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– La que te llamará se llama Pita -precisó.

Esperó en vano dos días y parte del tercero. Por fin se dio cuenta del timo y agradeció que Pita no hubiera llamado para pedirle el dinero. Fue tanta su discreción, que su esposa no supo de aquellos viajes ni de sus resultados deplorables hasta cuatro años después cuando él lo contó por primera vez para este reportaje.

Cuatro horas después del secuestro de Marina Montoya, un jeep y un Renault 18 bloquearon por delante y por detrás el automóvil del jefe de redacción de El Tiempo, Francisco Santos, en una calle alterna del barrio de Las Ferias, al occidente de Bogotá. El suyo era un jeep rojo de apariencia banal, pero estaba blindado de origen, y los cuatro asaltantes que lo rodearon no sólo llevaban pistolas de 9 milímetros y subametralladoras Miniuzis con silenciador, sino que uno de ellos tenía un mazo especial para romper los cristales. Nada de eso fue necesario. Pacho, discutidor incorregible, se anticipó a abrir la puerta para hablar con los asaltantes. «Prefería morirme a no saber qué pasaba», ha dicho. Uno de los secuestradores lo inmovilizó con una pistola en la frente y lo hizo salir del carro con la cabeza gacha. Otro abrió la puerta delantera y disparó tres tiros: uno se desvió contra los cristales, y dos le perforaron el cráneo al chofer, Oromansio Ibáñez, de treinta y ocho años. Pacho no se dio cuenta. Días después, recapitulando el asalto, recordó haber escuchado el zumbido de las tres balas amortiguadas por el silenciador.

Fue una operación tan rápida, que no llamó la atención en medio del tránsito alborotado del martes. Un agente de la policía encontró el cadáver desangrándose en el asiento delantero del carro abandonado; cogió el radioteléfono, y al instante oyó en el extremo una voz medio perdida en las galaxias.

– Haber.

– ¿Quién habla? -preguntó el agente.

– Aquí El Tiempo.

La noticia salió al aire diez minutos después. En realidad, había empezado a prepararse desde hacía cuatro meses, pero estuvo a punto de fracasar por la irregularidad de los desplazamientos impredecibles de Pacho Santos. Por los mismos motivos, quince años antes, el M-19 había desistido de secuestrar a su padre, Hernando Santos. Esta vez habían sido previstos hasta los mínimos detalles. Los carros de los secuestradores, sorprendidos por un nudo de automóviles en la avenida Boyacá, a la altura de la calle 80, se escaparon por encima de los andenes y se perdieron en los recovecos de un barrio popular. Pacho Santos iba sentado entre dos secuestradores, con la vista tapada por unos lentes nublados con esmalte de uñas, pero siguió de memoria las vueltas y revueltas del carro, hasta que entró dando tumbos en un garaje. Por la ruta y la duración, se formó una idea tentativa del barrio en que estaban.

Uno de los secuestradores lo llevó del brazo caminando con los lentes ciegos hasta el final de un corredor. Subieron hasta un segundo piso, doblaron a la izquierda, caminaron unos cinco pasos, y entraron en un sitio helado. Allí le quitaron los lentes. Entonces se vio en un dormitorio sombrío, con las ventanas clausuradas con tablas y un foco solitario en el techo. Los únicos muebles eran una cama matrimonial cuyas sábanas parecían demasiado usadas, una mesa con un radio portátil y un televisor.

Pacho cayó en la cuenta de que la prisa de sus raptores no había sido sólo por razones de seguridad, sino por llegar a tiempo para el partido de fútbol entre Santafé y Caldas. Para tranquilidad de todos le dieron una botella de aguardiente, lo dejaron solo con su televisor, y se fueron a ver el partido en la planta baja. Él se la tomó hasta la mitad en diez minutos, y no sintió que le hiciera efecto, pero le dio ánimos para ver el partido. Fanático del Santafé desde niño, no pudo disfrutar del aguardiente por la rabia del empate: dos a dos. Al final, se vio en el noticiero de las nueve y media en una grabación de archivo, vestido de esmoquin y rodeado de reinas de la belleza. Sólo entonces se enteró de la muerte de su chofer. Después de los noticieros, entró un guardián con una máscara de bayetilla, que lo obligó a quitarse la ropa y a ponerse una sudadera gris que parecía ser de rigor en las cárceles de los Extraditables. Trató de quitarle también el aspirador para el asma que llevaba en el bolsillo del saco, pero Pacho lo convenció de que para d era de vida o muerte. El enmascarado le explicó las reglas del cautiverio: podía ir al baño del corredor, escuchar radio y ver televisión sin restricciones, pero a volumen normal. Al final lo hizo acostar, y lo amarró de la cama por el tobillo con una cuerda de enlazar.

