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– Yo no entiendo esa locura tuya -decía al borde del llanto la señorita Berenice-. Una muchacha inteligente como tú, bonita como tú, buena como tú, ¿qué va a buscar en ese laberinto de hombres medio desnudos gritando malas palabras, de mujeres perdidas bebiendo aguardiente? Quédate conmigo en la escuela dando clases…

– ¿Dándole clases a quién, señorita Berenice? ¿Quiere que le cuente con los dedos los niños de este pueblo? Cuatro muchachos barrigones, cuatro muchachos con llagas, cuatro muchachos descalzos, cuatro muchachos enfermos. Es todo lo que nos queda…

El señor Cartaya no participaba en el coro de las reconvenciones. Por el contrario, cuando se hallaba a solas con Carmen Rosa, le daba la razón:

– Vete, hija, a los campos petroleros, a la selva, a la Sierra Nevada de Mérida, a la séptima paila del infierno, pero no te quedes aquí de sepulturera que ese no es oficio para ti. No importa que en ese lugar donde tú quieres irte los hombres digan malas palabras, que delante de ti no las dirán. Ni que haya mujeres perdidas, que dejarán de serlo cuando tú las estés mirando.

Carmen Rosa sonrió. No había vuelto a sonreír desde aquella tarde desventurada, cuando supo que Sebastián iba a morir. Y ahora, al escuchar las palabras de Cartaya, Sebastián había muerto, ¡quién lo creyera!, hacía ocho semanas, diez semanas tal vez.

37

Olegario bajaba trastos y víveres de los estantes, los extendía sobre el mostrador o sobre los ladrillos del piso. El señor Cartaya examinaba las cosas, las señalaba con el índice al contarlas en voz alta y luego dictaba el resultado a Carmen Rosa que escribía en un viejo cuaderno. Era un cuaderno de cuando ella asistía a la escuela, aparecido inesperadamente en un baúl, en cuyas páginas se leían frases animadas por una candorosa fragancia de evocaciones: «Paseábase un día una zorra a lo largo de un camino cuando halló en el suelo una careta de hombre». Y en otro sitio: «El conjunto de huesos que forma la armadura de nuestro cuerpo se llama esqueleto». Carmen Rosa no se atrevió a arrancar aquellas hojas sino que las dobló cuidadosamente y comenzó a escribir, con la letra garbosa heredada de la señorita Berenice, en la página donde los oxidados ganchos de metal señalaban el nacimiento de la segunda mitad del cuaderno.

Estaban realizando un inventario de «La Espuela de Plata» y el señor Cartaya llevaba la voz cantante en el pobre recuento:

– Dos piezas de zaraza floreada -dictaba.

– Diez panelas de jabón amarillo.

– Tres pares de alpargatas negras número cinco. Cuatro pares número cuatro. Un par número seis… Y sobra una alpargata sola, como para vendérsela a un mocho.

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete sombreros de cogollo.

– Una docena de franelas y tres franelas más.

– Dos chinchorros.

– Aquí hay una caja de velas por la mitad. Quedan todavía, déjame ver, ocho, nueve paquetes.

– ¿Y eso qué es? ¡Ah, sí, cinta! Apunta: dos rollos de cinta, uno rosado y otro verde.

Llegaron al tramo más bajo del estante, donde estaban las bebidas al alcance de la mano del dependiente, al nivel de la frente de los bebedores. El señor Cartaya contaba y enumeraba: «Cuatro botellas de ron, seis de anisado, tres de cocuy». Y los frascos bocones multicolores: «Un frasco de torco, otro de yerbabuena por la mitad, otro de malojillo, otro de ponsigué».

Todo quedó asentado en el cuaderno de Carmen Rosa: las gaseosas de metra atravesada en el cuello de la botella, las ristras de ajo que enguirnaldaban las vigas del techo, las palanganas de diversos tamaños, el querosén y el carburo. No era la misma «Espuela de Plata», floreciente y surtida que fundó don Casimiro, pero algo restaba entre las escorias de la antigua bonanza. Inclusive artículos ya sin demanda: un corset de mujer, tres frascos de un desacreditado depurativo para la sangre, estampitas del olvidado Cristo de Limpias.

