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Cruzamos más controles y más puertas, y al fin nos vimos en el corazón de una inmensa esfera blanca. La atmósfera era calurosa y un poco opresiva, pese a la amplitud. Sobre la plataforma que pisábamos había tres equipos iguales, también pintados de blanco, y altos como una casa. En el centro había una piscina de un hermoso y sorprendente color azul. Justo al lado, según nos indicaron, estaba el reactor. Nos acercamos hacia allí. Sentados junto a la piscina, a unos pocos metros de donde se desarrollaba la reacción nuclear, un par de técnicos con aspecto de ser extranjeros departían relajadamente, en un alto de su trabajo. El ruido no era atronador, pero sí el suficiente como para impedirnos oírles con demasiada nitidez. Habríase dicho que estaban tomando el sol en un parque, y no sentados encima del lugar en el que bullía una fuerza tan desproporcionada y peligrosa.

Dávila parecía siempre cauto, pero Pita participaba de la indiferencia de aquellos técnicos. Le iba explicando todo muy solícito a Chamorro, que seguía estirándose el mono. Para Pita, como para Trinidad Soler, aquél era un espacio cotidiano. Pensé en él, en Trinidad. Traté de verle allí y traté de representarme cómo se movería, qué pasaría por su cabeza en aquel recinto que reproducía, a su modo ultratecnológico, la solemnidad de un templo. Había una pasarela que cruzaba sobre la piscina. Nos invitaron a subir y al hacerlo pudimos ver bajo nuestros pies el agua inmóvil.

– ¿Qué es eso que hay en el fondo? -preguntó Chamorro. Se trataba de una especie de bastidores, de un oscuro color metálico.

– Es el combustible gastado -precisó Dávila, y a renglón seguido aclaró-: Las barras de uranio que se han ido quemando en el reactor.

– Eso debe de ser muy radiactivo.

– De lo más radiactivo -asintió Pita.

– ¿Y no es peligroso estar aquí encima, sin nada más que el agua por medio? -consulté, con cierta aprensión.

– Bueno, son casi diecisiete metros de agua, aunque no lo parezca -dijo Dávila-. Es un buen blindaje.

– ¿Por qué es tan azul? -inquirió Chamorro.

– No es azul -sonrió Dávila-. Sólo lo parece. Es un efecto que provoca el acero inoxidable de las paredes de la piscina.

– A todo el mundo le llama la atención ese azul -dijo Pita-. Incluso a los que estamos hartos de verlo. También a Trinidad. A veces se quedaba mirando ahí abajo, a donde está el combustible irradiado. Solía decir que era curioso que uno pudiera ver así algo capaz de provocar tanta destrucción. Sin más barrera que una simple capa de agua, transparente y azul.

Guardamos al muerto los segundos de silencio que todo muerto merece: Pita con el ceño ligeramente fruncido, Dávila con la mirada perdida en el fondo de la piscina. Ya habíamos visto más que suficiente. Salimos de la zona controlada, devolvimos nuestros monos naranjas y nos despedimos de Pita. Dávila nos acompañó aún a través de los restantes controles, hasta la salida. Incluso caminó con nosotros unos metros, en dirección a donde habíamos aparcado el coche. Me chocó un poco esa resistencia a separarse. El jefe de operación no paraba de darle vueltas a alguna cosa.

– Sargento, hay algo que quiero preguntarle -terminó por decir-. ¿Iba en serio la promesa que me hizo antes, cuando hablamos por teléfono?

– Si lo prometí, iba en serio -aseguré.

Dávila aún dudó un momento. Luego, con firmeza, declaró:

– Bajo esa condición que me ofreció, les voy a contar algo que mi conciencia me impide ocultarles. Hace una semana, durante una revisión de rutina, se advirtió una discrepancia en las fichas de control de cierto tipo de fuentes radiactivas. Hemos analizado una y otra vez los datos y la discrepancia subsiste. Lo que esto nos hace temer, en resumidas cuentas, es que alguien ha podido distraer una de esas fuentes. No es algo que pueda causar una catástrofe, pero entraña gran riesgo para quien esté cerca, así que ayer comunicamos el incidente a las autoridades nucleares. El problema -suspiró gravemente Dávila-, es que la fuente podría llevar más de un año circulando sin control. Los indicios que hemos reunido hasta ahora nos hacen pensar que falsificaron las fichas. Y en fin, aunque todo está por confirmar, creo que debo decirles que uno de los que pudo hacerlo fue Trinidad Soler.

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