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Antes de que DeFargo saliera definitivamente de la estancia, Goldsmith ya estaba manipulando el ordenador. Al contrario que para su anciano interlocutor, aunque en el fondo no se creía la historia de que era un ignorante en esos temas, para Goldsmith la informática no tenía ningún secreto, así que manejar un CD-Rom era un simple juego de niños, tan sencillo como hojear las páginas de un libro. Intrigado por las palabras de DeFargo, buscó, en primer lugar, las cartas que Zubia le había enviado mientras estaba en España. Eran francamente interesantes y se zambulló en ellas con gran excitación. La primera y la cuarta, sobre todo, narraban hechos que parecían importantes. Hasta que no llegara al final de sus investigaciones no podría saberse si tenían relación con su muerte en Bilbao y la red de narcotráfico que había investigado la DEA, pero decidió imprimirlas para poder releerlas cuantas veces fuese necesario. Afortunadamente, el viejo DeFargo pensaba en todo y junto al ordenador había una impresora de la última generación que en muy poco tiempo le proporcionó los documentos solicitados. Cuando tuvo los folios en sus manos, Goldsmith se sirvió una buena ración de ese whisky que el viejo fabricaba clandestinamente y que estaba buenisimo y se puso a leer con tranquilidad las cartas numeradas con los guarismos 1 y 4.

CARTA Nº 1 (REMITENTE: TOMAS ZUBIA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)

Estimado Cameron:

Aunque hasta ahora he sido reacio, más por motivos de pudor que de seguridad, a seguir tu consejo y escribirte una carta para contarte, más allá de las informaciones que voy consiguiendo, cómo me encuentro de ánimos y qué opino de la operación en marcha, por fin me he decidido a hacerlo porque creo que tienes razón cuando afirmas que de este modo puedo aliviar, en parte, mi soledad.

Supongo que lo comprenderás si te digo que cuando llegué a Madrid el corazón me dio un vuelco. Llegaba a una ciudad vencida disfrazado de triunfador. Por todos los rincones podían verse las señales de la devastadora guerra que ha finalizado no hace mucho con el triunfo de los fascistas. Las ruinas se han adueñado de la ciudad y un halo de tristeza lo impregna todo y me ha contagiado, aunque yo deba fingir que me encuentro totalmente a gusto; se supone que soy uno de los hombres más felices del mundo, un rico heredero mexicano simpatizante del victorioso III Reich.

La vida da muchas vueltas y las perspectivas personales suelen cambiar rápidamente, sobre todo en estos tiempos de sufrimiento que nos está tocando vivir. Sabes que no me gusta mucho hablar de estos temas, pero debo reconocer que cuando en Euskadi luchaba por los derechos de mi pueblo, Madrid era una referencia negativa, el centralismo, la negación de esos derechos; pero ahora, si bien no renuncio a mis más íntimos principios y deseos, no puedo ni quiero evitar sentir un hondo respeto y admiración por esta ciudad que tan ejemplar y heroicamente ha resistido el embate de las milicias facciosas y que ha sucumbido con honor. Nada más llegar hubiera deseado despojarme del esmoquin con el que había subido al avión y ponerme un mono para colaborar en la faena de reconstrucción, pero por suerte o por desgracia no es ésa la misión que me ha conducido hasta aquí, aunque confío en que la labor que estoy desempeñando sirva también para su liberación.

Al pie de la escalinata del avión me esperaba Werner Haupt, miembro de la embajada alemana, hombre ceremonioso y campechano, el típico alemán aficionado a la cerveza y las juergas, el cual, según mis informes, ocupa un lugar insignificante en el organigrama de las SS en España.

– Herr De Ithurbide -afirmó, más que preguntó, al verme bajar del avión.

– Javier de Ithurbide, a su servicio. ¡Heil Hitler! -añadí mientras alzaba el brazo a la romana intentando, con éxito, disimular mi repugnancia.

– ¡Heil! -contestó-. Acompáñeme, por favor. Tengo el coche aparcado muy cerca de la pista.

Supongo que al estar en tierra conquistada no necesitan disimular, porque el Mercedes no ocultaba quiénes eran sus dueños. El banderín con la esvástica lo adornaba de un modo siniestro. Pensaba que iba a ser conducido a la embajada directamente, pero me llevaron a una casona en las afueras de Madrid. No sé en qué pueblo estaba, pero creo que podría encontrarlo con los ojos cerrados.

En la casa me presentaron a un hombre que vestía el uniforme de coronel de las SS. Aunque no hubiera llevado uniforme ni galones, no habría dudado ni un minuto en señalarle como el jefe de todos los que estaban allí reunidos. Con un simple gesto hizo que quienes le acompañaban salieran del salón al que había sido conducido.

– ¿Señor De Ithurbide? Permítame presentarme. Coronel Rainer Vonderschmidt, de las SS. Encantado de conocerle.

– Lo mismo digo. Me habían asegurado que iba a ser bien acogido en España, pero nunca imaginé que iba a tener el honor de ser recibido por un coronel del más digno cuerpo que sirve a nuestro glorioso Führer.

– No son necesarias las adulaciones, amigo mío. Sé quién es usted y conozco su dedicación y la de su familia a la causa, aunque tiene que admitir que su partido no ha obtenido unos resultados muy positivos en las últimas elecciones.

– Nunca hemos creído en las elecciones.

– Nosotros tampoco, pero no olvide que conseguimos el poder de ese modo.

