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– Niña, echaste a perder el patio con esos guilindajos.

La fiesta duró hasta la noche. Sentadas en sillas toscas de altas patas y estrecho asiento, formando zócalo multicolor contra la pared del corredor, estaban las muchachas del pueblo, las amigas de Marta y Carmen Rosa, las discípulas de la señorita Berenice, las Hijas de María, vestidas en colores chillones, cuchicheando entre ellas, riendo más alto que de costumbre bajo el calorcillo de la mistela. Alrededor de la mesa se agrupaban los hombres, se servían los vasos de ron y hacían chistes a costa del cuello que agobiaba a Panchito. El coronel Cubillos, cordial contra su costumbre y ligeramente achispado, comentaba bajo el tamarindo:

– ¡Cónfiro, qué novia más bonita se lleva ese condenado!

Epifanio afinaba el arpa al fondo del corredor, en espera de Pericote con el cuatro y del mejor maraquero de Parapara, que Sebastián había traído consigo. Llegaron luego ambos, de la mesa donde el ron los detenía, y la música saltarina del «Zumba que zumba» se extendió por el patio, se enredó entre las hojas oblongas del tamarindo, sacudió los estambres henchidos de las cayenas y se echó a volar por la noche llanera.

Zumba que zumba

no me gustan las cagüeñas,

zumba que zumba

porque tocan mucho piano,

zumba que zumba

me gustan las guariqueñas,

zumba que zumba

porque me aprietan la mano.

Zamba que zumba

ah malhaya quien tuviera,

zumba que zumba medio millón en dinero,

zumba que zumba para botarlo viajando, zumba que zumba

entre La Villa y Turmero.

Nadie supo cuándo escaparon Panchito y Marta. Pero al notar su ausencia, una por una, se despidieron las invitadas. Doña Carmelita, extenuada por el ajetreo y la emoción del día, se retiró a su cuarto con dolor de cabeza y hondos suspiros. Finalmente se marcharon los hombres. El jefe civil llevaba una borrachera silenciosa y hosca, un brillo siniestro en los ojos mongoles. Pericote y el maraquero hablaban de seguir la parranda y dar serenatas. Carmen Rosa y Sebastián quedaron, sin darse cuenta, solos en el corredor, entre flores de papel caídas y la luz fatigada de las lámparas.

Él la tomó de la mano y caminaron juntos, como siempre lo hacían, hasta el tronco del cotoperí. Pero esta vez era de noche, una noche sin estrellas, y el segundo piso a medio derrumbar de la casa vecina se desdibujaba en la penumbra. Sebastián le ciñó el talle y le buscó la boca para el beso. Pero fue un beso diferente a todos los anteriores, incalculablemente más largo, más intenso, más hondo. Carmen Rosa sintió correr por las venas una llamita más viva que el líquido espeso y picante de la mistela y subir por los muslos una dulce fogata jamás presentida.

El mechón negro de Sebastián se confundía con su propio pelo. En el ancho pecho de Sebastián latía con acelerada resonancia el corazón y ella escuchaba esos latidos como si formaran parte de su propio pulso. Una mano de Sebastián subió lentamente desde su cintura, se detuvo un instante sobre sus hombros y bajó luego por entre su corpiño hasta quedarse quieta, caliente y temblorosa, sobre uno de sus senos. Era como estar desnuda en medio del campo. Una mezcla maravillosa de miedo, pudor y deleite le nubló la mirada.

No se explicaba después Carmen Rosa de dónde sacó fuerzas para librarse bruscamente de los brazos de Sebastián, de la boca de Sebastián, del corazón desbocado de Sebastián. Ni cómo logró crear aquel impulso que la separó de él cuando todo su cuerpo no deseaba otra cosa sino quedarse ahí, quemándose bajo la caricia de sus manos.

– No, ¡por favor! -dijo y le tapó los labios con el revés de la mano.

Permanecieron algunos minutos en silencio. En una casa lejana ladró un perro. Más lejos aún se escuchaba la voz zafia de Pericote martillando un corrido. Finalmente, Sebastián dijo:

– ¿Me guardas rencor, Carmen Rosa?

