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Capítulo XI. Hematuria

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No volvió a llover. Ahora era sol y sequedad, sol y sudor, sol y sabana, sol y silencio. El caballo de Sebastián, no su viejo caballo alazano de cola rubia y estrella en la frente, sino un rucio prestado y mañoso, hacía de mala gana el camino de Parapara a Ortiz, la última vez que Sebastián cruzó sus andurriales habituales, un domingo caliente y blanco. El rucio se espantaba ante la huida verde de las lagartijas y ante el grito del aguaitacaminos. El jinete lo sujetaba con mano dura y lo increpaba en la soledad del monte:

– ¡Rucio cobarde!

El día comenzó a entibiarse más temprano que de costumbre y Sebastián apuró el caballo para amenguar la dosis de sol llanero que estaba destinada a su cabeza. El sudor le mojaba la franela, le corría en goticas por entre los pelos del pecho y de las axilas.

En aquel trayecto, más cuando iba de Parapara a Ortiz que cuando regresaba, le era grato soltar la imaginación y tejer una historia fantástica que de tanto forjarla y precisar sus detalles ya le parecía haberla vivido realmente y ello le causaba un pueril deleite porque en realidad la historia valía la pena de ser vivida. Eso sucedía cuando no pensaba en Carmen Rosa. Porque cuando iba pensando en Carmen Rosa -los ojos de Carmen Rosa, la boca de Carmen Rosa, la voz de Carmen Rosa, el cuerpo de Carmen Rosa-, le colmaban de tal manera la mente y los sentidos, que aún no había comenzado a reconstruir su apasionante leyenda cuando ya aparecían ante su vista las siluetas de las primeras casas derrumbadas de Ortiz.

Su fantasía cm hazañosa y justiciera. Sebastián no se detenía en Ortiz sino continuaba de largo hasta El Sombrero, hasta Valle de la Pascua. Su voz iba levantando hombres de a caballo, en los ranchos, en los hatos, en los caseríos, en las ciudades. A su lado marchaban en caballos blancos, negros alazanos, manos, moros, zainos, mosqueados, castaños, canelos, caretos, estrellados, patiblancos, en mulas claras y prietas, en burros trotones, a pie. Llevaban fusiles, máuseres, carabinas, pistolas, revólveres, chopos viejos, escopetas de caza, lanzas, machetes, puñales, hojas de bayoneta, banderas. Pasaban, con Sebastián al frente, cantando por las sabanas y asaltaban las ciudades dando vivas a la justicia. Las huestes crecían, liberaban presos, fusilaban verdugos y marchaban hacia el centro por las trochas de Boves y Páez, de Monagas y Crespo. Sebastián imaginaba minuciosamente las batallas, escuchaba el estruendo de los disparos, los quejidos de los heridos, los alaridos de triunfo, el cobre de la cometa tocando a paso de vencedores. Por las abras de los valles de Aragua bajaba el huracán de llaneros, en pos del alazano de Sebastián, entre vítores de un pueblo libre y enardecido.

En ese punto la historia se tomaba imprecisa, vacilante. ¿Qué iba a hacer después? Sobre los campos de batalla sería necesario levantar un edificio, una república, un gobierno decente. Sebastián no se sentía con fuerzas, ni en sus momentos de mayor confianza en sí mismo, para emprender tamaña proeza. Comenzaba a titubear al frente de sus batallones victoriosos. Tal vez la mejor solución fuese la de llamar a los estudiantes, a aquellos dieciséis que pasaron por Ortiz en un autobús amarillo, y confiarles la misión que él no era capaz de cumplir. Sí, era justamente eso lo que haría. Después regresaría solo a Parapara, en su caballo de estrella en la frente, recibiendo bendiciones de ancianas llorosas, adioses en pañuelos blancos de las muchachas de las ventanas, y escuchando a los hombres del Llano decir con varonil orgullo al verlo pasar: «¡Ahí va Sebastián!».

El rucio atravesaba una breve y escuálida selva de árboles ariscos y Sebastián aminoró el paso de la cabalgadura para disfrutar algunos minutos de desflecada sombra. El sudor de la franela se había secado lentamente. El hombre se despojó del sombrero para recibir un aliento de brisa cálida que apenas movía las hojas de los cujíes.

Más allá, después del talud arenoso, después del rimero de pascuas moradas, después del araguaney florecido, estaba Ortiz, estaba Carmen Rosa esperándolo.

Pero Sebastián ya no era el mismo que echó pierna al rucio en Parapara. Le dolía en punzada la cintura, como después de haber realizado un esfuerzo físico superior a su resistencia. Violentos escalofríos le sacudían las vértebras.

Descendió en el caserón de Cartaya, metiendo el caballo por el zaguán hasta el patio, quitándose el sombrero para no tropezar con las vigas del corredor, y contrajo el gesto en una mueca dolorosa al caer en tierra. Sentía una daga de afilada piedra clavada en los riñones.

– Vengo con calentura -dijo a Cartaya-. Avísele a Carmen Rosa y déme quinina.

Advertía el subir de la fiebre en sus venas, el desbocarse del pulso, el secarse de los labios. Los huesos del cráneo le pesaban como lingotes.

– Métete en el chinchorro y arrópate bien que el frío que se te viene encima no es para gente- le aconsejó el viejo Cartaya.

Se tendió en el chinchorro y se dispuso estoicamente a recibir la acometida del acceso palúdico. Pero la quinina, lejos de mejorarlo como en anteriores ocasiones, agravó sus males. Se le descuadernaba la quijada en el castañeteo de los dientes. El dolor de la cabeza remontaba en una escala enloquecedora. Sebastián se arqueó al borde del chinchorro y se volcó en un vómito amargo y turbio. Tenía el rostro amarillo como el corazón del huevo, como las flores silvestres de la sabana.