– Nuestro caso es distinto. En México abunda la población de origen indio, por eso la causa de la raza no puede avanzar lo que muchos quisiéramos. Somos pocos los blancos de pura estirpe e incontaminados. Desgraciadamente, nuestros antepasados no fueron capaces, como hicieron los ingleses en el norte, de exterminar a las tribus de indios desharrapados que se encontraron por esas tierras, sino que, más bien al contrario, se dedicaron a fornicar todo lo que pudieron con las indígenas y crearon la impura raza mestiza que es mayoría en mi patria. No obstante, si bien es cierto que no tenemos el poder oficial en nuestras manos, nuestra influencia, no tanto como movimiento sino como dirigentes de la economía nacional, es muy grande. Y estamos orgullosos de poner esa influencia y poder al servicio del III Reich.

Como verás, me había aprendido de memoria el discurso que habíamos ensayado y lo dije de corrido sin equivocarme en nada, aunque me sentía muy extraño al pronunciarlo, como si no fuera yo sino otra persona quien hablara con mi voz.

– Gracias, amigo mío, no esperaba menos de usted -me contestó, evidentemente complacido, el coronel-. Además, tengo que decirle que el servicio a la patria no está reñido con las posibilidades de obtener beneficios económicos, y este país en el que estamos nos puede ser propicio a los dos. ¿Sabe lo que le quiero decir?

– Sin ningún género de dudas, mi coronel, y le aseguro que por mi parte no va a haber ninguna oposición a esa idea. Como usted ha dicho, nadie puede dudar de mi lealtad a la causa; mejor dicho, de la lealtad de ambos a nuestro gran ideal, pero estoy de acuerdo en que no es incompatible rendir importantes servicios a nuestra bandera y nuestro Führer con incrementar nuestro patrimonio. Ésa es otra de las razones de que haya venido a España. Un país recién salido de una guerra y donde todo está por reconstruir es un país en el que se pueden realizar grandes negocios si se tienen los contactos adecuados y la inteligencia suficiente para no pasar por alto las oportunidades.

– También es necesario no tener muchos escrúpulos.

– Herr coronel, quienes hemos dedicado nuestra vida a la causa no podemos dejarnos dominar por las estrecheces de la moral pequeñoburguesa. Sí, creo y deseo que haremos grandes negocios juntos.

– Me gustaría brindar por ello, pero desgraciadamente no he acondicionado lo suficiente este caserón. Si no tiene inconveniente en acompañarme le podré llevar a un sitio donde dan las mejores bebidas que se pueden obtener en estos tiempos. Ha tenido un viaje muy largo y no es justo que empecemos ya a hablar de trabajo.

– Vuelvo a estar de acuerdo con usted.

– Por cierto, respecto a lo que me ha dicho antes sobre el mestizaje en su país, espero que no tenga ningún escrúpulo por compartir el lecho con unas hermosas mujeres sólo por el hecho de ser judías. Le aseguro que son mujeres de lo más exquisitas y apetecibles, y por otra parte, para gente como nosotros, el morbo de su raza multiplica el placer que se puede obtener de ellas.

– No he criticado el disfrutar de las mujeres pertenecientes a razas inferiores, todo lo contrario; si algo justifica su miserable existencia es precisamente el ponerlas a nuestro servicio en todos los sentidos, sexual incluido. Tan sólo me parece mal tener hijos con ellas.

– Me alegra comprobar que no posee los prejuicios sexuales heredados de la cultura pequeñoburguesa y judeo-cristiana. En cuanto al peligro de dejarlas embarazadas, por eso no se preocupe, querido amigo. Las furcias de las que le hablo ya no podrán tener hijos con nadie, nunca.

Bueno, Cameron, espero que me excuses cuando compruebes que con estas últimas palabras cierro la que ha sido mi primera carta. Aunque admito que escribir me ha servido de catarsis, cuando pienso en lo que tuve que hacer esa noche junto al coronel me doy asco a mí mismo, no tanto por lo que hice en sí, ¿a quién no le gusta pasar la noche con una guapa mujer?, sino porque era consciente de que las mujeres con las que estábamos eran simples esclavas sexuales de los odiados jerarcas nazis y, en esos momentos, estaban sometidas a mi propio servicio. Espero que lo que estoy haciendo sirva para algo; quizá eso no lo justifique del todo, pero siempre me quedará la satisfacción de que no ha sido en vano.

CARTA Nº 4 (REMITENTE: TOMÁS ZUBÍA. DESTINATARIO: CAMERON DEFARGO)

Estimado Cameron:

Aunque como tú bien sabes al principio fui reacio a contarte por carta mis intimidades, no me queda más remedio que admitir que le estoy cogiendo gusto, me sirve como válvula de escape, y a falta de una persona de carne y hueso con la que desahogarme, el papel en blanco es un sustituto que sin llenarme del todo palia hasta cierto punto mis ansiedades; por eso te envío la que, si no me equivoco en las cuentas, es mi cuarta carta.

Lo primero que quiero confesarte es que en estos cinco primeros meses de mi estancia en Madrid he llegado a tener una relación muy amistosa con el coronel Vonderschmidt. Incluso se podría decir que nos hemos convertido en amigos íntimos, si no fuese porque me repugna usar el elevado concepto de la amistad para referirme a ese cerdo, pero es cierto que cualquiera que no conozca mis objetivos (y espero que no los conozca nadie) estará pensando que nuestro trato es casi de hermanos más que de amigos.

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