El camión tomó pesadamente el rumbo de la calle real, esquivando baches y peñascos. La cabeza absorta de Carmen Rosa asomaba al nivel del entablado. Sus ojos veían desfilar las familiares casas en escombros: la de dos pisos, como tronchada por el mandoble de un gigante; la de los blancos frisos anidados de plantas salvajes en los boquerones de las grietas; la de la hermosa puerta de cedro que sólo conducía a un corralón arenoso y huraño; la de las ventanas cortadas como la mandíbula de una calavera rota; la de las altas paredes llagadas como las piernas de los hombres; la del árbol plantado en la sala, la del árbol que había roto, al crecer, las vigas endebles del techo y cuyas ramas irrumpían a la calle por entre los barrotes de la ventana colonial.
En aquel mediodía caliente y sordo se percibía más hondamente la yerma desolación de Ortiz, el sobrecogedor mensaje de sus despojos. No transitaba un ser humano por las calles, ni se refugiaba tampoco entre los muros desgarrados de las casas, cual si todos hubiesen escapado aterrados ante el estallido de un cataclismo, ante la maldición de un dios cruel. Apenas, desde un rancho miserable, llegaba el estertor de un hombre que sudaba su fiebre agarrotado entre los hilos sucios de su chinchorro. A su alrededor volaban sosegadamente las moscas, moscas verdes, gordas, relucientes, único destello de acción, única revelación de vida entre los terrones de las casas muertas.
Cuando el camión pasó frente a la última pared tumbada y enfiló hacia la sabana parda, dijo doña Carmelita:
– ¡Qué espanto, Dios mío!
– ¡Qué espanto! -respondió Carmen Rosa.
– ¡Qué espanto! -repitió Olegario.
Rupert, el trinitario, aceleró el camión y canturreó una canción de su isla:
Sofia went to Maracaibo
¡Bye, bye, Sofia!