Vasos o besos, luces o escaleras,
todo sin música asciende cautamente
a esa región serena donde aprisa
se retiran los bordes de la carne.
Un carroussel de topes, un límite o verbena,
una velocidad hecha de gritos,
un color, un color hecho de estopa,
por donde una voz bronca escupe esparto.
Espérame, muchacha conocida,
fuerte raso crujiente con zapatos,
con un tierno charol que casi gime,
cuando roza mi rostro sin pesarme.
Un columpio de sangre emancipada,
una felicidad que no es de cobre,
una moneda lírica o la luna
resbalando en los hombros como leche.
Un laberinto o mármol sin sonido,
un hilo de saliva entre los árboles,
un beso silencioso que se enreda
olvidando sus alas como espejos.
Un alimento o roce en la garganta,
blanco o maná de tímidos deseos
que sobre lengua de calor callado
se deshace por fin como la nieve.
Polvo o claror, la feria gira cauta
bajo fiebre de lunas o pescados,
sintiendo la humedad de la caricia
cuando el alba desnuda avanza un muslo.
Los senos de cartón abren sus cajas,
pececillos innúmeros palpitan,
de los labios se escapan flores verdes
que en los vientres arraigan como dichas.
Un clamor o sollozo de alegría,
frenesí de las músicas y el cuerpo,
un rumor de clamores asesinos
mientras cuchillos aman corazones.
Flores-papel girantes como ojos
sueñan párpados, sangres, albahacas;
ese clamor caliente ciñe faldas
del tamaño de labios apretados.
Agua o túnica, ritmo o crecimiento,
algo baja del monte de la dicha,
algo inunda las piernas sin metralla
y asciende hasta el axila como aroma.
Cuerpos flotan, no presos, no arañados,
no vestidos de espinas o caricias,
no abandonados, no, sobre la luna,
que -en tierra ya- se ha abierto como un cuerpo.
No, no clames por esa dicha presurosa
que está latente cuando la oscura música no modula,
cuando el oscuro chorro pasa indescifrable
como un río que desprecia el paisaje.
La felicidad no consiste en estrujar unas manos
mientras el mundo sobre sus ejes vacila,
mientras la luna convertida en papel
siente que un viento la riza sonriendo.
Quizá el clamoroso mar que en un zapato intentara una noche acomodarse,
el infinito mar que quiso ser rocío,
que pretendió descansar sobre una flor durmiente,
que quiso amanecer como la fresca lágrima.
El resonante mar convertido en una lanza
yace en lo seco como un pez que se ahoga,
clama por ese agua que puede ser el beso,
que puede ser un pecho que se rasgue y anegue.
Pero la seca luna no responde al reflejo de las escamas pálidas.
l.a muerte es una contracción de una pupila vidriada,
es esa imposibilidad de agitar unos brazos,
de alzar un grito hasta un cielo al que herir.
La muerte es el silencio entre el polvo, entre la memoria,
es agitar torvamente una lengua no de hombre,
es sentir que la sal se cuaja en las venas
fríamente como un árbol blanquísimo en un pez.
Entonces la dicha, la oscura dicha de morir,
de comprender que el mundo es un grano que se deshará,
el que nació para un agua divina,
para ese mar inmenso que yace sobre el polvo.
La dicha consistirá en deshacerse como lo minúsculo,
en transformarse en la severa espina,
resto de un océano que como la luz se marchó,
gota de arena que fue un pecho gigante
y que salida por la garganta como un sollozo aquí yace.
La luna es ausencia.
Se espera siempre.
Las hojas son murmullos de la carne.
Se espera todo menos caballos pálidos.
Y, sin embargo, esos cascos de acero
(mientras la luna en las pestañas),
esos cascos de acero sobre el pecho
(mientras la luna o vaga geometría)…
Se espera siempre que al fin el pecho no sea cóncavo.
Y la luna es ausencia,
doloroso vacío de la noche redonda,
que no llega a ser cera, pero que no es mejilla.
Los remotos caballos, el mar remoto, las cadenas golpeando,
esa arena tendida que sufre siempre,
esa playa marchita, donde es de noche
al filo de los ojos amarillos y secos.
Se espera siempre.
Luna, maravilla o ausencia,
celeste pergamino color de manos fuera,
del otro lado donde el vacío es luna.