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Capítulo X. Entrada y salida de aguas

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De repente comenzó a llover. Se tornaron grises los cielos azules, se escondió tras los grises del despiadado sol del Llano, se arremolinó en las bocacalles un viento en espirales de polvo y hojas secas. Y comenzó a llover sobre Ortiz, sobre Parapara, sobre El Sombrero, sobre las sabanas peladas, sobre la soledad y el llanto.

No siempre llovía igual, pero siempre llovía. A veces descendía una llovizna menudita, un polvillo ingrávido, polen de las estrellas, corpúsculos de nubes, que mojaba lentamente los techos, empapaba las calles y ponía brillos de pedrería en el verde lustroso de los cotoperíes. Otras veces caían goterones que golpeaban la tierra como salivazos, chasqueaban como látigos sobre las planchas de zinc, se esparcían sobre el polvo como monedas de agua. Y una y otra lluvia se transformaban al cabo en un mismo aguacero obstinado, turbio muro de plata, estero de pie, farallón de cristal, que convertía la mañana en tarde, la tarde en noche, la noche en oscuro corazón del río.

Carmen Rosa, prisionera inmóvil en su corredor de ladrillos, veía bajar toda el agua de los cielos. Las plantas del patio, que recibieron alegremente las primeras lluvias, sufrían ahora la furia asoladora del llover sin acabar. Se doblegaron mustias las cayenas, se desnudó de blanco el jazminero, se hundieron en la entraña del fango los capachos, se fugaron en busca de azul los arrendajos y los turpiales. Entre los charcos del jardín nacieron deformes sapos terrosos. Lenguas de ocre invadían los corredores, se deslizaban bajo los muebles y avanzaban hasta el zaguán para fundirse con lenguas de ocre idénticas que ascendían desde la calle inundada.

Llovía implacablemente sobre el Paya, agua del cielo integrándose al agua del río, anchando sus márgenes, engrosando su caudal. Ya el Paya no era una corriente escuálida y tranquila sino un torrentoso rugido de linfa y pantano que arrastraba esquifes verdes, árboles tronchados, el cadáver de un becerro, en su desatada cabellera de almagre.

Llovía con saña sobre las casas medio derruidas, sobre los techos carcomidos, sobre los muros sin asideros, sobre los dinteles sin puertas, sobre las tumbas desvalidas del viejo cementerio. Súbitamente, desleída por las lluvias, trocada en murallón de fango, se tambaleaba una pared para derrumbarse luego al embate del viento. Sobre un oscuro solar anegado se desplomó el segundo piso de una antigua casa abandonada, en la calle real. Quedó en pie la escalera, inválido camino de madera que ya no conducía a ninguna parte.

En una de esas noches lluviosas, atendiendo al llamado primordial del agua, se apagó el alma de don Casimiro Villena, el padre de Carmen Rosa. Murió silenciosamente, mientras dormía, y solamente llegaron a enterarse en la casa después del amanecer, cuando doña Carmelita entró al cuarto con el pocillo de café que le llevaba todas las mañanas. Se le había detenido el corazón a la luz de un relámpago, el estampido de un trueno, y conservaba en la región de la muerte el rostro tranquilo y apacible del sueño, la difusa inexpresión de su demencia.

Para doña Carmelita fue el derrumbamiento. Ella seguía considerando un ser vivo y presente a don Casimiro Villena, no obstante que su mente se había ausentado de este mundo hacía tantos años. Desde el instante en que lo encontró muerto hasta muchas horas más tarde, que después serían días enteros, se sentó a llorarlo humildemente en una mecedora de esterilla, mientras pasaba maquinalmente entre los dedos cuentas de un rosario y repetía como autómata palabras latinas cuyo sentido no penetraba: «Agnus Dei qui tollis peccata mundi, parce nobis Domine …»

Estaban solas en la casa, las dos mujeres y la lluvia, con el cadáver de don Casimiro. Carmen Rosa se lanzó a la calle con la cabeza descubierta, abriéndose paso entre cortinas de agua. Llegó a la casa parroquial vuelta un guiñapo, las greñas pegadas al rostro, dejando en los ladrillos del zaguán un rastro de pantano, goteante y jadeante como si acabase de cruzar a nado el río crecido.

– Muchacha, ¿qué te pasa? -gritó el padre Pernía saltando de su viejo y duro sillón de madera.

– Papá amaneció muerto -dijo simplemente Carmen Rosa.

Y le tocó al cura salir con ella a desafiar el aguacero. Fueron en busca de Pascual, el carpintero, para encargar la urna y regresaron a la casa, metiéndose de frente a los charcos sin saltarlos, a rezar las oraciones. Ya estaba ahí Olegario contemplando el cadáver con los brazos cruzados sobre el pecho. Aquel hombre que yacía ahora, definitivamente quieto, lo había arrancado de la choza donde comía tierra y lo picaban bichos extraños, para traerlo a vivir consigo y enseñarlo a trabajar. Parado ante la cama del muerto, empapado por el aguacero, Olegario reconstruía mentalmente esa historia tan lejana de su infancia. Por el rostro curtido le corrían gotas de lluvia y llanto.

Por la tarde fue el entierro. Seguía lloviendo reciamente como en la noche anterior. Y se sabía que seguiría lloviendo al mismo ritmo durante mucho tiempo porque el cielo era una gran nube pizarra sin una sola grieta azul. No estaba Sebastián en Ortiz, ni pasó por la carretera, ¡quién iba a pasar bajo aquel diluvio!, un ser humano a caballo o en vehículo que quisiera llevarle la noticia a Parapara. El padre Pernía asumió íntegramente la difícil tarea de dar sepultura al cadáver bajo un cielo volcado en el furor del agua, en un suelo convertido en espeso barrizal.