El inventario fue interrumpido por la llegada de un hombre con un envoltorio en la mano. Era Pascual, el carpintero, a quien Carmen Rosa no veía desde el día del entierro de Sebastián. Había envejecido ostensiblemente en tan corto tiempo.

– ¿Qué quieres? -le preguntó.

Pero Pascual no venía a comprar nada, sino a vender seis huevos de gallina que traía envueltos en un pañuelo blanco.

– Le dejo los seis por un real, niña Carmen Rosa -dijo con voz lastimera.

Carmen Rosa no los necesitaba. Por el contrario, en la tienda había huevos, puestos por las gallinas de la casa, y nadie acudía a comprarlos. No obstante, trascendía tal imploración de la voz y los ademanes del hombre, que respondió:

– Está bien, déjalos.

Recibió los huevos y pagó lo que Pascual le pedía.

Pero éste no se marchó. Tomó la moneda entre las manos, la miró unos segundos fijamente y luego dijo:

– Ahora déme un real de quinina, niña…

38

Olegario hizo un viaje a San Juan de los Morros, con el propósito de vender el burro, las gallinas y la casa, y de contratar un camión que los transportara a Oriente con los cachivaches de la tienda. Vendió el burro y las gallinas, sí, pero por la casa nadie ofreció un centavo. «La mejor casa de Ortiz -decía- en todo el centro del pueblo, con cuartos grandes, un patio lleno de flores, se le vende por lo que usted diga.» Pero ninguno dijo nada. Apenas: «¿Comprar una casa en Ortiz? ¿Usted cree que yo estoy loco?» Los altos techos, los espaciosos corredores de ladrillo, las arrogantes ventanas, con torneados barrotes de madera, las habitaciones resonantes y profundas, el jardín apretado de verdes y salpicado de flores, el anchuroso zaguán de lajas pulidas donde huesitos de ganado dibujaban las iniciales del constructor, todo aquello no valía un centavo si estaba plantado en Ortiz porque estar en Ortiz significaba sentencia de derrumbamiento. Carmen Rosa escuchó sin inmutarse el acongojado relato de Olegario y se limitó a decir a la señorita Berenice:

– Quédese usted con la casa. Así tendrá más espacio para la escuela.

Y luego, comprendiendo que ya la escuela deshabitada no necesitaba espacio:

– La casa no vale nada, señorita Berenice. Pero me causa dolor abandonar las matas del patio para que se las trague el monte, para que las tumbe el viento. Solamente usted me las puede salvar.

Estaba lista para la partida. Sólo le faltaba, ¡más vale que no llegara!, el momento de las despedidas. Decir adiós como desgarrándose la mitad de sí misma a la vieja iglesia de Santa Rosa, a la poza de Plaza Vieja, a las trinitarias de su jardín, a los bancos de la escuela, a los robles y al Bolívar de la Plaza, a la tumba de Sebastián, al señor Cartaya, al padre Pernía, a Marta y a Panchito, a la señorita Berenice, a Celestino.

A Celestino volvió a verlo en aquellos días. Salía ella del Cementerio, como todas las tardes, después de dejarle a Sebastián las más hermosas clavellinas de su patio. En la lejanía, silueta desvaída sobre el muro gredoso de la última casa del pueblo, divisó a Celestino. La estaba esperando, más rama de árbol seco que figura de hombre, los ojos más desolados que nunca.

– Buenas tardes, Carmen Rosa.

– Buenas tardes, Celestino.

Y se puso a caminar a su lado, graduando las zancadas para adaptarse al paso menudo y lento de la muchacha.

– ¿Es verdad que te vas de Ortiz?

– Sí. Me voy con mamá y Olegario.

