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Capítulo VI. Pecado mortal

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Regresó Sebastián a Ortiz el domingo anunciado, y el otro y todos los domingos que siguieron. La primera visita a la casa de las Villena la hizo llevado por Panchito y Celestino. Pero, al segundo domingo, Celestino atisbó una mirada de Carmen Rosa al forastero, una mirada entre asustada y curiosa, entre maliciosa y tierna, y ya no volvió con ellos a contemplar las corolas rosadas de las pascuas del patio, ni a conversar trivialidades junto al pretil de los helechos. Tampoco volvió a aparecer Celestino por la tienda los días de labor, cuando Carmen Rosa estaba sola tras el mostrador, abatida por el bochorno espeso del mediodía. Ni le trajo más pájaros de ofrenda, ni pasó más al atardecer frente a su ventana, ni estuvo más de plantón en la plaza de Las Mercedes. Largo y triste como los faroles de las esquinas se le veía ahora tan sólo a la puerta de la bodega de Epifanio, medio oyendo hablar a los otros, medio sonriendo cuando Pericote contaba una historia bellaca de fornicaciones y equívocos.

La presencia de Sebastián fue para Carmen Rosa el punto de partida de una extraña transformación en su manera de ver las cosas, de ver a los otros seres, de verse a sí misma. No cuando la ascendieron a Hija de María, ni cuando la madre la llamó aparte para explicarle «Carmen Rosa, desde hoy tú eres una mujer», ni cuando leyó un libro de la señorita Berenice que le hizo entrever el misterio de la vida humana, sino ahora, a los dieciocho años, en la proximidad de este hombre moreno y atlético, impulsivo y valiente, comprendió Carmen Rosa que ya había dejado de ser la muchacheja que golpeaba las aldabas de los portones y le tiraba piedras al indio Cuchicuchi.

Al principio, ni ella misma se dio cuenta. Llegaba Sebastián con Panchito, el domingo, después de la misa, cuando ella y Martica tenían aún las andaluzas puestas y los rosarios entre las manos. Y se sentaban los cuatro a hablar de los temas más diversos: de las frutas que les agradaba comer, de las pintas y de las mañas de los caballos, de cómo se moría la gente en los Llanos, de la lejana e inaccesible Caracas, del aún más inaccesible mar.

Sólo Sebastián había visto el mar. Se había bañado en sus aguas verdes y espumosas, una vez que estuvo en Turiamo.

– ¿Es muy lindo, verdad? -preguntaba Carmen Rosa.

– Lindo precisamente no es. Es como la sabana, pero de agua. Da un poco de miedo cuando uno se queda solo con él. Y se nada más fácil que en el río.

Panchito refería entonces una historia de piratas y marineros que había leído en una novela de Salgari. Y Martica lo miraba arrobada, vistiéndolo de Sandokán con los ojos.

Pero después, tres o cuatro domingos más tarde, observó Carmen Rosa que Sebastián no captaba el sentido de sus palabras cuando ella hablaba, que estaba mirándola más que oyéndola, que andaba buscando con los ojos algo más ligado a ella misma que las palabras que pronunciaba.

– Qué bonitos los pañuelos que nos trajo el domingo pasado, Sebastián.

– Me alegro, me alegro -respondía él, ausente del contenido de la frase que ella había dicho, demasiado presente en la raíz de su voz.

Y observó también que, desde el lunes, ella comenzaba a contar los días al dictado de una nómina arbitraria: «Faltan cinco días para el domingo, faltan cuatro para el domingo, faltan tres para el domingo, faltan dos para el domingo, mañana es domingo, domingo».

Un domingo no llegó Sebastián a Ortiz. Carmen Rosa estuvo esperando hasta el mediodía, con la andaluza puesta y el rosario entre las manos, simulando que libraba de hojas secas a las matas del patio. Panchito y Marta no le concedieron importancia al hecho.

– Como que no viene Sebastián hoy -se limitó a decir Panchito-. Seguramente hay gallos buenos en Parapara.

Y Martica mirando a Carmen Rosa con sorna:

– O no lo dejó venir la novia.

Para Carmen Rosa aquella ausencia era signo de oscuros presentimientos. «Está enfermo», tuvo la certeza de ello y lo imaginó tumbado por la fiebre, solo y abandonado en una casa sin gente y sin jardín. La invadió una congoja maternal, un angustioso afán de estar a su lado y secarle el sudor de la frente con el pañuelo que él le había regalado.

«Hay gallos en Parapara», pensó luego. ¿De dónde sacaba ella que estaba enfermo? No había venido por salvaje, por contemplar una vez más la escena sangrienta de dos gallos matándose en un patio de tierra, entre gritos aguardentosos y amagos de reyerta. Se sintió distante y distinta de Sebastián, ese gallero indigno de su amistad, ese repugnante jugador empedernido.

«No lo dejó venir la novia». Recordó la broma de Martica. ¿Y si no fuera una broma? ¿Si existiera realmente la novia o la querida? ¿Si era una mujer quien le había prohibido volver los domingos a Ortiz? Aquello la desasosegó más que el temor a que estuviese enfermo. La acometieron, como cuando niña, injustificados deseos de echarse a llorar. Y entonces comprendió que estaba irremediablemente enamorada.

Cerca del mediodía se oyeron los pasos de un caballo en las piedras de la calle. Carmen Rosa levantó ansiosos los ojos de las flores de los capachos. Pero no era el caballo de Sebastián sino otro cualquiera que pasó de largo, rumbo a quién sabe dónde.

