Capítulo IX. Petra Socorro
El coronel Cubillos, jefe civil de Ortiz, estaba en Ortiz cumpliendo un castigo, o condena si se quiere. No de otra manera podía interpretarse que quien había sido en otro tiempo primera autoridad de una, floreciente población de los Andes, luego ayudante personal -entre amigo y espaldero de confianza- de uno de los hijos más mentados del general Gómez, viniera a parar a este pueblo en desintegración, expuesto a la picada ponzoñosa de los mosquitos que por igual embestían a gobernantes y a gobernados.
Hermelinda, la de la casa parroquial, lo averiguó todo, nadie supo cómo. Era cierto lo de la jefatura civil de los Andes, era cierto lo de la cercanía al hijo del general Gómez, también era cierto que su nombre sonaba ya como candidato a una presidencia de Estado, cuando Cubillos se cayó a tiros con otro tipo no menos coronel y no menos allegado a la cepa gomecista. Sobre los motivos y la ocasión de esos balazos, Hermelinda exponía dos versiones. Cubillos, según la una, pretendió cobrarle al otro una parada de dados que éste no reconocía, y la discusión violenta degeneró en revólveres desenfundados y en los disparos del cuento. No existieron tal parada de dados ni tal duelo a tiros, según la versión posterior, sino simplemente una brusca, arrebatada y generosa inclinación erótica de la querida de Cubillos hacia el otro sujeto.
El suceso, de esto sí no abrigaba Hermelinda la menor duda, fue que el otro apareció muerto en un arrabal de Maracay, con tres balazos en el cuerpo, disparados por el mismo revólver e igualmente mortales, dos en el abdomen y uno que le entró por la espalda y le perforó un pulmón. Fue un crimen misterioso que no reseñaron los periódicos ni dio quehacer a ningún juzgado. No obstante, todos comprendieron que el general Gómez había obtenido un fidedigno relato de los acontecimientos, porque a los pocos días Cubillos fue detenido, sin que le valieran su coronelato ni sus amistades poderosas, y enviado con grillos y sin consideración alguna a un castillo junto al mar. Se necesitaron la intervención acuciosa del hijo de Gómez y las gestiones repetidas de otras personas influyentes para que el viejo dictador, al cabo de varios meses, se ablandara.
– Bueno -dijo a los amigos de Cubillos-. No solamente lo voy a sacar de la cárcel sino que también lo voy a nombrar jefe civil.
Y, en efecto, lo designó jefe civil de Ortiz. Jefe civil de cuatro casas derrumbadas, de una ciénaga verdosa y de un puñado de hombres medio fantasmas. Lo cual no era obstáculo para que, cuantas veces oía mencionar el nombre de Gómez, el coronel Cubillos interviniese con un entusiasmo y una convicción irrefrenables:
– ¿El general Gómez? Ese es el hombre más bueno del mundo.
Pero, a pesar de esas efusiones y de los cohetes que hacía estallar el 19 de diciembre, se percibía a simple vista que el coronel Cubillos no permanecía muy a gusto en aquel pueblo, y que un sordo rencor le corroía las entrañas. Miraba a todos torcidamente, como si anduviera buscando a alguien en quien vengarse del menguado destino que lo condujo a aquel moridero.
Era harto difícil encontrar en Ortiz un ser humano apropiado para descargar sobre sus espaldas aquel encono soterrado. ¿Ladrones? No había ladrones en tan desamparada soledad; nadie disponía de ánimos para cuidar la propiedad, ni tampoco para robarla. Se cerraban la tienda, la bodega y algunas casas al anochecer, era la costumbre, pero bien podrían haberse dejado abiertas que ningún llagado, ningún estremecido de escalofríos, se habría levantado del chinchorro para tomar lo que no le pertenecía. ¿Reyertas? Tampoco había reyertas en Ortiz, ni estaban jamás en trance de irse a los puños aquellos hombres a quienes los anquilostomos habían desgastado la voluntad y el vigor. Se recordaba apenas la ocasión en que Pascual, el carpintero, le hizo una herida diminuta y honda con el punzón a un forastero borracho que se metió en su casa gritando palabras soeces delante de las mujeres. Pero ni la herida fue grave, ni había llegado todavía al pueblo el coronel Cubillos. ¿Política? Eso, muchísimo menos. Las conversaciones inconformes de Cartaya, la señorita Berenice, Carmen Rosa y Sebastián no trascendían un metro más allá de los helechos de la casa villenera. En cuanto al resto de la población, ni siquiera sabía qué cosa era la política.
Al coronel Cubillos no le quedaba otro recurso sino el de acallar su encrespado resentimiento y estarse hora entera, a la puerta de la Jefatura, sentado a horcajadas en una silla de cuero, con el foete entre las piernas y la faja con revólver asomando por el liquiliqui entreabierto, viendo pasar de cuando en cuando a un hombre macilento que arrastraba los pies, a una mujer harapienta con una lata de agua sobre los hombros, a un niño desnudo y terroso, como recién moldeado en barro. Así seguiría, meses, años enteros, hasta que por cualquier circunstancia imprevista lo llamaran de Maracay, cosa muy poco probable porque el general Gómez tenía una maravillosa memoria para olvidarse de la gente; o hasta que lo picara un mosquito envenenado y ¡adiós, coronel Cubillos!