– ¿Es verdad que te vas a Oriente?

– Sí. Nos vamos a Oriente.

Siguieron caminando vacilosos hasta la puerta de «La Espuela de Plata». Ella iba pensando una vez más en el viaje, del cual hablaba con tan serena firmeza, sin dejar vislumbrar su escondido temor al incierto destino. Celestino iba pensando en Carmen Rosa, que se marchaba de Ortiz, a quien jamás volvería a ver. Un rictus como de llanto le contraía los rasgos. Pero tampoco le dijo nada esa vez, esa última vez. No tuvo valor para enfrentarse a lo que ella, sin duda alguna, le respondería: que no lo quería, que no podría llegar a quererlo nunca.

– Buenas tardes, Carmen Rosa.

– Buenas tardes, Celestino.

Y en tres trancos se borró de su vista. Para siempre.

39

Un día de agosto abandonaron las casas muertas. Olegario había contratado el camión en San Juan y el vehículo se hallaba estacionado a la puerta de «La Espuela de Plata» desde la noche anterior. Lo manejaba su propietario, un negro trinitario de nombre Rupert, que también marchaba a Oriente en busca del petróleo. Habían proyectado salir de madrugada para que el sol del mediodía los alcanzara lejos, llano adentro. Pero Carmen Rosa echó una mirada al interior del camión embadurnado de excrementos de gallina, esterado de manchas de barro y semillas secas de mango.

– Hay que lavar esto -dijo.

Y Olegario invirtió toda la mañana en asear el tinglado del camión, balde de agua sobre balde de agua, utilizando por última vez la vieja escoba deshilachada de la casa villenera. El trinitario lo miraba trabajar con ojos socarrones, cruzado de brazos junto a la ventana, tarareando entre dientes pícaras canciones de su isla:

Sofia went to the sea to bath.

Why, why, Sofia?

Sobre los listones del entarimado, ahora relucientes y húmedos, situaron los cajones que contenían las mercancía de «La Espuela de Plata» dejando un rincón libre para los tres pasajeros. Esa vez el trinitario si metió el hombro, junto con Olegario y Panchito. El cura y el viejo Cartaya, también presentes, observaban los preparativos, el ir y venir de los hombres cargando cosas, sin decir una palabra. Al padre le escocía un extraño impulso de subir a la torre de su iglesia a tocar tristemente las campanas, como cuando se moría un niño en el pueblo.

Al mediodía partieron. A la puerta de la tienda quedaron, silenciosamente huraños y afligidos, el cura y Cartaya, la señorita Berenice, Panchito y Marta embarazada. Frente a la casa, presenciando inmóviles el ajetreo de los viajeros, habían permanecido largo rato tres hombres llagados. Eran tres habitantes de los escasos que le restaban a Ortiz y Carmen Rosa conocía bien sus nombres: Pedro Esteban, Moncho, Evaristo. En cuanto a las llagas, eran el distintivo humillante de la gente de aquella región. ¿Quién no tenía llagas en Ortiz? Los débiles tejidos desnutridos, la sangre vuelta agua por el parásito del paludismo y envenenada por la ponzoña del anquilostomo, la piel sin defensa a merced de los microbios, no soportaban rasguño, o magulladura sin que éstos se convirtieran en úlcera babosa y maloliente, en gelatinoso costurón repugnante. Aquellos tres hombres, Pedro Esteban con el pantalón arremangado y una purulenta rosa abierta entre la ceniza amarilla del yodoformo, Moncho con el tendón del pie izquierdo desflecado por una herida honda y contumaz, Evaristo con la pierna deforme y tumefacta, eran los supervivientes maltrechos de la inacabable tormenta de fiebre y de miseria, de encarnizada fatalidad, que había arrasado la hermosa ciudad de Ortiz. Carmen Rosa los miró por última vez, con compungido amor de hermana, cuando ellos dejaron un instante de contemplarse las llagas para agitar las manos y gritarle: «¡Buen viaje!».

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