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– Nada -dijo Guido Parra-. Esto es cuestión de cuarenta y ocho horas.

Los Extraditables hicieron saber de inmediato en un comunicado que desistían de las ejecuciones anunciadas en vista de las solicitudes de varias personalidades del país. Se referían quizás a los mensajes radiales que les habían hecho llegar López Michelsen, Pastrana y Castrillón. Pero en el fondo podía interpretarse como una aceptación del decreto.

«Respetaremos la vida de los rehenes que permanecen en nuestro poder», decía el comunicado. Como concesión especial, anunciaban también que en las primeras horas de ese mismo día iban a liberar un secuestrado. Villamizar, que estaba con Guido Parra, tuvo un sobresalto de sorpresa.

– Cómo así que uno -le gritó-. Usted me había dicho que salían todos.

Guido Parra no se alteró.

– Tranquilo, Alberto -le dijo-. Esto es cuestión de ocho días.

7

Maruja y Beatriz no se habían enterado de las muertes. Sin televisor ni radio, y sin más informaciones que las del enemigo, era imposible adivinar la verdad. Las contradicciones de los propios guardianes desbarataron la versión de que a Marina la habían llevado a una finca, de modo que cualquier otra conjetura conducía al mismo callejón sin salida: o estaba libre o estaba muerta. Es decir: antes eran ellas las únicas que la sabían viva, y ahora eran las únicas que no sabían que estaba muerta.

La cama sola se había convertido en un fantasma ante la incertidumbre de lo que habían hecho con Marina. El Monje había regresado media hora después de que se la llevaran. Entró como una sombra y se enroscó en un rincón. Beatriz le preguntó a quemarropa:

– ¿Qué hicieron con Marina?

El Monje le contó que cuando salió con ella lo habían esperado en el garaje dos jefes nuevos que no entraron en el cuarto. Que él les preguntó para dónde la llevaban, y uno de ellos le contestó enfurecido: «Grandísimo hijueputa, aquí no se hacen preguntas». Que después le ordenaron que volviera a casa y dejara a Marina en manos de Barrabás, el otro guardián de turno.

La versión parecía creíble a primera oída. No era fácil que el Monje tuviera tiempo de ir y volver en tan poco tiempo si hubiera participado en el crimen, ni que tuviera corazón para matar a una mujer en ruinas a la que parecía querer como a su abuela y que lo mimaba como a un nieto. En cambio, Barrabás tenía fama de ser un sanguinario sin corazón que además se vanagloriaba de sus crímenes. La incertidumbre se hizo más inquietante por la madrugada, cuando Maruja y Beatriz se despertaron por un lamento de animal herido, y era que el Monje estaba sollozando. No quiso el desayuno, y varias veces se le oyó suspirar: «¡Qué dolor que se hayan llevado a la abuela!». Sin embargo, nunca dejó entender que estuviera muerta. Hasta la tenacidad con que el mayordomo se negaba a devolver el televisor y el radio aumentaba la sospecha del asesinato.

Damaris, después de varios días fuera de casa, regresó en un estado de ánimo que sumó un elemento más a la confusión. En uno de los paseos de madrugada, Maruja le preguntó dónde había ido, y ella le contestó con la misma voz con que hubiera dicho la verdad: «Estoy cuidando a doña Marina». Sin darle a Maruja una pausa para pensar, agregó: «Siempre las recuerda y les manda muchos saludos». Y enseguida, en un tono aún más casual, dijo que Barrabás no había regresado porque era el responsable de su seguridad. A partir de entonces, cada vez que Damaris salía a la calle por cualquier motivo, regresaba con noticias tanto menos creíbles cuanto más entusiastas. Todas terminaban con una fórmula ritual:

– Doña Marina está divinamente.

