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La posibilidad de que la Asamblea Constituyente acabara de pronunciarse en favor de la no extradición y el indulto, se hizo más probable en febrero. Escobar lo sabía v concentró más fuerzas en esa dirección que en el gobierno. Gaviria, en realidad, debió resultarle más duro de lo que suponía. Todo lo relacionado con los decretos de sometimiento a la justicia estaba al día en la Dirección de Instrucción Criminal, y el ministro de Justicia permanecía alerta para atender cualquier emergencia jurídica. Villamizar, por su parte, actuaba no sólo por su cuenta sino también por su riesgo, pero su estrecha colaboración con Rafael Pardo le mantenía abierto al gobierno un canal directo que no lo comprometía, y en cambio le servía para avanzar sin negociar. Escobar debió entender entonces que Gavina no designaría nunca un delegado oficial para conversar con él -que era su sueño dorado- y se aferró a la esperanza de que la Constituyente lo indultara, ya fuera como traficante arrepentido, o a la sombra de algún grupo armado.

No era un cálculo loco. Antes de la instalación de la Constituyente, los partidos políticos habían acordado una agenda de temas cerrados, y el gobierno logró con razones jurídicas que la extradición no fuera incluida en la lista, porque la necesitaba como instrumento de presión en la política de sometimiento. Pero cuando la Corte Suprema de Justicia tomó la decisión espectacular de que la Constituyente podía tratar cualquier tema sin limitación alguna, el de la extradición resurgió de los escombros. El indulto no se mencionó, pero también era posible: todo cabía en el infinito.

El presidente Gavina no era de los que abandonaban un terna por otro. En seis meses había impuesto a sus colaboradores un sistema de comunicación personal con notas escritas en papelitos casuales con frases breves que lo resumían todo. A veces mandaba sólo el nombre de la persona a quien iba dirigido, se lo entregaba al que estuviera más cerca, y el destinatario sabía lo que debía hacer. Este método, además, tenía para sus asesores la virtud terrorífica de que no hacía distinción entre las horas de trabajo y las de descanso. Gaviria no la concebía, pues descansaba con la misma disciplina con que trabajaba, y seguía mandando papelitos mientras estaba en un cóctel o tan pronto como emergía de la pesca submarina. «Jugar tenis con él era como un consejo de ministros», dijo uno de sus consejeros. Podía hacer siestas profundas de cinco a diez minutos aun sentado en el escritorio, y despertaba como nuevo mientras sus colaboradores se caían de sueño. El método, por azaroso que pareciera, tenía la virtud de disparar la acción con más apremio y energía que los memorandos formales.

El sistema fue de gran utilidad cuando el presidente trató de parar el golpe de la Corte Suprema contra la extradición, con el argumento de que era un tema de ley y no de Constitución. El ministro de Gobierno, Humberto de la Calle logró convencer de entrada a la mayoría. Pero las cosas que interesan a la gente terminan por imponerse a las que interesan a los gobiernos, y la gente tenía bien identificada la extradición como uno de los factores de perturbación social y, sobre todo, del terrorismo salvaje. Así que al cabo de muchas vueltas y revueltas terminó incluida en el temario de la Comisión de Derechos. En medio de todo, los Ochoa persistían en el temor de que Escobar, acorralado por sus propios demonios, decidiera inmolarse en una catástrofe de tamaño apocalíptico. Fue un temor profético. A principios de marzo, Villamizar recibió de ellos un mensaje apremiante: «Véngase enseguida para acá porque van a pasar cosas muy graves». Habían recibido una carta de Pablo Escobar con la amenaza de reventar cincuenta toneladas de dinamita en el recinto histórico de Cartagena de Indias si no eran sancionados los policías que asolaban las comunas de Medellín: cien kilos por cada muchacho muerto fuera de combate. Los Extraditables habían considerado a Cartagena como un santuario intocable hasta el 28 de setiembre de 1989, cuando una carga de dinamita sacudió los cimientos y pulverizó cristales del Hotel Hilton, y mató a dos médicos de un congreso que sesionaba en otro piso. A partir de entonces quedó claro que tampoco aquel patrimonio de la humanidad estaba a salvo de la guerra. La nueva amenaza no permitía un instante de vacilación. El presidente Gaviria la conoció por Villamizar pocos días antes de cumplirse el plazo. «Ahora no estamos peleando por Maruja sino por salvar a Cartagena», le dijo Villamizar, para facilitarle un argumento. La respuesta del presidente fue que le agradecía la información y que el gobierno tomaría las medidas para impedir el desastre, pero que de ningún modo cedería al chantaje. Así que Villamizar viajó a Medellín una vez más, y con la ayuda de los Ochoa logró disuadir a Escobar. No fue fácil. Días antes del plazo, Escobar garantizó en un papel apresurado que a los periodistas cautivos no les pasaría nada por el momento, y aplazó la detonación de bombas en ciudades grandes. Pero también fue terminante: si después de abril continuaban los operativos de la policía en Medellín, no quedaría piedra sobre piedra de la muy antigua y noble ciudad de Cartagena de Indias.