El señor Cartaya acudió de nuevo a su lado.

– Pásate al catre, muchacho- dijo.

Y, mientras lo ayudaba penosamente a trasladarse, el viejo estaba pálido de espanto.

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Cuando llegó Carmen Rosa, ya no sólo Cartaya sino también el propio Sebastián sabían cabalmente de qué se trataba. No les quedó a ninguno de los dos la menor duda cuando el enfermo virtió en el peltre blanco de la bacinilla un líquido rosado, color de la pulpa del cundeamor, color de la carne del novillo. Sebastián se quedó mirando fijamente la orina rosa y exclamó con atónito, atormentado acento:

– ¡Hematuria!

Luego el rosado de las aguas se fue volviendo cereza, el cereza encarnado, el encarnado lacre, el lacre escarlata, la escarlata carmesí, el carmesí bermellón, el bermellón ladrillo, el ladrillo granate, el granate púrpura.

Carmen Rosa surgió en el boquete de la puerta y corrió desolada hasta la orilla del catre.

– ¿Qué te pasa, mi amor?

– Es la hematuria -respondió Sebastián calmosamente-. O se aclara la orina o se tranca la orina. Y si se tranca la orina, te quedaste sin novio.

Aquello fue la primera tarde. Sebastián habló largo rato, con una mano de Carmen Rosa entre las suyas, y le dijo que después de meditarlo mucho en su casa solitaria de Parapara había resuelto casarse para la Navidad, que le traía esa sorpresa. Pero ahora estaba ahí, tendido con la hematuria, y se hacía más oscura la orina, más insufrible el malestar, más estallante la cabeza.

– Nos íbamos a casar en diciembre y te iba a vestir de reina como en los cuentos, a llevarte cargada en mis brazos como una ternerita y a meterte las manos en la blusa como aquella noche que tú no quisiste, al pie del cotoperí.

– Nos vamos a casar en diciembre -replicó Carmen Rosa subrayando las palabras-. Tú te levantarás muy pronto de ese catre y yo me dejaré meter la mano en la blusa cuando tú quieras.

Pero Sebastián repetía con despiadada convicción:

– Si se aclara la orina me levanto. Pero si se tranca la orina, te quedas sin novio.

Después subió la fiebre y Sebastián se adormeció, semicerrados los pesados párpados sobre las córneas enrojecidas. Carmen Rosa sacudió en rebeldía la cabeza, a punto de ser vencida en su lucha porfiada contra el llanto. Había sentido en la mejilla el hilillo caliente de una lágrima, la sal de otra lágrima en la boca.

Al anochecer entró el padre Pernía, portador de una lámpara de largo tubo y abombado vientre cristalino que Carmen Rosa había visto encendida muchas veces en el altar de la Virgen del Carmen. El cura la colocó sobre la mesa, alargó la mecha hasta convertir en lengua de luz la pequeña gota amarilla que traía y vino a sentarse, silencioso y hosco, junto a la mujer en pena.

La fiebre seguía subiendo, aflorando en lampos colorados sobre la frente y sobre los pómulos de Sebastián. La lengua densa comenzó a modular incoherencias entre los labios resecos:

– Pásame mi escopeta que lo voy a matar. Ése es el tigre de la pinta menudita que se come los perros y espanta a los cazadores. Dénme mi escopeta.

Sebastián andaba por una selva de árboles torcidos, abriéndose paso entre bejucos espinosos que se movían como culebras, chapoteando en aguas verdes de malignos reflejos violáceos. Olfateaba el olor, escuchaba el rugido, vislumbraba en la espesura la silueta del tigre de la pinta menudita.

– Dénme la escopeta ligero que lo tengo muy cerca, que se viene acercando más que se está agachando para saltar.

Pero no era solamente el tigre de la pinta menudita. Bajo sus pies, estremeciendo las aguas verdosas, eran caimanes los que creyó troncos de árboles y tenían ojos y lenguas de culebra los bejucos que se movían como culebras. Los árboles todos se tambaleaban amenazantes como descomunales bestias verdes y apenas el brillo de un lucero, parpadeando en un cielo infinitamente lejano, lo protegía de tan espantables enemigos. Era la mano de Carmen Rosa, el beso de Carmen Rosa sobre su frente calcinada.

Retornó del delirio y permaneció largo rato jadeante por el esfuerzo, sudoroso por la fatiga. Mas la fiebre seguía quemándole la sangre y de nuevo se oyó su voz extraviada:

– No toques el arpa, Epifanio, que me duele la cabeza. Cuéntame cómo es aquello, Epifanio, pero sin levantar la voz.

Ahora andaba por el mundo de los muertos y conversaba con Epifanio, el de la bodega. El mundo de los muertos era una sabana gris, un horizonte yermo, un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio con el arpa a cuestas como un espacio sin luz ni sombra, por donde caminaba Epifanio con el arpa a cuestas como un Nazareno.

– Mejor es que toques el arpa. Epifanio, para que no te pese tanto. Y cuéntame por qué te han dejado solo.

Pero no estaba solo Epifanio. De la corteza gris de la llanura surgían, como el cogollo del maíz, cabezas pálidas, cuerpos enclenques, manos de esperma, piernas llagadas, pies hinchados de niguas. Los que había matado la perniciosa en Ortiz y en Parapara, los soldados asesinados en el presidio, don Casimiro Villena e infinidad de muertos desconocidos transformaban el peladero en tupido morichal y gritaban palabras que Sebastián no lograba entender.

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