El guardián tendió un colchón en el piso, paralelo a la cama, y un momento después empezó a roncar con un silbido intermitente. La noche se hizo densa. En la oscuridad, Pacho tomó conciencia de que aquélla era apenas la primera noche de un porvenir incierto en el que todo podía suceder. Pensó en María Victoria -conocida por sus amigos como Mariavé-, su esposa bonita, inteligente y de gran carácter, con quien entonces tenía dos hijos, Benjamín de veinte meses y Gabriel de siete meses. Un gallo cantó en el vecindario, y Pacho se sorprendió de su reloj disparatado. «Un gallo que canta a las diez de la noche tiene que estar loco», pensó. Es un hombre emocional, impulsivo y de lágrima fácil: copia fiel de su padre. Andrés Escabi, el marido de su hermana Juanita, había muerto en un avión que estalló en el aire por una bomba de los Extraditables. En medio de la conmoción familiar, Pacho dijo una frase que estremeció a todos: «Uno de nosotros no estará vivo en diciembre». La noche del secuestro, sin embargo, no sintió que fuera la última. Por primera vez sus nervios eran un remanso, y se sentía seguro de sobrevivir. Por el ritmo de la respiración, se dio cuenta de que el guardián tendido a su lado estaba despierto. Le preguntó:

– ¿En manos de quién estoy?

– En manos de quién prefiere -preguntó el guardián-: ¿de la guerrilla o del narcotráfico?

– Creo que estoy en manos de Pablo Escobar -dijo Pacho.

– Así es -dijo el guardián, y corrigió enseguida-: en manos de los Extraditables.

La noticia estaba en el aire. Los operadores del conmutador de El Tiempo habían llamado a los parientes más cercanos, y éstos a otros y a otros, hasta el fin del mundo. Por una serie de casualidades extrañas, una de las últimas que la supieron en la familia fue la esposa de Pacho. Minutos después del secuestro la había llamado su primo Juan Gabriel, quien no estaba seguro aún de lo que había sucedido, y sólo se animó a preguntarle si Pacho había llegado a casa. Ella le dijo que no, y Juan Gabriel no se animó a darle la noticia todavía sin confirmar. Minutos después la llamó Enrique Santos Calderón, primo hermano doble de su esposo y subdirector de El Tiempo.

– ¿Ya sabes lo de Pacho? -le preguntó.

María Victoria creyó que le hablaban de otra noticia que ella conocía ya, y que tenía algo que ver con su marido.

– Claro -dijo.

Enrique se despidió a toda prisa para seguir llamando a otros parientes. Años después, comentando el equívoco, María Victoria comentó: «Eso, me pasó por dármelas de genio». Al instante volvió a llamarla Juan Gabriel y le contó todo junto: habían matado al chofer y se habían llevado a Pacho.

El presidente Gavina y sus consejeros más cercanos estaban revisando unos comerciales de televisión para promover la campaña electoral de la Asamblea Constituyente, cuando su consejero de Prensa, Mauricio Vargas, le dijo al oído: «Secuestraron a Pachito Santos». La proyección no se interrumpió. El presidente, que necesita lentes para el cine, se los quitó para mirar a Vargas.

– Queme mantengan informado -le dijo.

Se puso los lentes y siguió viendo la proyección. Su íntimo amigo, Alberto Casas Santamaría, ministro de Comunicaciones, que estaba al lado suyo, alcanzó a oír la noticia y se la transmitió de oreja a oreja a los consejeros presidenciales. Un estremecimiento sacudió k sala. Pero el presidente no pestañeó, de acuerdo con una norma de su modo de ser que él expresa con una regla escolar: «Hay que terminar esta tarea». Al término de la proyección volvió a quitarse los lentes, se los guardó en el bolsillo del pecho, y ordenó a Mauricio Vargas:

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