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– Usted me responde por doña Maruja -le dijo.

Él, el mayordomo y Damaris, juntos, no pudieron cargar al caído. Lo agarraron como pudieron, y lo arrastraron hasta la sala. Beatriz, con la metralleta en la mano, y Maruja, atónita, vieron la metralleta del otro guardián abandonada en el piso, y a las dos las estremeció la misma tentación. Maruja sabía disparar un revólver, y alguna vez le habían explicado cómo manejar la metralleta, pero una lucidez providencial le impidió recogerla. Beatriz, por su parte, estaba familiarizada con las prácticas militares. En un entrenamiento de cinco años, dos veces por semana, pasó por los grados de subteniente y teniente, y alcanzó el de capitán asimilado en el Hospital Militar. Había hecho un curso especial de artillería de cañón. Sin embargo, también ella se dio cuenta de que llevaban todas las de perder. Ambas se consolaron con la idea de que el Gorila no volvería jamás. No volvió, en efecto.

Cuando Pacho Santos vio por televisión el entierro de Diana y la exhumación de Marina Montoya, se dio cuenta de que no le quedaba otra alternativa que fugarse. Ya para entonces tenía una idea aproximada de dónde se encontraba. Por las conversaciones y los descuidos de los guardianes, y por otras artes de periodista logró establecer que estaba en una casa de esquina en algún barrio vasto y populoso del occidente de Bogotá. Su cuarto era el principal del segundo piso con la ventana exterior clausurada con tablas. Se dio cuenta de que era una casa alquilada, y tal vez sin contrato legal, porque la propietaria iba a principios de cada mes a cobrar el arriendo. Era el único extraño que entraba y salía, y antes de abrirle la puerta de la calle subían a encadenar a Pacho en la cama, lo obligaban con amenazas a permanecer en absoluto silencio, y apagaban el radio y el televisor.

Había establecido que la ventana clausurada en el cuarto daba sobre el antejardín, y que había una puerta de salida al final del corredor estrecho donde estaban los servicios sanitarios. El baño podía utilizarlo a discreción sin ninguna vigilancia con sólo atravesar el corredor, pero antes tenía que pedir que lo desencadenaran. Allí la única ventilación era una ventana por donde podía verse el cielo. Tan alta, que no sería fácil alcanzarla, pero tenía un diámetro suficiente para salir por ella. Hasta entonces no tenía una idea de adonde podía conducir. En el cuarto vecino, dividido en camarotes de metal rojo, dormían los guardianes que no estaban de turno. Como eran cuatro se relevaban de dos en dos cada seis horas. Sus armas no estuvieron nunca a la vista en la vida cotidiana, aunque siempre las llevaban consigo. Sólo uno dormía en el suelo junto a la cama matrimonial.

Estableció que estaban cerca de una fábrica, cuyo silbato se escuchaba varias veces al día, y por los coros diarios y la algarabía de los recreos sabía que estaba cerca de un colegio. En cierta ocasión pidió una pizza y se la llevaron en menos de cinco minutos, todavía caliente, y así supo que la preparaban y vendían tal vez en la misma cuadra. Los periódicos los compraban sin duda al otro lado de la calle y en una tienda grande, porque vendían también las revistas Time y Newsweek. Durante la noche lo despertaba la fragancia del pan recién horneado de una panadería. Con preguntas tramposas logró saber por los guardianes que a cien metros a la redonda había una farmacia, un taller de automóvil, dos cantinas, una fonda, un zapatero remendón y dos paraderos de buses. Con esos y muchos otros datos recogidos a pedazos trató de armar el rompecabezas de sus vías de escape. Uno de los guardianes le había dicho que en caso de que llegara la ley tenían la orden de entrar antes en el cuarto y dispararle tres tiros a quemarropa: uno en la cabeza, otro en el corazón y otro en el hígado. Desde que lo supo consiguió quedarse con una botella de gaseosa de a litro, que mantenía al alcance de la mano para blandiría como un mazo. Era la única arma posible.

