Capítulo II. La rosa de los Llanos
Aquella noche Carmen Rosa permaneció muchas horas inmóvil, a la luz de la lámpara que doña Carmelita había traído consigo. Las sombras borraron el color de las flores y el perfil de las matas, destacándose solas contra el cielo las ruinas de la casa vecina. Había sido una casa de dos pisos y las vigas rotas del alto apuntaban por sobre de las ramas de los árboles como extrañas quillas de barcos náufragos. Una casa muerta, entre mil casas muertas, mascullando el mensaje desesperado de una época desaparecida.
Todos en el pueblo hablaban de esa época. Los abuelos que la habían vivido, los padres que presenciaron su hundimiento, los hijos levantados entre relatos y añoranzas. Nunca, en ningún sitio, se vivió del pasado como en aquel pueblo del Llano. Hacia adelante no esperaban sino la fiebre, la muerte y el gamelote del cementerio. Hacia atrás era diferente. Los jóvenes de ojos hundidos y piernas llagadas envidiaban a los viejos el haber sido realmente jóvenes alguna vez.
Carmen Rosa había prestado siempre más atención que nadie a aquellas historias de un ayer alucinante. Cuando niña no empleó su imaginación en crear un mundo donde las muñecas son seres vivos, la tortuguita un ogro y el arrendajo un príncipe que espanta a las brujas con su canción. Eso quedaba para su hermana Marta que se ponía a llorar cuando a Titina, la muñeca, le daba calentura. Pero Carmen Rosa Prefería reconstruir a Ortiz, levantar los muros derruidos, resucitar a los muertos, poblar las casas deshabitadas y celebrar grandes bailes en «La Nuñera», con orquesta de siete músicos y farolitos de papel pintado.
Y como a todos los viejos les deleitaba hablar del pasado, como ya no vivían sino para hablar del pasado, a Carmen Rosa le resultaba faena sencilla recoger evocaciones aquí y allá -un personaje, un decorado, un episodio, una canción- para reedificar con ellas una imagen viva de la ciudad muerta. Hermelinda la de la casa parroquial, la señorita Berenice la maestra de escuela, el descreído señor Cartaya, hasta Epifanio el de la bodega, tan gruñón y tan de pocas palabras, todos murmuraban más o menos lo mismo al ver asomar a Carmen Rosa:
– Ya viene esa muchachita con su curiosidad y su preguntadera.
Pero no les desagradaba, naturalmente que no les desagradaba, oírla indagar por las cosas de ayer y mucho menos verla escuchar subyugada cuanto le referían, verdad o mentira, y reír cuando valía la pena hacerlo y enjugarse dos lágrimas cuando era triste lo que había acontecido tantos años atrás. Más aún, si pasaban tres días y Carmen Rosa no aparecía en la casa parroquial ni en la bodega, ni en el oscuro caserón del señor Cartaya, eran los viejos quienes se trasladaban a su casa con cualquier pretexto y la reconvenían:
– ¿Has estado enferma, muchacha? -preguntaba Cartaya.
– Te fastidiaste de mis historias? -rezongaba Epifanio.
– ¿No estás enamorada? -insinuaba Hermelinda.
Hermelinda, la de la casa parroquial, formaba parte indivisible de la iglesia, como el San Rafael que estaba al lado del altar mayor, o como la piedra rústica del bautisterio, o como las flores de papel blanco con lunares de moscas que rendían homenaje a la imagen de la Virgen del Carmen. Hermelinda había nacido en una casa cercana al templo, sólido templo de construcción que en construcción quedóse para siempre. Desde muy pequeña había pasado a vivir en la casa parroquial. Primero como niña recogida por la mano caritativa del padre Franceschini, para ir a los mandados y regar las matas del patio; luego, con el padre Tinedo, como empleada para todos los oficios, cocinar, lavar, aplanchar, barrer la casa y cuidar de la iglesia; ahora, con el padre Pernía, como disponedora de todas las cosas prácticas, suerte de ama de llaves, archivo de las vidas y de las muertes de todos los habitantes del pueblo. De los tres curas para quienes había servido, mucho más de los dos primeros que del último, hablaba Hermelinda sin parar cuando Carmen Rosa acudía a visitarla. Había tenido Ortiz otros curas, había trabajado también Hermelinda para ellos, pero jamás desfilaron por sus evocaciones ni mencionaba sus nombres.
