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Capítulo III. La señorita Berenice

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Cuando Carmen Rosa nació ya Ortiz había comenzado a desplomarse. Entre ruinas dio sus primeros pasos y ante sus ojos infantiles fueron surgiendo nuevas ruinas. Aquella casa de dos pisos, frente a la plaza, no estaba todavía tumbada cuando Carmen Rosa hizo su primera comunión. Se derrumbó más tarde, cuando sus dueños la abandonaron y vinieron unos hombres desde San Juan a llevarse las tejas y las puertas. Carmen Rosa recordaba las sólidas puertas de oscura madera y las aldabas formadas por monstruos de metal con cuellos de serpientes en cuyos vientres de cabras se engarzaban las pesadas argollas.

Era una de sus travesuras favoritas hacer sonar las grotescas aldabas cuando regresaba con Marta de la escuela. Marta le tenía miedo al ruido bronco del golpe, le tenía miedo a las horribles quimeras de las aldabas, y a los dueños de la casa cuando la casa tuvo dueños y a los fantasmas de la casa cuando los dueños la deshabitaron. Pero tenía que quedarse en su sitio, porque también le daba miedo echar a correr, mientras Carmen Rosa tomaba con ambas manos aquellos feroces demonios de bronce y los dejaba caer una y otra vez sobre las chapas de metal de la puerta.

El recinto de la escuela era el corredor de la casa de la señorita Berenice, ocupado por tres largos bancos sin espaldar, la mesa de la maestra y un viejo pizarrón que la señorita Berenice encharolaba todos los años. Era una escuela de niñas. Las alumnas no pasaban de veinte en aquellos tiempos, pero muy rara vez asistieron todas juntas a clases. Siempre sucedía lo mismo:

– Manda a decir misia Socorro que Elenita no puede venir hoy porque está con calentura.

– Que la niña Lucinda no se pudo levantar hoy de la cama.

La que no se enfermaba nunca era Carmen Rosa. Y como, por añadidura, era la única que prestaba real atención a las cosas que la señorita Berenice decía, alguien hubiera podido pensar que la maestra dictaba las clases exclusivamente para ella.

– Como tú eres la consentida… -se lamentaba Marta, o Elenita o cualquier otra.

Y Carmen Rosa sonreía sin concederle importancia al dicho. Si ella gozaba el privilegio de venir diariamente a clase era porque el paludismo no le hacía arder la sangre; si podía estudiar en la casa era porque el anquilostomo no le había roído la voluntad. Y le sobraban fuerzas para saltar por sobre las hierbas que asomaban entre las grietas de las aceras y para encaramarse a las matas de guayaba y para nadar en el río y para lanzar piedras a los pájaros, como los varones.

Una vez fue con los varones y con Marta hasta el cementerio viejo. Marta, naturalmente, temblando de miedo se negó a acompañarlos. Pero Carmen Rosa le infundió ánimo, y como estaba con ellas la figura guardiana de Olegario, Marta concluyó por arrostrar la aventura.

Era preciso abandonar el camino y atravesar una siembra de frijoles para divisar la tapia del cementerio abandonado. Ya no existía el portal. La propia tapia se había derrumbado en muchos sitios, pero la trabazón de los bejucos, las pencas superpuestas de las tunas, los troncos y las ramas de los cujíes, ocultaban las tumbas. Olegario usó el machete y abrió una pequeña trocha para que pasaran las niñas. Ya los varones se habían escurrido por entre las lianas como cabras y uno de ellos, tenía que ser Panchito, se había trepado al mausoleo más alto y desde allá arriba silbaba imitando el canto de los turpiales.

Carmen Rosa estaba maravillada. Aquel había sido, sin duda alguna, el cementerio de la gente rica de Ortiz, cuando Ortiz fue flor de los Llanos y capital del Estado Guárico. Del mar de plantas ásperas surgían, aquí y allá, las grandes masas blancas de las tumbas. Había una de más de cinco metros de altura cuyo tope se alzaba como torre de piedra por encima de la ramazón del cují más crecido. Por el suelo, tiradas, cual si un ventarrón las hubiera arrancado de su base, yacían cuatro enormes copas truncas. Otra gran tumba remataba en una cruz de hierro, y colgante de un brazo de la cruz, se mantenía una corona. Era una corona de metal, con florecillas negras hechas de una pasta vidriada que inexplicablemente había resistido al tiempo y a los rigores de aquel descampado. Pero no se leían nombres ni inscripciones en ninguna de las tumbas. Carmen Rosa y los otros buscaron afanosamente una palabra escrita, un apellido, una fecha, pero no los hallaron. Era un cementerio anónimo, impersonal, tanto que la ausencia absoluta de caracteres hacía sospechar por un instante que ahí no estaba enterrado nadie y que aquel era apenas un antiguo y desamparado modelo ornamental de cementerio.

Los pasos infantiles resonaron largo rato, en diversas direcciones, sobre las hojas secas y resecas que cubrían el suelo. Eran hojas de varios veranos, desde la recién caída, hasta la que ya era parte de la tierra, tierra misma. Los detuvo la pared del fondo, que no era propiamente una pared sino una múltiple tumba vertical, agujereada de bóvedas. Panchito introdujo la mano derecha, el brazo entero, por una de aquellas oquedades y, despertando el grito entusiasta de sus compañeros, extrajo una calavera.

Carmen Rosa inició un gesto de desagrado. No tenía todavía un concepto definido de la muerte, pero no le caía en gracia la muerte, como no le caían en gracia el dolor, ni el llanto, ni la melancolía. Martica, por su parte, rompió a llorar, aterrada. Olegario gruñó una reprimenda:

– ¡Ah, muchacha más zoqueta!

