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Tanto o más le debía la mujer al jardín. Sembrar aquellas matas, vigilar amorosamente su crecimiento y florecer con ellas cuando ellas florecían, fue el sistema que Carmen Rosa ideó, desde muy niña, para abstraerse de la marejada de ruina y lamentaciones que sepultaba lenta y fatalmente a Ortiz bajo sus aguas turbias. Aquel largo corredor de ladrillos que daba vuelta al patio, aquel claustro con pórtico de trinitarias y relieves de helechos, eran su mundo y su destino. Desde ese sitio había visto transcurrir tardes, meses, años, toda su adolescencia, oyendo el canto de los cardenales y de los turpiales, respirando el aroma de las flores y el olor de las plantas recién mojadas por la lluvia. Y ella creía con firmeza -¿cómo podría ser de otra manera?- que solamente su presencia en aquel pequeño cosmos vegetal del cual formaba parte, su contacto constante con el verde pulmón del patio, le había permitido crecer y subsistir, no abatida por fiebres y úlceras como los habitantes del pueblo, sino fresca y lozana como la ramazón del cotoperí.

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El patio era diferente después de la muerte de Sebastián. Las lágrimas habían retornado a los ojos de Carmen Rosa y la silueta altanera del tamarindo le llegaba difuminada, como cuando la enturbiaba el aguacero. Aquel tamarindo de duro tronco era el árbol más viejo del patio y también el más recio. Ella creyó que Sebastián era invulnerable como el tamarindo, que jamás el viento de la muerte lograría derribarlo. Y ahora no acertaba a comprender exactamente cómo había sucedido todo aquello, cómo el pecho fuerte y el espíritu indócil se hallaban anclados bajo la tierra y el gamelote del cementerio, al igual que los cuerpos enclenques y las almas mansas de tantos otros.

En el interior de la tienda trajinaba doña Carmelita. Escuchaba su ir y venir detrás del mostrador, cambiando de sitio frascos y botellas, abriendo y cerrando gavetas. Sabía que su madre realizaba aquellos movimientos maquinalmente, con el pequeño corazón estremecido por el dolor de la hija, debatiéndose entre el ansia de venir a murmurarle frases de consuelo y la certeza de que esas frases de nada servirían. La tienda ocupaba un amplio salón de la casa, situada justamente en la esquina de la manzana, con dos puertas hacia la calle lateral y otra hacia la plaza de Las Mercedes.

– ¡Medio kilo de café, doña Carmelita! -chilló una voz infantil y Carmen Rosa reconoció la de Nicanor, el monaguillo que decía «Amén» en el cementerio.

Después llegaron dos o tres mujeres que hablaban en voz baja y respetuosa. Hasta el corredor trascendió apenas el rumor de esas voces, la resonancia del trajín de doña Carmelita, el tintineo de las monedas y el sonido amortiguado de los pasos que entraron y salieron de la tienda.

Así fue atracando la tarde en el patio, haciendo más oscuro el verde del cotoperí y apagando el aliento caliente del resol. Por la puerta del fondo entró Olegario con el burro. A lomos del animal venía del río el barril con el agua. Olegario lo descargó al pie del tinajero, como todos los días, y se acercó tímidamente, dándole vueltas al sombrero entre las manos torpes, para decir:

– Buenas tardes, niña Carmen Rosa. La acompaño en su sentimiento.

En ese instante sonaron de nuevo las campanas. Era el toque de oración pero Carmen Rosa se sobresaltó porque no había sentido correr las horas, ni apercibido la llegada del atardecer. En el vano de la puerta que unía el salón de la tienda con el corredor de la casa se dibujó la silueta de doña Carmelita.

– ¡El Angel del Señor anunció a María! -dijo.

Y Carmen Rosa respondió, como todas las tardes:

– Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo.

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