– No ha pasado por este pueblo un hombre más inteligente, ni más bueno, ni más sabio que el padre Franceschini -decía-. Era un santo y era testarudo como todos los santos. No quiso nunca nacionalizarse venezolano porque le parecía que dejar de ser italiano era renegar de algo que había nacido con él. Y el padre Franceschini nunca renegó de nada. Aunque sabía que nacionalizarse venezolano, con todo lo que él tenía por dentro, significaba llegar a ser obispo…
Y comenzaba a narrar las fiestas religiosas que el padre Franceschini organizaba, justamente cuanto Carmen Rosa deseaba porque al conjuro de ese relato se iba levantando Ortiz de sus escombros.
– ¡Qué procesiones, mi hijita, qué procesiones! Para la Semana Santa venía gente desde muy lejos, desde Calabozo, desde La Pascua, sin contar los de Parapara, San Sebastián y El Sombrero que se la pasaban metidos aquí. Figúrate que Ortiz tenía dos parroquias y dos jefes civiles y dos curas. Y el Viernes Santo se desprendía la Virgen de los Dolores desde Santa Rosa, tomaba después por la calle real, iba hasta Las Mercedes y volvía a Santa Rosa por otras calles, acompañando al Santo Sepulcro, al paso de una música triste de tambor y flauta, seguida por una colmena de mujeres con velas encendidas, hombres de liquiliqui y muchachos haciendo travesuras…
Era poblar las ruinas. El padre Franceschini, con el musical acento italiano, derramaba un sermón elocuente desde el púlpito de Santa Rosa y prometía, después de hacer llorar a sus feligreses con la pasión de Cristo, convertir aquella iglesia en una de las más bellas de la provincia venezolana. Los altares estallaban de flores cortadas en los jardines de Ortiz y la Virgen del Carmen no se resignaba a las flores blancas de papel con lunares de moscas sino que al pie de su imagen terminaban de abrirse las mejores rosas del pueblo. Damas de crinolina y trajes de encajo susurraban una oración o escondían una sonrisa detrás del abanico de marfil. Carmen Rosa guardaba una fotografía de la abuela, que el sepia del tiempo hacía más evocadora, ensayando un paso de minuet. ¡Minuet en Ortiz, Santo Dios!
Pero luego Hermelinda dejaba de hablar del padre Franceschini y comenzaba Ortiz a derrumbarse. Llegó la fiebre amarilla en el 90. En seguida aparecieron el paludismo, la hematuria, el hambre y la úlcera. Se esfumaron los airosos contornos del padre Franceschini. La espléndida iglesia quedó a medio construir, desnudos los ladrillos de las paredes, arcos sin puertas, ventanas sin hojas.
– Vinieron muchos curas, mi hijita, pero ninguno soportó esto. Hasta que un Domingo de Ramos, montado en un burro como Jesús, llegó el padre Tinedo y se quedó con nosotros. Ése sí era otro hombre. Muy distinto al padre Franceschini, es verdad, pero otro hombre. ¡Dios lo haya perdonado!
Y sonreía siempre al nombrarlo. Porque el padre Tinedo no había tenido ni la prestancia, ni la cultura, ni la elocuencia, ni el abolengo del padre Franceschini. Era simplemente un hombre del pueblo con una sotana encima y el hormigueo del corazón por dentro.
– Hasta tomaba aguardiente -refunfuñaba Hermelinda-. Cuando yo le reclamaba, me respondía que lo hacía para espantar las enfermedades, que el alcohol era un gran desinfectante, que su olor auyentaba a los mosquitos malignos. Pero la verdad, mi hijita, era que tomaba porque le guataba mucho.
Fue realmente un gran bebedor el padre Tinedo. Epifanio, el de la bodega, le despachaba la primera yerbabuena -«Dame mi yerbabuenita, Epifanio…»- cuando apenas había concluido sus oraciones matinales. Y entre yerbabuena y yerbabuena se le pasaban las horas del día y algunas de las de la noche. A la casa parroquial lo trajeron en vilo uno que otro sábado, cuando la yerbabuena podía más que él.
