LA LUZ El mar, la tierra, el cielo, el fuego, el viento, el mundo permanente en que vivimos, los astros remotísimos que casi nos suplican, que casi a veces son una mano que acaricia los ojos. Esa llegada de la luz que descansa en la frente. ¿De dónde llegas, de dónde vienes, amorosa forma que siento respirar, que siento como un pecho que encerrara una música, que siento como el rumor de unas arpas angélicas, ya casi cristalinas como el rumor de los mundos? ¿De dónde vienes, celeste túnica que con forma de rayo luminoso acaricias una frente que vive y sufre, que ama como lo vivo?; ¿de dónde tú, que tan pronto pareces el recuerdo de un fuego ardiente como el [hierro que señala, como te aplacas sobre la cansada existencia de una cabeza que te comprende? Tu roce sin gemido tu sonriente llegada como unos labios de arriba, el murmurar de tu secreto en el oído que espera, lastima o hace soñar como la pronunciación de un nombre que sólo pueden decir unos labios que brillan. Contemplando ahora mismo estos tiernos animalitos que giran por tierra alrededor, bañados por tu presencia o escala silenciosa, revelados a su existencia, guardados por la mudez en la que sólo se oye el batir de las sangres. Mirando esta nuestra propia piel, nuestro cuerpo visible porque tú lo revelas, luz que ignoro quién te envía, luz que llegas todavía como dicha por unos labios, con la forma de unos dientes o de un beso suplicado, con todavía el calor de una piel que nos ama. Dime, dime quién es, quién me llama, quién me dice, quién clama, dime qué es este envío remotísimo que suplica, qué llanto a veces escucho cuando eres sólo una lágrima. Oh tú, celeste luz temblorosa o deseo, fervorosa esperanza de un pecho que no se extingue, de un pecho que se lamenta como dos brazos largos capaces de enlazar una cintura en la tierra. ¡Ay amorosa cadencia de los mundos remotos, de los amantes que nunca dicen sus sufrimientos, de los cuerpos que existen, de las almas que existen, de los cielos infinitos que nos llegan con un silencio! HUMANA VOZ Duele la cicatriz de la luz, duele en el suelo la misma sombra de los dientes, duele todo, hasta el zapato triste que se lo llevó el río. Duelen las plumas del gallo, de tantos colores que la frente no sabe qué postura tomar ante el rojo cruel del poniente. Duele el alma amarilla o una avellana lenta, la que rodó mejilla abajo cuando estábamos dentro del agua y las lágrimas no se sentían más que al tacto. Duele la avispa fraudulenta que a veces bajo la tetilla izquierda imita un corazón o un latido, amarilla como el azufre no tocado o las manos del muerto a quien queríamos. Duele la habitación como la caja del pecho, donde las palomas blancas como sangre pasan bajo la piel sin pararse en los labios a hundirse en las entrañas con sus alas cerradas. Duele el día, la noche, duele el viento gemido, duele la ira o espada seca, aquello que se besa cuando es de noche. Tristeza. Duele el candor, la ciencia, el hierro, la cintura, los límites y esos brazos abiertos, horizonte como corona contra las sienes. Duele el dolor. Te amo. Duele, duele. Te amo. Duele la tierra o uña, espejo en que estas letras se reflejan. CANCIÓN A UNA MUCHACHA MUERTA
Díme, díme el secreto de tu corazón virgen, dime el secreto de tu cuerpo bajo tierra, quiero saber por qué ahora eres un agua, esas orillas frescas donde unos pies desnudos se bañan con espuma. Díme por qué sobre tu pelo suelto, sobre tu dulce hierba acariciada, cae, resbala, acaricia, se va un sol ardiente o reposado que te toca como un viento que lleva sólo un pájaro o mano. Díme por qué tu corazón como una selva diminuta espera bajo tierra los imposibles pájaros, esa canción total que por encima de los ojos hacen los sueños cuando pasan sin ruido. Oh tú, canción que a un cuerpo muerto o vivo, que a un ser hermoso que bajo el suelo duerme, cantas color de piedra, color de beso o labio, cantas como si el nácar durmiera o respirara. Esa cintura, ese débil volumen de un pecho triste, ese rizo voluble que ignora el viento, esos ojos por donde sólo boga el silencio, esos dientes que son de marfil resguardado, ese aire que no mueve unas hojas no verdes. ¡Oh tú, cielo riente que pasas como nube; oh pájaro feliz que sobre un hombro ríes; fuente que, chorro fresco, te enredas con la luna; césped blando que pisan unos pies adorados! |