Maruja no tenía una razón para creerle más a Damaris que al Monje, o a cualquier otro de los guardianes, pero tampoco la tenía para no creerles en unas circunstancias en que todo parecía posible. Si en realidad Marina estaba viva, no tenían razones para mantener a las rehenes sin noticias ni distracciones, como no fuera para ocultarles otras verdades peores. No había nada que pareciera descabellado para la imaginación desmandada de Maruja. Hasta entonces había ocultado sus inquietudes a Beatriz, temerosa de que no pudiera resistir la verdad. Pero Beatriz estaba a salvo de toda contaminación. Había rechazado desde el principio cualquier sospecha de que Marina estuviera muerta. Sus sueños la ayudaban. Soñaba que su hermano Alberto, tan real como en la vida, le hacía recuentos puntuales de sus gestiones, de lo bien que iban, de lo poco que les faltaba a ellas para ser libres. Soñaba que su padre la tranquilizaba con la noticia de que las tarjetas de crédito olvidadas en el bolso estaban a salvo. Eran visiones tan vividas que en el recuerdo no podía distinguirlas de la realidad.

Por esos días estaba terminando su turno con Maruja y Beatriz un muchacho de diecisiete años que se hacía llamar Joñas. Oía música desde las siete de la mañana en una grabadora gangosa. Tenía canciones favoritas que repetía hasta el agotamiento a un volumen enloquecedor. Mientras tanto, como parte del coro, gritaba: «Vida, hija de puta, mal parida, yo no sé por qué me metí en esto». En momentos de calma hablaba de su familia con Beatriz. Pero sólo llegaba al borde del abismo con un suspiro insondable: «¡Si ustedes supieran quién es mi papá!». Nunca lo dijo, pero ese y otros muchos enigmas de los guardianes contribuían a enrarecer aún más el ambiente del cuarto.

El mayordomo, custodio del bienestar doméstico, debió de informar a sus jefes sobre la inquietud reinante, pues dos de ellos aparecieron por esos días con ánimo conciliador. Negaron una vez más el radio y el televisor, pero en cambio trataron de mejorar la vida diaria. Prometieron libros, pero les llevaron muy pocos, y entre ellos una novela de Corín Tellado. Les llegaron revistas de entretenimiento pero ninguna de actualidad. Hicieron poner un foco grande donde antes estuvo el azul, y ordenaron encenderlo por una hora a las siete de la mañana y otra a las siete de la noche para que se pudiera leer, pero Beatriz y Maruja estaban tan acostumbradas a la penumbra que no podían resistir una claridad intensa. Además, la luz recalentaba el aire del cuarto hasta volverlo irrespirable. Maruja se dejó llevar por la inercia de los desahuciados. Permanecía día y noche haciéndose la dormida en el colchón, de cara a la pared para no tener que hablar. Apenas si comía. Beatriz ocupó la cama vacía y se refugió en los crucigramas y acertijos de las revistas, La realidad era cruda y dolorosa, pero era la realidad: había más espacio en el cuarto para cuatro que para cinco, menos tensiones, más aire para respirar. Joñas terminó su turno a fines de enero y se despidió de las rehenes con una prueba de confianza. «Quiero contarles algo con la condición de que nadie sepa quién se lo dijo», advirtió. Y soltó la noticia que lo carcomía por dentro:

– A doña Diana Turbay la mataron.

El golpe las despertó. Para Maruja fue el instante más terrible del cautiverio. Beatriz trataba de no pensar en lo que le parecía irremediable: «Si mataron a Diana, la que sigue soy yo». A fin de cuentas, desde el primero de enero, cuando el año viejo se fue sin que las liberaran, se había dicho: «O me sueltan o me dejo morir».

Un día de ésos, mientras Maruja jugaba una partida de dominó con otro guardián, el Gorila se tocó distintos puntos del pecho con el índice, y dilo: «Siento algo muy feo por aquí.

¿Qué será?». Maruja interrumpió la jugada, lo miró con todo el desprecio de que fue capaz, y le dijo:

– O son gases o es un infarto».

Él soltó la metralleta en el piso, se levantó aterrorizado, se puso en el pecho la mano abierta con todos los dedos extendidos, y lanzó un grito colosal:

– ¡Me duele el corazón, carajo!

Se derrumbó sobre los trastos del desayuno, y quedó tendido boca abajo. Beatriz, que se sabía odiada por él, sintió el impulso profesional de auxiliarlo, pero en ese momento entraron el mayordomo y su mujer, asustados por el grito y el estropicio de la caída. El otro guardián, que era pequeño y frágil, había tratado de hacer algo, pero se lo impidió el estorbo de la metralleta, y se la entregó a Beatriz.

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