El frío se extinguió al rato. En su lugar surgieron aletazos de calor cada vez más intensos, cada vez más frecuentes, cada vez más febriles. Celestino se despojó de la cobija, de la sábana, de los trapos todos que lo cubrían y comenzó a arder como una lámpara, encendido el rostro como la flor de la cayena, de arcilla los labios resecos, de espejo brillante las pupilas dilatadas. Breves globitos de sudor, que se hicieron poco a poco más amplios hasta unirse los unos a los otros en un solo sudor total, cubrieron la frente, las manos, el cuerpo entero de Celestino. Era un sudor a raudales que traspasaba las ropas, diseñaba manchones en el tejido del chinchorro y goteaba en el suelo como el rocío.
Después descendió la fiebre y Celestino experimentó una extraña, inesperada sensación de ternura, un injustificado bienestar de sentirse liviano y con vida, no obstante que le dolían los músculos de la espalda, las coyunturas de los brazos, los huesos de la cabeza.
También, lentamente, desaparecieron los dolores. Y Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se alzó del chinchorro y caminando en silencio, con la frente baja y los ojos cansados, volvió al trabajo que había dejado abandonado cuatro horas antes.
La salida de aguas arrojó sobre Ortiz y sobre Parapara, sobre todos los caseríos contiguos, una implacable marea de fiebre y muerte que amenazó con borrar para siempre el rastro de aquellos pueblos.
– ¡Qué perniciosa tan terrible! -decía el señor Cartaya-. Si no fuera porque aquí no queda gente, sería la más mortífera que hubiera visto Ortiz en toda su historia. Pero es que ya no encuentra a quien matar…
Encontraba a quien matar. Hombres ya enflaquecidos por el paludismo crónico, ya sepultados en un fatalismo indefenso, recibían en el cuero apergaminado el alfilerazo mortal del mosquito que escupía la perniciosa. Ésta no era la fiebre que bajaba a las pocas horas sino un continuo arder, día y noche, entre contorsiones y delirios.
– ¡Es la económica! -sollozaba una mujer aterrada al borde de un chinchorro.
Era, en efecto, «la económica», la que mataba en menos de cuatro días, sin dar tiempo a gastar en quinina, ni en curanderos, ni en médico, que tampoco había ya por esos lados.
Nada podían hacer Cartaya, ni el padre Pernía, ni Carmen Rosa, ni la señorita Berenice, ni Sebastián cuando estaba presente en Ortiz, frente al coro de alucinaciones y estertores, frente a los cuerpos que se consumían como leños en la penumbra de los ranchos.
– Entren para que lo vean. ¡Se va a carbonizar, Dios mío!
Al entrar hallaban a un hombre, o a una mujer, o a un niño, un rostro iluminado por el rosetón infernal de la fiebre, un pecho respirando a duras penas, unos ojos semicerrados como si eludieran el resplandor ausente del sol.
– ¡Es la económica! -asentía amargamente el señor Cartaya.
Y morían. Morían en la zona confusa que sucedía al delirio, entre desacoplados estremecimientos y un impotente, desesperado afán de atrapar un trago de aire que ya no llegaba a los pulmones.
Se fueron muchos de los pocos que quedaban vivos, inclusive Epifanio, el de la bodega. Epifanio se vanagloriaba a menudo:
– A mí nunca me ha pegado el paludismo. Ni me pega ya.
– Mi sangre le hace daño a los mosquitos.
– La plaga pasa de lejos sin saludarme.
Y así parecía realmente. Desaparecieron varias generaciones de orticeños, llegaron y se marcharon bandadas de insectos, entraron y salieron sesenta veces las lluvias, y Epifanio seguía en pie con sus sesenta años lozanos, barrigón y refunfuñante, despachando papeletas de quinina y velas de a medio en la bodega o tocando el arpa el día de Santa Rosa. No conocía más enfermedad que un dolor de cabeza que lo tumbaba de cuando en cuando y que él llamaba, «la jaqueca», para presumir de refinado.
Un día cayó Epifanio. El cura Pernía acudió a su llamado y lo encontró tumbado en la trastienda de la bodega, inmóvil sobre la tela tensa del catre, entre ristras de cebollas que colgaban del techo y el arpa que callaba agazapada en un rincón.
– Me fuñí, padre. Es la fiebre fría -masculló sombríamente.
Pernía puso su mano sobre la frente de mármol. Dentro del rostro pálido resaltaba el tinte violeta de los labios y atisbaban los ojos, los ojos taladrantes, acorralados, como pugnando por escapar de aquel incendiado navío de hielo.
– Es la fiebre fría, padre. Yo la conozco porque vi morirse con ella a la comadre Jacinta, a Encarnación Rodríguez, al sargento Romero. Y ahora me toca a mí.
Las palabras eran un soplo glacial, brisa de sierra, aire de ventisquero que batía sobre el dorso de la mano del cura. Epifanio soportaba el peso de las vigas del techo sobre las costillas y percibía la llegada de la muerte con certeros pasos de nieve.
Cuando aparecieron los otros, Epifanio había enmudecido. La hoguera fría en que se consumía le había quemado el don de la palabra, le había entumecido el movimiento de las manos. Apenas los ojos taladrantes seguían mirando a los que entraban, al perfil familiar del arpa, al caliente lustre de sol que se tendía inútil, inaccesible, sobre los ladrillos del aposento. Y al cabo, en brusca extinción, como se apagan las llamitas de las velas, se apagó también la mirada y un frío inexorable, esta vez el de la muerte, se extendió sobre el cuerpo de Epifanio.
Los hombres, sombras escuálidas, rostros cetrinos, pómulos aguzados, desfilaron frente al cadáver de Epifanio arrastrando los pasos con desesperanza de condenados a muerte. «Hoy Epifanio, mañana tú, luego yo, después el otro, todos somos apenas sangre caliente para la baba del mosquito que lleva la fiebre perniciosa en el espolón».
– Nos estamos quedando solos -dijo melancólicamente el padre Pernía.
– ¡Dios mío, haz un milagro! -gimió la señorita Berenice.
– Mándanos, al menos, un médico -gruñó el señor Cartaya.