Al principio no había quien cargara la urna. La noticia de la muerte de don Casimiro tardó en atravesar la tempestad. El primero en llegar fue Panchito, con Marta deshecha en lágrimas, ambos chorreando agua, con las huellas de fango más arriba de los tobillos. Luego se acercaron cuatro o cinco hombres del vecindario. Pero la urna pesaba más bajo aquel diluvio indeclinable, sobre aquella tierra pegajosa. El propio padre Pernía, tuvo que meter el hombro en la cuesta que conducía al portal del cementerio, con la sotana arremangada y sujeta a la cintura por la correa del pantalón.

Lo enterraron de prisa en la entraña del lodazal y volvieron todos a las casas destilando pantano, con los pies deformados por las pelladas gredosas, ya habituadas las espaldas caladas al repiqueteo de los goterones que seguían cayendo. Habían entregado para siempre al agua turbia de los charcos, al corazón plomizo de las nubes, al llanto diagonal de la lluvia, la sombra vaga que restaba de don Casimiro Villena.

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Fueron días, noches, semanas de lluvia. Cuando escampaba, el río intentaba regresar lentamente a su lecho y dejaba un rosario de charcas a ambos lados. Se estancaba el agua en los barrancos, en los altibajos de la sabana, en los corrales de las casas. Los nuevos aguaceros salpicaban sobre esas pupilas de aguas tranquilas y tejían una huella como de pájaro invisible que pasase sin posarse.

Al cristal fangoso de los charcos, al limo verdoso de los pozos, al caldo sucio y, más aún, a la linfa clara, siempre que estuviese quieta la superficie, llegaban los mosquitos. Venían de todas partes, del norte y del sur, del este y del oeste, a vivir su breve vida de veinte días, a nutrirse, a reproducirse y a morir en aquel anegado recodo de tierra llanera.

Sobre una hoja inmóvil, detenida en mitad del agua muerta, se paraba una brizna imperceptible provista de alas y de vida. Era una hembra que venía a poner sus huevos. Los huevitos caían por centenares, hermanados en una cinta finísima, y se esparcían luego sostenidos en flor de charca por flotadores microscópicos. Nutriéndose de substancias misteriosas de la naturaleza, o de despojos de insectos muertos, o comiéndose a la propia madre, se desarrollaban las larvas que de las cáscaras de los huevos surgían. Las larvas eran largos gusanitos de anillos peludos que en su madurez se enroscaban en negros signos de interrogación antes de transformarse en mosquitos recién nacidos. Entonces, ya briznas con alas y vida, abandonaban el agua de la poza en la curva del primer vuelo, los machos hacia los árboles en demanda de jugos vegetales, las hembras hacia las casas en busca de sangre humana.

En el rincón más oscuro de los ranchos, nacidos con el instinto alevoso de ocultarse para el asalto, voraces filamentos alados, las hembras acechaban al hombre, a la mujer y al niño. Ávidas agujas de la noche, caían sobre los cuerpos dormidos, clavaban los empuntados estiletes y sorbían la primera ración de sangre. El silencio se cruzaba de agudos zumbidos y una pequeña voz gimoteaba en el catre:

– ¡Mamá, que me pica la plaga!

Se hundía el aguijón aquí y allá, una y mil veces, en la piel del niño sano y del niño enfermo, en la choza del hombre sano y del hombre palúdico. La sangre contaminada irrumpía en el organismo del insecto, estallaba en flameantes rebenques, copulaban hasta fusionarse las células machos y hembras, se enquistaban en las paredes del diminuto estómago y se rompían luego en menudos globos estriados que se esparcían por el pequeño cuerpo y se estancaban en el pocito mínimo de la saliva.

Cumplido proceso tan complicado en tan exiguo espacio, volvía una y otra vez el mosquito en busca del hombre, de la mujer, del niño, pero llevaba entonces la trompa envenenada. Sepultaba con el espolón las células malignas que se diseminaban carne adentro, se albergaban en una víscera e irrumpían finalmente en la sangre humana. En el de la sangre cada núcleo se estrellaba en cien núcleos, en cien protoplasmas cada protoplasma y todos a un tiempo se nutrían de rojas substancias vitales, segregaban pigmentos que eran gérmenes de fiebre y hacían arder el cuerpo entero en la llama estremecida del paludismo.

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Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se sintió invadido en pleno trabajo por pastosas oleadas de pereza, de lasitud, de abandono, sacudido por breves latigazos de frío.

– Tengo el cuerpo cortado -dijo y caminó hacia la sombra.

Pero Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, sabía que ya venía a su encuentro el ramalazo de un acceso palúdico y se dispuso a recibirlo. Acurrucado sobre los hilos del chinchorro sintió llegar a su piel, a la pulpa de su carne, a la raíz de sus cabellos, a la masa blanca de sus huesos, un frío que iba creciendo como un río y haciéndose más hondo como una puñalada. Se estremeció el chinchorro bajo el temblor de sus miembros y el entrechocar de sus dientes. Arrebujado en la cobija, en la sábana, en el mantel, en lo que topó a mano para cubrirse, Celestino era un espectro pálido, sacudido por trémolos furiosos de hielo y de angustia.

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