que sepas dónde vivo.
– ¿Por qué?
– A lo mejor tampoco quiero que sepas por qué.
– ¿Ni siquiera puedo tener un número de teléfono?
– No -denegó Chamorro, inflexible-. Pero dame tú uno, si quieres.
– Para que lo tires.
– Para tirarlo no te lo pediría.
Zaldívar hubo de rendirse. Otra cosa habría estropeado seriamente su personaje. Durante el paréntesis que siguió debió de buscar una tarjeta, garrapatear sobre ella su número privado y tendérsela a Chamorro.
– Toma. Pero más te vale tener en cuenta que si no llamas, no descarto poner un detective tras tu pista -amenazó.
– Sabría esconderme -aseveró Chamorro, con adorable desparpajo.
Por si acaso, seguí al coche. Pero Zaldívar la dejó en la parada de taxis más cercana y luego su resplandeciente Mercedes azul puso rumbo a su casa. Chamorro aguardó cauta a que se hubiera alejado, y sólo entonces subió a un taxi. Fui tras él durante el tiempo necesario para cerciorarme de que no había moros en la costa. Después di una ráfaga con las luces y le adelanté. En el siguiente semáforo, Chamorro se bajó del taxi y entró en mi coche. Tiró el ramo de rosas sobre el asiento de atrás y se abrochó el cinturón.
– Bueno. ¿Qué? -preguntó, impaciente.
– Qué quieres que diga -repuse.
– Te diré yo algo -anunció, quitándose los pendientes-. Si ese tío hubiera tenido veinticinco años menos y yo, no sé, diez menos, quizá me habría enamorado locamente de él. Pero no es el caso, así que espero que recuerdes que me debes una. Y no se te ocurra reírte, cabrón.
No se lo tuve en cuenta, naturalmente. Creo que aquélla fue la primera vez que oí una palabrota en boca de Chamorro.