Escobar le contestó días después con el orgullo herido por la lección de derecho público. «Yo sé que el país está dividido en Presidente, Congreso, Policías, Ejército -escribió-. Pero también sé que el presidente es el que manda». El resto de la carta eran cuatro hojas reiterativas sobre las actuaciones de la policía, que sólo agregaban datos pero no argumentos a las anteriores. Negó que los Extraditables hubieran ejecutado a Diana Turbay, o que hubieran intentado hacerlo, porque en ese caso no habrían tenido que sacarla de la casa donde estaba secuestrada ni la hubieran vestido de negro para que los helicópteros la confundieran con una campesina. «Muerta no vale como rehén», escribió. Al final, sin pasos intermedios ni fórmulas de cortesía se despidió con una frase inusitada: «No se preocupe por (haber hecho) sus declaraciones a la prensa pidiendo que me extraditen. Sé que todo saldrá bien y que no me guardará rencores porque la lucha en defensa de su familia no tiene objetivos diferentes a la que yo llevo en defensa de la mía». Villamizar relacionó aquella frase con una anterior de Escobar, en la que dijo sentirse avergonzado de tener a Maruja en rehenes si la pelea no era con ella sino con el marido. Villamizar se lo había dicho ya de otro modo: «¿Cómo es que si estamos peleando los dos a la que tienen es a mi mujer?», y le propuso en consecuencia que lo cambiara a él por Maruja para negociar en persona. Escobar no aceptó.
Para entonces Villamizar había estado más de veinte veces en la celda de los Ochoa. Disfrutaba de las joyas de la cocina local que las mujeres de La Loma les llevaban con todas las precauciones contra cualquier atentado. Fue un proceso de conocimiento recíproco, de confianza mutua, en el cual dedicaban las mejores horas a desentrañar en cada frase y en cada gesto las segundas intenciones de Escobar. Villamizar regresaba a Bogotá casi siempre en el último avión del puente aéreo. Su hijo Andrés lo esperaba en el aeropuerto, y muchas veces tuvo que acompañarlo con agua mineral mientras él se liberaba de sus tensiones con lentos tragos solitarios. Había cumplido su promesa de no asistir a ningún acto de la ida pública, ni ver amigos: nada. Cuando la presión aumentaba, salía a la terraza y pasaba horas mirando en la dirección en que suponía que estaba Maruja, y durante horas le mandaba mensajes mentales, hasta que lo vencía el sueño. A las seis de la mañana estaba otra vez en pie y listo para empezar. Cuando recibían respuesta a una carta, o algo más de interés, Martha Nieves o María Lía llamaban por teléfono, y les bastaba una frase:
– Doctor: mañana a las diez.
Mientras no hubiera llamadas dedicaba tiempo y trabajo a Colombia los Reclama, la campaña de televisión con base en los datos que Beatriz les había dado sobre las condiciones del encierro. Era una idea de Nora Sanín, directora de la Asociación Nacional de Medios (Asomedios) y puesta en marcha por María del Rosario Ortiz -gran amiga de Maruja y sobrina de Hernando Santos-, en equipo con su marido publicista, con Gloria de Galán y con el resto de la familia: Mónica, Alexandra, Juana, y sus hermanos. Se trataba de un desfile diario de estrellas del cine, el teatro, la televisión, el fútbol, la ciencia, la política, que pedían en un mismo mensaje la liberación de los secuestrados y el respeto a los derechos humanos. Desde su primera emisión suscitó un movimiento arrasador de opinión pública. Alexandra andaba con un camarógrafo cazando luminarias de un extremo al otro del país. En los tres meses que duró la campaña desfilaron unas cincuenta personalidades. Pero Escobar no se inmutó. Cuando el clavecinista Rafael Puyana dijo que era capaz de pedirle de rodillas la liberación de los secuestrados, Escobar le contestó: «Pueden venir de rodillas treinta millones de colombianos, y no los suelto». Sin embargo, en una carta a Villamizar hizo un elogio del programa porque no sólo luchaba por la libertad de los rehenes sino también por el respeto a los derechos humanos. La facilidad con que las hijas de Maruja y sus invitados desfilaban por las pantallas de televisión inquietaban a María Victoria, la esposa de Pacho Santos, por su insuperable timidez escénica. Los micrófonos imprevistos que le salían al paso, la luz impúdica de los reflectores, el ojo inquisitorial de las cámaras y las mismas preguntas de siempre a la espera de las mismas respuestas, le