9

Sola en el cuarto, Maruja tomó conciencia de que estaba en manos de los hombres que quizás habían matado a Marina y a Beatriz, y se negaban a devolverle el radio y el televisor para que no se enterara. Pasó de la solicitud encarecida a la exigencia colérica, se enfrentó a gritos con los guardianes para que la oyeran hasta los vecinos, no volvió a caminar y amenazó con no volver a comer. El mayordomo y los guardianes, sorprendidos por una situación impensable, no supieron qué hacer. Susurraban en conciliábulos inútiles, salían a llamar por teléfono y regresaban aún más indecisos. Trataban de tranquilizar a Maruja con promesas ilusorias o intimidarla con amenazas, pero no consiguieron quebrantar su voluntad de no comer.

Nunca se había sentido más dueña de sí. Era claro que sus guardianes tenían instrucciones de no maltratarla, y se jugó la carta de que la necesitaban viva a toda costa. Fue un cálculo certero: tres días después de la liberación de Beatriz, muy temprano, la puerta se abrió sin ningún anuncio, y entró el mayordomo con el radio y el televisor. «Usted se va a enterar ahora de una cosa», le dijo a Maruja. Y enseguida, sin dramatismo, le soltó la noticia:

– Doña Marina Montoya está muerta.

Al contrario de lo que ella misma hubiera esperado, Maruja lo oyó como si lo hubiera sabido desde siempre. Lo asombroso para ella habría sido que Marina estuviera viva. Sin embargo, cuando la verdad le llegó al corazón se dio cuenta de cuánto la quería y cuánto habría dado porque no fuera cierta.

– ¡Asesinos! -le dijo al mayordomo-. Eso es lo que son todos ustedes: ¡asesinos!

En ese instante apareció el Doctor en la puerta, y quiso calmar a Maruja con la noticia de que Beatriz estaba feliz en su casa, pero ella no lo creería mientras no la viera con sus ojos en la televisión o la oyera por la radio. En cambio el recién llegado le pareció como mandado a hacer para un desahogo.

– Usted no había vuelto por aquí -le dijo-. Y lo comprendo: debe estar muy avergonzado de lo que hizo con Marina.

Él necesitó un instante para reponerse de la sorpresa.

– ¿Qué pasó? -lo instigó Maruja-. ¿Estaba condenada a muerte?

Él explicó entonces que se trataba de vengar una traición doble. «Lo de usted es distinto», dijo. Y repitió lo que ya había dicho antes: «Es político». Maruja lo escuchó con la rara fascinación que infunde la idea de la muerte a los que sienten que van a morir.

– Al menos dígame cómo fue -dijo-. ¿Marina se dio cuenta?

– Le juro que no -dijo él.

– ¡Pero cómo no! -persistió Maruja-. ¡Cómo no iba a darse cuenta!

– Le dijeron que la iban a llevar a otra finca -dijo él con la ansiedad de que se lo creyera-. Le dijeron que se bajara del carro, y ella siguió caminando adelante y le dispararon por detrás de la cabeza. No pudo darse cuenta de nada.

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