«Está enfermo». «Se quedó jugando a los gallos». «No lo dejó venir la novia». Volvieron a turnarse en su mente las tres hipótesis y a determinar sucesivamente tres estados de espíritu distintos entre sí pero síntomas los tres de la misma realidad.

En el curso de la semana -«faltan cuatro días para el domingo», «faltan dos días para el domingo», «mañana es domingo»- Carmen Rosa se prometió seis veces a sí misma no preguntar a Sebastián el motivo de su ausencia, aparentar incluso que no había advertido esa ausencia. Por otra parte, él no tenía ninguna obligación de venir, con nadie se había comprometido a venir. Tal vez no volvería más, quizás había decidido suprimir aquellos largos paseos a caballo hasta Ortiz, tan cansones, tan sin objeto.

Pero el domingo, al salir de la misa, lo primero que vio Carmen Rosa, lo único que vio, fue a Sebastián parado en la puerta de la iglesia. Marcharon caminando juntos hasta la casa, como el día en que se conocieron. Ellos dos en pareja, retrasándose insensiblemente de Panchito y Marta que caminaban al frente.

– No pude venir el domingo pasado -explicó Sebastián sin que ella le preguntase nada-. Se murió con la hematuria un compadre mío y tuve que velarlo y enterrarlo.

Carmen Rosa no respondió aunque se sintió invadida de un inmenso júbilo. No había existido la enfermedad, ni se quedó jugando gallos, ni lo retuvo una mujer.

– ¿Notó mi ausencia? -preguntó él.

Carmen Rosa tembló. Había olvidado su preparada indiferencia y presentía, se lo anunciaban oleadas de su sangre, lo que Sebastián iba a decir después.

– ¿Por qué no me responde? -insistió él-. Para mí fue algo terrible pasar un domingo sin verla.

La muchacha seguía caminando sin contestar, sin levantar los ojos de los yerbajos que emergían de las aceras rotas. En la esquina lejana cruzaron Panchito y Marta.

– Yo estoy profundamente enamorado de usted, Carmen Rosa.

Ella se detuvo un instante. Sabía lo que Sebastián iba a decir y, sin embargo, le entró por los oídos hasta el corazón, hasta la pulpa de su carne, como una brisa caliente y húmeda.

Pero continuó callada caminando a su lado. Tampoco habló más Sebastián hasta la puerta de la casa. Ahí se detuvo ella y se quedó mirándolo de frente, cuatro, cinco segundos, con un candil de estremecida ternura en el jagüey de los ojos.

Y entraron en la casa.

17

Tres meses más tarde se casaron Panchito y Marta. Ahora Sebastián venía todos los domingos a Ortiz, no sin motivo preciso, no porque lo trajera la querencia del caballo, sino porque lo esperaba el amor de Carmen Rosa y lo conducía el rumbo ineludible de su propio corazón. Ahora no charlaban los cuatro juntos en los corredores de la casa villenera, no hablaban con Panchito del mar, ni discutían con Marta de los trascendentales preparativos de la boda. Ahora Sebastián y Carmen Rosa se sentaban horas enteras a la sombra del cotoperí, a decirse mil veces lo mismo y a compartir besos fugaces cuando doña Carmelita no andaba por todo aquello y Marta y Panchito les estaban dando la espalda.

La víspera del matrimonio llegó Sebastián a Ortiz. Se quedó a dormir en la casa del señor Cartaya, de quien se había hecho amigo desde que se conocieron y el señor Cartaya le preguntó:

– Siempre lo veo por los lados de la iglesia, ¿usted como que es muy devoto de Santa Rosa?

Y Sebastián le respondió sin pensarlo mucho.

– De Santa Rosa no. De Carmen Rosa.

El matrimonio se celebró el domingo en la tarde y acudió todo el pueblo, como a las procesiones de la patrona. Estaba linda la novia con aquel velo blanco de muselina barata y aquella coronita de azahares auténticos, no azahares de cera sino azahares de un limonero, todo aderezado por las manos blancas de la señorita Berenice. Panchito, en cambio, se sentía ridículo, estrambótico, privado de su desparpajo bajo la férula de aquel traje de casimir azul que había encargado a un sastre de San Juan y aquel cuello tieso que le arañaba el pescuezo y la maldita corbata que apretaba más de la cuenta.

Primero los casó, en nombre de la ley y en presencia del coronel Cubillos, el presidente del Concejo Municipal. Después los casó el padre Pernía, en la iglesia. En el momento de declararlos unidos para siempre rompió a rumiar el viejo órgano una marcha nupcial que trastabillaba lamentablemente porque la señorita Berenice la había olvidado de tanto no tocarla. Lloró de emoción Martica, lloró doña Carmelita, y también algunas mujeres del público que aprovecharon el instante solemne para llorar a sus muertos.

En la casa villenera ya estaba la mesa puesta, una larga mesa que trajo el cura de la sacristía, cubierta por un gran mantel formado por cinco manteles corrientes que Carmen Rosa había pespunteado. Sobre la mesa relucían los vasos de casquillo, la jarra de agua, las botellas de ron y la olla de mistela con un cucharón adentro.

Carmen Rosa había decorado el extenso corredor. Entre pilar y pilar colgaban bambalinas de papel de seda de encendidos colores. Estrellas y rosas rojas del mismo papel, cortadas con tijeras y pegadas con engrudo, salpicaban las paredes. Del pretil de los helechos se desprendían faralás verdes y negros rematados en flecos. A todos agradó en extremo la ornamentación, menos al señor Cartaya que gruñó como siempre:

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