causaban unas náuseas de pánico que a duras penas lograba reprimir. El día de su cumpleaños hicieron una nota de televisión en la cual Hernado Santos habló con una fluidez profesional, y luego la tomó a ella del brazo: «Pase usted». Casi siempre logró escapar, pero algunas veces tuvo que enfrentarlo, y no sólo creía morir en el intento sino que al verse y escucharse en la pantalla se sentía ridícula e imbécil. Su reacción contra aquella servidumbre social fue entonces la contraria. Hizo un curso de microempresas y otro de periodismo. Se volvió libre y fiestera por decisión propia. Aceptó invitaciones que antes detestaba, asistía a conferencias y conciertos, se vistió con ropas alegres, trasnochaba hasta muy tarde, hasta que derrotó su imagen de viuda compadecida. Hernando y sus mejores amigos la entendieron, la apoyaron, la ayudaron a salirse con la suya. Pero no tardó en sufrir las sanciones sociales. Supo que muchos de quienes la celebraban de frente la criticaban a sus espaldas. Le llegaban ramos de rosas sin tarjetas, cajas de chocolates sin nombres, declaraciones de amor sin remitentes. Ella gozó con la ilusión de que fueran del marido, que quizás había logrado abrirse un camino secreto hasta ella desde su soledad. Pero el remitente no tardó en identificarse por teléfono: era un maniático. Una mujer, también por teléfono, se le declaró sin rodeos: «Estoy enamorada de usted».
En aquellos meses de libertad creativa Mariavé encontró por azar una vidente amiga que había prefigurado el destino trágico de Diana Turbay. Se asustó con la sola idea de que le hiciera algún pronóstico siniestro, pero la vidente la tranquilizó. A principios de febrero volvió a encontrarla, y le dijo al oído de pasada, sin que le hubieran preguntado nada y sin esperar ningún comentario: «Pacho está vivo». Lo dijo con tal seguridad, que Mariavé lo creyó como si lo hubiera visto con sus ojos.
La verdad en febrero parecía ser que Escobar no tenía confianza en los decretos, aun cuando decía que sí. La desconfianza era en él una condición vital, y solía repetir que gracias a eso estaba vivo. No delegaba nada esencial. Era su propio jefe militar, su propio jefe de seguridad, de inteligencia y de contrainteligencia, un estratega imprevisible y un desinformador sin igual. En circunstancias extremas cambiaba todos los días su guardia personal de ocho hombres. Conocía toda clase de tecnologías de comunicaciones, de intervención de líneas, de rastreo de señales. Tenía empleados que pasaban el día intercambiando diálogos de locos por sus teléfonos para que los escuchas se embrollaran en manglares de disparates y no pudieran distinguirlos de los mensajes reales. Cuando la policía divulgó dos números de teléfono para que se dieran informes sobre su paradero, contrató colegios de niños para que se anticiparan a los delatores y mantuvieran las líneas ocupadas las veinticuatro horas. Su astucia para no dejar pruebas de sus actos era inagotable. No consultaba con nadie, y daba estrategias legales a sus abogados, que no hacían más que ponerles piso jurídico.
Su negativa de recibir a Villamizar obedecía al temor de que tuviera escondido debajo de la piel un dispositivo electrónico que permitiera rastrearlo. Se trataba en realidad de un minúsculo transmisor de radio con una pila microscópica cuya señal puede ser captada a larga distancia por un receptor especial -un radiogoniómetro- que permite establecer por computación el lugar aproximado de la señal. Escobar confiaba tanto en el grado de sofisticación de este ingenio, que no le parecía fantástico que alguien llevara el receptor instalado debajo de la piel. El goniómetro sirve también para determinar las coordenadas de una emisión de radio, o un teléfono móvil o de línea. Por eso Escobar los usaba lo menos posible, y si lo hacía prefería que fuera desde vehículos en marcha. Usaba estafetas con notas escritas. Si tenía que ver a alguien no lo citaba donde él estaba sino que iba él adonde estaba el otro. Cuando terminaba la reunión se movía por rumbos imprevistos. O se iba al otro extremo de la tecnología: en un microbús con placas e insignias falsas de servicio público que se sometía a las rutas reglamentarias pero no hacía caso de las paradas porque siempre llevaban el cupo completo con las escoltas del dueño. Una de las diversiones de Escobar, por cierto, era ir de vez en cuando como conductor.