– Pero era muy bueno, mi hijita. No hubo casa con calentura o con hambre, aquí en Ortiz o en las afueras, donde no se apareciera el padre Tinedo, con sus tragos encima, dispuesto a dar lo que tuviera. Primero daba lo suyo y después lo de la Virgen del Carmen y lo del templo, y lo que le cayera en la mano. Decía que la Virgen no necesitaba velas, ni la iglesia que la terminaran, ni Santa Rosa procesión, mientras se estuvieran muriendo como moscas los prójimos. Y sacaba lo poco que caía en los cepillos de los santos para comprar quinina y leche condensada. ¡Dios lo haya perdonado!
Además, la gracia llanera del padre Tinedo no se dejó desmantelar por el turbión de desgracias. Su buen humor, agudizado por el espíritu de las yerbabuenas, logró sobrevivir no obstante que sobre sus débiles espaldas se derrumbó la ciudad y hubo tres días de recitar siete «De profundis» en el cementerio.
– Una vez -refería Hermelinda- estaba diciendo un sermón contra el egoísmo. ¡Ay, mi hijita!, y con la iglesia llena de beatas, delante de las señoritas viejas más decentes de Ortiz, lo terminó de esta manera: «Y esto del egoísmo lo he dicho también por ustedes, que nada le dieron a Dios, ni tampoco le dieron al diablo. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén»… Y se bajó del púlpito. ¡Dios lo haya perdonado!
El señor Cartaya no veía el pasado de Ortiz a través de sus curas. Por el contrario, con todos ellos había tenido argumentos porque el señor Cartaya fue federalista en su adolescencia, liberal y crespista luego, masón siempre. Aún ahora, viejo y vacilante como andaba por el estrecho corredor oscuro de Vargas Vila que eran los únicos supervivientes de su biblioteca librepensadora.
A Carmen Rosa le placía particularmente la charla del señor Cartaya porque ninguno como él evocaba el fausto de otros tiempos. Había sido también músico de la banda, porque el Ortiz remoto tuvo banda y el señor Cartaya tocaba entonces la flauta bajo los robles de la plaza, como también la tocaba en la orquesta que regía los grandes bailes, y la hacía llorar en la procesión de la Dolorosa o estallar de pasodobles en las tardes de toros coleados.
A la casa del señor Cartaya se le había caído la mitad, no obstante haber sido en su origen una sólida construcción española de dos pisos, vigas de dura fibra, calicanto y ladrillos bien cocidos. Ahora lucía como seccionada por el mandoble de un gigante, como esas casas belgas partidas por los cañones alemanes que Carmen Rosa había visto en las postales aliadas de 1917. No es que fuera la casa de Cartaya porque éste la hubiera comprado o heredado, sino que pasó a ocuparla graciosamente cuando sus dueños la abandonaron y empezaron a poblarla los lagartijos y a espinarla los ñaragatos. A Cartaya se le nublaron los ojos. En aquella casa había tocado la flauta con toda el alma juvenil aventada en las notas del vals, confundido en la orquesta, mientras Isabel Teresa, rubia e hija de godos, educada en Caracas por monjas francesas, apenas se enteró de la existencia de un músico liberal y masón que casi desfallecía mientras tocaba la flauta y la miraba. Al poco tiempo se casó con el general Pulido y se marchó para siempre de Ortiz. Pero al pobre Cartaya le quedó aquel recuerdo, el de una sonrisa que le concedió Isabel Teresa, el de una mirada de los insólitos ojos verdes de Isabel Teresa, punzándole el corazón con la saña del ñaragato. Por eso ocupó la casa cuando ya nadie quiso habitarla, la limpió de sabandijas y de plantas salvajes y decidió esperar en ella la muerte, solterón y solo, fumando sus tabaquitos de a locha y adivinando su Renan con ojos ya cansinos. Hasta que llegó Carmen Rosa a preguntarle por los tiempos viejos.