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En la tarde lo trajo preso. Pericote, que se había sorprendido enormemente al escuchar la voz de arresto, agotó todas sus reservas de asombro cuando oyó decir a Juan de Dios, cuadrado militarmente frente al jefe civil:

– Aquí le traigo a este hombre, coronel, que se la pasa hablando mal del general Gómez.

– ¿Quién? ¿Yo? -rezongó Pericote con voz de idiota.

– Sí, coronel -insistió Juan de Dios dirigiéndose a Cubillos y sin quebrantar la postura de «firme»-. Yo lo vengo vigilando desde hace tiempo.

– ¡Mentira! ¡Todo eso es mentira! -gritó enfurecido Pericote, al comprender súbitamente el peligro que estaba corriendo. Y saltó sobre Juan de Dios con la intención de asirlo por la abotonadura del saco, de hacerle tragar las infames palabras.

Pero el coronel Cubillos se interpuso con el revólver en la mano:

– No le falte el respeto a la autoridad porque agrava su situación.

Y a Juan de Dios:

– Páselo al calabozo.

Pretendió protestar y debatirse de nuevo Pericote. Pero ya el secretario y el otro policía habían acudido a los gritos. Entre los cuatro lo metieron a empellones en el viejo calabozo olvidado, abandonado inclusive por las ratas, hediondo a tumba y a polvo de estiércol. El crujir del cerrojo oxidado ahogó sus voces:

– ¡Mentira! ¡Todo es mentira! ¡Yo no he dicho nada!

La noticia se regó en pocos minutos por el pueblo, sin necesidad de que interviniera Hermelinda en difundirla. Más tarde se supo también que lo enviarían a Palenque, a la carretera. En todas las casas las mujeres murmuraban «¡pobrecito!» y los hombre se mordisqueaban las uñas. Tan sólo el padre Pernía se atrevió a visitar a Cubillos en la Jefatura.

– Ya me imagino a lo que viene, padre -lo recibió el coronel parándolo en seco-. Y le aconsejo que se devuelva. Tengo pruebas de que ese hombre estaba tramando algo contra el gobierno y usted se compromete, como sacerdote y como ciudadano, si se pone a defenderlo.

Y le dio la espalda, sin aceptar réplica.

En cambio, al señor Cartaya tuvo que oírlo. El viejo masón se coló en la Jefatura cuando menos lo esperaba Cubillos renqueando y sin anunciarse, por una puerta del corral.

– Coronel Cubillos -comenzó sin saludar, tratando de evitar una reproducción de la frustrada gestión del cura-. He venido a hablarle de ese asunto de Pericote.

– Es inútil -respondió Cubillos cortante-. La acusación es muy grave y tenemos pruebas de que hablaba mal del general Gómez, y pruebas también de otras cosas peores.

– Pero usted sabe muy bien que eso es mentira -arguyó Cartaya sin inmutarse.

– ¿Se atreve usted a desmentirme a mí? ¿Sabe usted a lo que se está exponiendo? ¿No será usted cómplice del preso? -rugió Cubillos amenazante, dando sobre la mesa puñetazos salvajes que levantaban nubes de polvo y hacían saltar las hojas de papel.

Pero Cartaya continuó en impasible voz baja:

– Yo tengo setenta y cinco años y me voy a morir de un momento a otro. Hasta mejor sería que me muriera ahora mismo. Y tanto usted como yo sabemos que ese pobre muchacho, Pericote, ni es político, ni se ha metido jamás con el gobierno.

– ¡Salga inmediatamente de la Jefatura! -gritó Cubillos cárdeno de furia-. Y no lo mando preso a Palenque, junto con el otro vagabundo, porque usted está tan viejo y tan chorreado que es capaz de morirse en el camino.

No fue posible impedirlo. A la media luz de una madrugada seca, mientras cruzaban hacia el sur bandadas clamorosas de pájaros llaneros, metieron a Pericote en un camión que iba hacia Palenque. El vehículo había salido de Maracay, con su ración de presos, y se detuvo a la puerta de la Jefatura para incorporar al último del cupo. A Pericote lo sacaron de las tinieblas del calabozo, desgreñado y pálido, alucinado y hambriento. Ya no gastaba sus gritos en protestas inútiles. Juan de Dios y el otro policía lo subieron a la tarima del camión, alzándolo como un fardo.

– Adiós, Juan de Dios -fue lo único que dijo Pericote-. Que en la hora de la muerte te acuerdes de mí.

Arriba lo recibieron las risotadas de cuatro soldados y el gruñido de quince presos. En la acera de enfrente, con las uñas clavadas en los barrotes de madera de una ventana trunca, Petra Socorro, que ya no era la putica de El Sombrero sino la mujer de Pericote, lloraba desgarradoramente, como un animal golpeado.

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