Lo que no pasó nunca por la mente de Hermelinda, ni de ningún otro, fue que, a la hora de hallar el coronel Cubillos alguien en quien volcar el agresivo sedimento de sus odios, ese alguien habría de ser Pericote. El campante Pericote, con su cuatro y sus corridos, sus desfachatados chistes obscenos y sus ingenuas serenatas, jamás quiso verle a la vida el lado amargo, ni aun cuando la vida lo trató con ensañada dureza. Se le murieron de paludismo la madre y los dos hermanos, le pegó a él mismo una fiebre que lo dejó tembleque por mucho tiempo y, sin embargo, Pericote seguía cantando frente a aquellas ventanas arruinadas y mirando las piernas de las mujeres más de lo conveniente.
Justamente una mujer le trajo, sin querer, la desgracia. Porque Pericote tenía una mujercita, de nombre Petra Socorro, con quien vivía, no en una de las imponentes casas derrumbadas del centro de Ortiz, sino en un rancho de bahareque que se alzaba solitario en un descampado de las afueras. Petra Socorro había sido prostituta en El Sombrero y llegó a Ortiz, sin duda mal informada, con el propósito de ejercer su profesión. Bajó un mediodía cualquiera de un camión caminero, toda pintarrajeada y sonando pulseras de latón, haciéndose un lío con un racimo de naranjas y la petaca donde cargaba la ropa. Al cabo de una semana estaba viviendo con Pericote, en el rancho de bahareque, sin que nadie se enterase de cómo se conocieron ni de qué hablaron. Pero la verdad fue que Petra Socorro no volvió a embadurnarse la cara con coloretes extraños, ni volteaba a ver a los hombres que pasaban frente a la casa. En cuanto a Pericote, seguía tocando el cuatro hasta medianoche, seguía dando serenatas, pero ya no se quedaba mirando a las mujeres con la impertinencia de antaño.
La desventura tuvo su origen en aquel instante aciago, cuando el coronel Cubillos pasó a caballo por el descampado y divisó a Petra Socorro pilando maíz a la puerta del rancho. La muchacha había recobrado su color y sus modales campesinos. Al pilar, alzaba y bajaba los brazos graciosamente y le temblaban los senos menudos bajo la tela del túnico y se le movían las caderas y las nalgas a un ritmo de baile primitivo y tosco. Una sortija de piedra barata, vidrio pintado en vez de piedra, único residuo de su antigua condición, le brillaba en un dedo moreno y regordete. El coronel Cubillos detuvo el caballo y ella detuvo el oficio. Se miraron un instante. Después Petra Socorro se pasó el dorso de la mano por la frente sudada, volvió a su sitio las greñas que le caían en tropel y prosiguió su faena sin desviar los ojos hacia el hombre a caballo que la observaba desde el tranquero.
– ¿Quién es esa mujercita del rancho de bahareque? -preguntó Cubillos a Juan de Dios, ya de regreso en la Jefatura.
– Una putica de El Sombrero, coronel -respondió el policía-. Ahora vive con Pericote.
El coronel Cubillos fue a sentarse calmosamente en su silla de cuero, con el foete entre las piernas y la faja con revólver asomando por el liquiliqui entreabierto. Dio tiempo a que Juan de Dios desensillara el caballo y luego lo llamó para ordenarle:
– Anda a casa de la mujercita esa y dile que voy a pasar la noche con ella. Que me espere a las ocho.
Pero ya Petra Socorro no era la putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote. Cuando Juan de Dios llegó con el recado del jefe civil, lo mandó pasar adelante muy respetuosa, muy asustada, y le contestó:
– Dígale al coronel que lo siento mucho, que se lo agradezco mucho, pero que yo tengo mi hombre.
No se atrevió a contarle lo sucedido a Pericote. ¿Para qué? Solamente lograría exponerlo a una imprudencia, él que tomaba tragos con cualquiera y hablaba hasta por los codos con el primero que se topaba. Además, aquello no iba a pasar de ahí, ella estaba segura, ¡Jesús del Gran Poder!
Pero el coronel Cubillos no se resignó. Volvió Juan de Dios a visitarla con un regalito, unas varas de tela floreada que Petra Socorro se negó a recibir, otra vez entre timideces y excusas. Y una semana más tarde, el sábado en la noche, mientras se oía a distancia la voz desgañitada de Pericote cantando un corrido en la bodega de Epifanio, irrumpió el jefe civil en persona en el rancho de bahareque.
– Vengo a pasar la noche contigo -dijo autoritariamente.
– Ya le mandé a decir con Juan de Dios, coronel, que lo sentía mucho, que me daba mucha pena, que no podía -respondió la muchacha casi llorando.
– ¡No hables pendejadas! -insistió Cubillos agarrándola de un brazo-. Ni vengas a echártelas de mosquita muerta conmigo. ¡Vamos, a quitarse la ropa!
Pero Petra Socorro, que ya no era la putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote, se zafó como una lagartija de la mano que la oprimía, se escurrió como la voz gris del humo por la puerta del rancho y echó a correr hacia lo oscuro del monte, descalza como estaba, saltando por encima de las tunas y los peñascos.
Asomado a la plaza por una de las ventanas de la Jefatura sin volver el rostro, el coronel Cubillos dejó caer estas palabras:
– ¿Tú no crees, Juan de Dios, que ese Pericote que anda cantando canciones a medianoche puede muy bien ser un hombre peligroso, un enemigo del gobierno?
Juan de Dios estaba ahí, en el interior del salón, a pocos centímetros de un busto dorado del general Gómez. Y no necesitaba más para comprender. Ni se molestó en responder la pregunta de su jefe. Gruñó una aquiescencia ininteligible y salió del recinto de la Jefatura como una sombra. El coronel Cubillos, que no lo sintió marchar, se absorbió definitivamente en la contemplación de las trinitarias que se enredaban a los samanes de la plaza.