Pero Panchito sepultó nuevamente la calavera en el negro boquete que la anidada y se acercó a consolar a la afligida:

– Si yo hubiera sabido que te ibas a poner a llorar, no la saco. Pero ¿sabes? Ese hombre se murió hace como cien años. A lo mejor no era ningún hombre sino un araguato. ¿Tú no has oído decir que los araguatos tienen los huesos igualitos a los hombres? Además, Martita, te pones muy fea, cuando lloras. Y a mí no me gusta verte fea.

Este último argumento resultó tal vez el más poderoso. Martica dejó de llorar, enjugó las dos últimas lágrimas con el extremo de la manga de su vestido y esbozó una tenue y confiada sonrisa.

Para aquel entonces Panchito tenía once años y Martica no pasaba de ocho.

8

El padre de Carmen Rosa estaba vivo. Estuvo vivo mucho tiempo, sin estarlo. Antes de «la tragedia», que así decían todos en el pueblo al referirse al suceso que mató en vida al señor Villena, el padre de Carmen Rosa fue uno de los hombres más importantes de Ortiz, tal vez el más importante en la balanza del respeto público. El señor Cartaya se le había repetido muchas veces:

– Tu padre era un hombre recto como el tronco del tamarindo. Y trabajaba como no ha trabajado jamás nadie en este país de zánganos. Aunque nació muchos años después que yo, la verdad es que yo lo trataba con la consideración que se debe a los mayores.

Pero no era solamente el señor Cartaya. Carmen Rosa oía hablar en todas partes de su padre como si estuviera muerto, aunque en realidad seguía estando vivo y comiendo con ellos en la misma mesa y paseándose al despuntar la mañana por entre las matas del jardín. Y en todas partes elogiaban por igual su extinta laboriosidad infatigable, su extinto corazón frente a la vida, su extinta lucidez de pensamiento.

Su padre había sido agricultor, ganadero, comerciante. Tuvo una hacienda, entre Ortiz y San Francisco de Tiznados, de café y tabaco. Dentro de la hacienda estaba el hato, con cincuenta vacas lecheras. A Carmen Rosa la llevaron una vez a la hacienda, cuando tuvo la tos ferina. Pero sólo le quedaron dos recuerdos gratos: el bucare florecido que moteaba la grana el anchuroso verdor del cafetal y el llanto afanoso de los becerros en demanda de la ubre. Lo demás fue ahogarse de tos entre las faldas de su madre.

Además de la hacienda y el hato, don Casimiro Villena tenía el almacén de Ortiz, «La Espuela de Plata. Detal de Licores», encajado en un ángulo de la casa con puertas hacia la calle lateral y hacia la plaza Las Mercedes. Aquí y allá se prodigaba con singular diligencia. Se levantaba de madrugada, montaba el caballo ensillado por Olegario y llegaba al hato con el amanecer, a vigilar el ordeño de las vacas, a cooperar en el ordeño con sus propias manos. Llevaba él mismo las cuentas de la hacienda y sabía exactamente el número de matas, dónde estaban sembradas, cuánto producían en cada cosecha. Iba hasta Villa de Cura en mula, a negociar los productos de la hacienda y a comprar mercancías para «La Espuela de Plata». Despachaba tras el mostrador, cuando estaba en la casa, quitándole el puesto a Olegario.

– ¡Medio de manteca, don Casimiro! -y servía la manteca.

– ¡Dos torcos, don Casimiro! -y llenaba los vasitos de torco.

– ¡Una vara de zaraza, don Casimiro! -y medía la vara de zaraza.

Y cuando no había nada que hacer en la tienda, o era domingo, don Casimiro desclavaba cajones, fabricaba taburetes y repisas, curaba el moquillo a las gallinas o desarmaba un despertador maltrecho para hacerlo marchar de nuevo.

Carmen Rosa recordaba solamente las postreras manifestaciones de aquella permanente, febril actividad, de aquel siempre estar haciendo algo útil que delineaba la imagen de su padre, no como la de un ser humano con debilidades y desfallecimientos, sino como la de una operante maquinaria con apariencia de hombre.

Después sobrevino «la tragedia». La tragedia se produjo durante la peste española, al concluir la guerra europea. Sobre aquel pobre pueblo llanero, ya devastado por el paludismo y la hematuria, ya terrón seco y ponedero de plagas, cayó la peste como zamuro sobre un animal en agonía. Murieron muchos orticeños, cinco por día, siete por día, y fueron enterrados quién sabe dónde y quién sabe por quién. Otros, familias enteras, huyeron despavoridos, dejando la casa, los enseres, las matas del patio, el perro. Desde entonces adquirió definitivamente Ortiz ese atormentado aspecto de aldea abandonada de ciudad aniquilada por un cataclismo, de misterioso escenario de una historia de aparecidos.

Don Casimiro Villena cayó enfermo. La peste lo derribó con una fiebre que iba más allá del límite previsto por los termómetros. Su piel quemaba a quienes la tocaban, como las piedras de un fogón encendido. A las pocas horas de aquella ininterrumpida combustión interior, don Casimiro comenzó a delirar, a balbucir frases incoherentes, a relatar episodios que nunca habían sucedido, a ver fantasmas en los rincones del cuarto.

– ¡Déjame en paz, alma de Julián Carabaño, déjame en paz!

Incluso voceaba palabras soeces que doña Carmelita jamás había escuchado antes y que oía entonces sin entenderlas, sacudida de espanto, acurrucada en el mecedor de esterilla y encomendándose a las ánimas del purgatorio.

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