– No -respondió simplemente ella con temerosa suavidad.

Y le dio el último beso de la noche. Pero éste fue como los de antes, precavido, fugaz, espantadizo.

18

Al despertar pensó en el beso bajo las ramas oscuras del cotoperí, bajo la noche sin estrellas, y la invadió nuevamente una sensación de abandono en el cauce de la sangre y de fogata que le subía por los muslos.

– ¿De dónde saqué fuerzas para rechazar a Sebastián, Dios mío?

Por cierto que tendría que confesarse, contarle aquella escena al padre Pernía.

– ¡Qué vergüenza, Santa Rosa, qué vergüenza!

El padre Pernía la escuchó con grave atención, la ayudó a salir del atolladero cuando llegó a lo más escabroso del relato, a la mano sobre el seno desnudo. Como cuando la historia del arcángel del Purgatorio, el padre Pernía le preguntó:

– ¿Y te gustó, hija?

– Me gustó demasiado, padre. Y lo peor es que me sigue gustando pensar en eso, revivirlo con la imaginación.

– Desde que te conozco, hija, y te conozco desde que tienes uso de razón, es la primera vez que me confiesas un pecado mortal, un verdadero pecado mortal. Y le puso por penitencia, tal vez por vez primera, un rosario completo. No vuelvas a hacerlo. No solamente porque es pecado mortal, sino porque no te conviene.

Y le puso por penitencia, también por primera vez, un rosario completo.

No obstante, una vez concluidas las letanías, el padre Pernía se le acercó a hablarle. Tal vez pensaba el cura que había sido demasiado seco para con ella. Se le notaba el afán de aparecer cordial, de demostrarle que no le había perdido estima por el pecado que había cometido.

– Mándame con Olegario unas flores de tu jardín, para Santa Rosa. Mira cómo está el altar de la pobrecita, sin una cayena.

Y luego:

– Santa Rosa cuenta contigo porque tú siempre te has ocupado de ella más que nadie en este pueblo.

Cuando se marchaba, la acompañó hasta la puerta del templo.

– Saludos a doña Carmelita. Que la felicito una vez más por el matrimonio de Marta. Y no te olvides de las flores.

El diálogo con Sebastián fue muy diferente. El domingo, una vez que el padre Pernía se enteró de que ya Sebastián había llegado a Ortiz, lo mandó llamar con Hermelinda.

– ¿Qué quiere conmigo, padre? -preguntó sorprendido Sebastián cuando observó cómo el cura cerraba con llave la puerta de la casa parroquial. Habían quedado los dos solos en un recinto oloroso a cera, a incienso, a harina y a flores marchitas.

– ¿Tú te piensas casar con Carmen Rosa? -preguntó Pernía sin preámbulos.

– Naturalmente -respondió Sebastián desconcertado.

– Pues me alegro. Pero tengo que advertirte una cosa. El padre de esa muchacha está enfermo. Tampoco tiene hermanos que den la cara por ella. Sin embargo…

– Están demás esas palabras -interrumpió Sebastián-. Ya le dije que me pienso casar con ella.

– Nunca está demás un por si acaso -continuó impasible el cura, sin darse por enterado del tono cortante que Sebastián había empleado-. Y yo quería advertirte que si por una casualidad no son ésas tus intenciones, yo estoy dispuesto a quitarme la sotana y a meterte cuatro tiros.

Empalideció Sebastián. Nada lo soliviantaba tanto como una amenaza. No obstante, calibró rápidamente el propósito del padre Pernía, y se contuvo.

– No por sus cuatro tiros, sino porque así lo he resuelto yo desde hace tiempo, me casaré con Carmen Rosa -se limitó a decir en el mismo tono cortante.

El cura le tendió la mano y Sebastián la estrechó con firmeza. Pernía aguantó el apretón sosteniéndole la mirada. Comprendió entonces Sebastián que la promesa de los cuatro tiros había sido formulada con la inquebrantable decisión de cumplirla.

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