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Finalmente salieron las hermanas de la iglesia. La tarde comenzaba a oscurecer y los faroles de carburo habían sido encendidos prematuramente en honor a Santa Rosa. De la bodega de Epifanio llegaba el rasgueo del cuatro, el agua clara del arpa y la voz sabanera de Pericote:

Crespo salió a perseguirlo

con muchísima ambición.

Pensando que era melao

se le volvió papelón.

Se le volvió papelón,

y en el pueblo de Acarigua

ahí fue el primer encontrón,

ahí fue donde el Mocho dijo:

– Come arepa y chicharrón.

Come arepa y chicharrón

y salieron pa Cojedes

gobierno y revolución…

Al pie del farol de la esquina estaba el grupo esperándolas. Panchito se adelantó a hacer las presentaciones.

– Quiero que conozcan a estos dos amigos de Parapara -dijo.

Las muchachas y los forasteros pronunciaron sus nombres en forma poco inteligible al estrecharse las manos. Pero Carmen Rosa y Sebastián chocaron inmediatamente.

– ¿Usted es de Parapara de Ortiz? -preguntó ella.

– No hay Parapara de Ortiz -respondió él secamente-. Hay Parapara de Parapara.

Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos, un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre las poblaciones vecinas.

Panchito, con ánimo de apagar la escaramuza, habló nuevamente de la riña de gallos, del hazañoso triunfo del zambo, del berrinche del coronel Cubillos.

– Odio las peleas de gallo -dijo Carmen Rosa y volvió a chocar con Sebastián.

– ¿Por qué? -preguntó éste.

– Porque son una salvajada, un crimen contra esos pobres animales.

– Mayor crimen es torcerle el pescuezo a las infelices gallinas para comérselas -gruñó Sebastián.

Y no volvieron a hablar entre sí, aunque cruzaron juntos la plaza y el grupo entero llegó hasta la puerta de la casa de las Villena. Apenas, al despedirse, dejó caer ella las palabras de rigor:

– He tenido mucho gusto en conocerlo.

Y Sebastián respondió:

– Hasta mañana, Carmen Rosa.

Como si su nombre fuera para él una expresión familiar, como si fuese él un viejo amigo que la visitase todos los días.

15

A la mañana siguiente, ya de polainas para el regreso a Parapara, fue Sebastián a «La Espuela de Plata». No encontró sola a Carmen Rosa, como tal vez hubiera deseado, como se veía que hubiera deseado. Tras el mostrador, junto a ella, estaba doña Carmelita. Una mujer compraba quinina y relataba innumerables penalidades. Un chiquillo de hinchado abdomen y pies deformes gritaba con voz desagradable:

– ¡Una botella de querosén y mi ñapa!

Fue presentado a doña Carmelita, escuchó pacientemente el lastimoso relato de la mujer que compraba quinina y compró él a su vez cigarrillos, en un esfuerzo por justificar su presencia, no obstante que llevaba en el bolsillo un paquete sin abrir.

Carmen Rosa reparó en su nerviosidad y le preguntó sonreída:

– ¿Cuándo regresa a Parapara de Parapara?

– Ahora mismo estoy saliendo para Parapara de Ortiz -contestó Sebastián en el mismo tono-. Vine a decirle adiós.

Carmen Rosa recordaba más tarde que le había estrechado la mano más tiempo de lo conveniente y que ella se había visto obligada a retirarla suave pero firmemente para cortar aquel saludo que se prolongaba demasiado.

– ¿No vino también su primo? -preguntó ella.

– Se quedó en la bodega de Epifanio comprando cosas -y Carmen Rosa observó que estaba mintiendo y que para mentir necesitaba violentar su naturaleza.

No hablaron más. En realidad, no tenían otra cosa de que hablar. Sebastián ofreció sus servicios a doña Carmelita «para cualquier cosa que se le ofreciera en Parapara». Estrechó de nuevo la mano a Carmen Rosa e hizo volver a su sitio el negro mechón rebelde de la frente antes de cubrirse con el pelo de guama.

– Volveré el domingo -dijo desde la puerta.

Antes se habían marchado la mujer de las lamentaciones y el muchacho del querosén. Madre e hija quedaron en silencio.

– Qué hombre tan buen mozo -dijo de repente doña Carmelita.

Carmen Rosa se estremeció sobresaltada. Era ésa precisamente, con idénticas palabras, la frase que estaba diciendo mentalmente en aquel instante.

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