El ajedrez -que un guardián le enseñó a jugar con un talento notable- le había dado una nueva medida del tiempo. Otro del turno de octubre era un experto en telenovelas y lo inició en el vicio de seguirlas sin preocuparse si eran buenas o malas. El secreto era no preocuparse mucho por el episodio de hoy sino aprender a imaginarse las sorpresas del episodio de mañana. Veían juntos los programas de Alexandra, y compartían los noticieros de radio y televisión.

Otro guardián le había quitado veinte mil pesos que llevaba en el bolsillo el día del secuestro, pero en compensación le prometió llevarle todo lo que él le pidiera. Sobre todo, libros: varios de Milán Kundera, Crimen y Castigo, la biografía del general Santander de Pilar Moreno de Ángel. Él fue quizás el único colombiano de su generación que oyó hablar de José María Vargas Vila, el escritor colombiano más popular en el mundo a principios del siglo, y se apasionó con sus libros hasta las lágrimas. Los leyó casi todos, escamoteados por uno de los guardianes en la biblioteca de su abuelo. Con la madre de otro guardián mantuvo una entretenida correspondencia durante varios meses hasta que se la prohibieron los responsables de su seguridad. La ración de lectura se completaba con los periódicos del día que le llevaban por la tarde sin desdoblar. El guardián encargado de llevárselos tenía una inquina visceral contra los periodistas. En especial contra un conocido presentador de televisión, al cual apuntaba con su metralleta cuando aparecía en pantalla.

– A ése me lo cargo de gratis -decía.

Pacho no vio nunca a los jefes. Sabía que iban de vez en cuando, aunque nunca subieron al dormitorio, y que hacían reuniones de control y trabajo en un café de Chapinero. Con los guardianes, en cambio, logró establecer una relación de emergencia. Tenían el poder sobre la vida y la muerte, pero le reconocieron siempre el derecho de negociar algunas condiciones de vida. Casi a diario ganaba unas o perdía otras. Perdió hasta el final la de dormir encadenado, pero se ganó su confianza jugando al remis, un juego pueril de trampas fáciles que consiste en hacer tríos y escaleras con diez cartas. Un jefe invisible les mandaba cada quince días cien mil pesos prestados que se repartían entre todos para jugar. Pacho perdió siempre. Sólo al cabo de seis meses le confesaron que todos le hacían trampas, y si acaso lo dejaron ganar algunas veces fue para que no perdiera el entusiasmo. Eran juegos de mano con maestría de prestidigitadores.

Esa había sido su vida hasta el Año Nuevo. Desde el primer día había previsto que el secuestro sería largo, y su relación con los guardianes le había hecho pensar que podría sobrellevarlo. Pero las muertes de Diana y Marina le derrotaron el optimismo. Los mismos guardianes, que antes lo alentaban, volvían de la calle con los ánimos caídos. Parecía ser que todo estaba detenido a la espera de que la Constituyente se pronunciara sobre la extradición y el indulto. Entonces no tuvo duda de que la opción de la fuga era posible. Con una condición: sólo la intentaría cuando viera cerrada cualquier otra alternativa. Para Maruja y Beatriz también se había cerrado el horizonte después de las ilusiones de diciembre, pero volvió a entreabrirse a fines de enero por los rumores de que serían liberados dos rehenes. Ellas ignoraban entonces cuántos quedaban o si había algunos más recientes. Maruja dio por hecho que la liberada sería Beatriz. La noche del 2 de febrero, durante la caminata en el patio, Damaris lo confirmó. Tan segura estaba, que compró en el mercado un lápiz de labios, colorete, sombras para los párpados, y otras minucias de tocador para el día que salieran. Beatriz se afeitó las piernas en previsión de que no tuviera tiempo a última hora.

Sin embargo, dos jefes que las visitaron el día siguiente no dieron ninguna precisión sobre quién sería la liberada, ni si en realidad habría alguna. Se les notaba el rango. Eran distintos y más comunicativos que todos los anteriores. Confirmaron que un comunicado de los Extraditables había anunciado la liberación de dos, pero podían haber surgido algunos obstáculos imprevistos.

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