A esa hora Maruja estaba viajando hacia su casa. Poco antes de que llegara surgió un rumor de que Pacho Santos había sido liberado, y los periodistas soltaron el perro amarrado del comunicado oficial leído por Mauricio, que salió en estampida con ladridos de júbilo por todas las emisoras.
El presidente y Mauricio lo oyeron en el carro y celebraron la idea de haberlo grabado. Pero cinco minutos después la noticia fue rectificada.
– ¡Mauricio -exclamó Gaviria-, qué desastre!
Sin embargo, lo único que podían hacer entonces era confiar en que la noticia sucediera como ya estaba dada. Mientras tanto, ante la imposibilidad de quedarse en el apartamento de Villamizar por la muchedumbre que estaba dentro, permanecieron en el de Azeneth Velázquez un piso más arriba, para esperar la verdadera liberación de Pacho después de tres liberaciones falsas.
Pacho Santos había oído la noticia de la liberación de Maruja, la prematura de la suya y la pifia del gobierno. En ese instante entró en el cuarto el hombre que le había hablado en la mañana, y lo llevó del brazo y sin venda hasta la planta baja. Allí se dio cuenta de que la casa estaba vacía, y uno de sus escoltas le informó muerto de risa que se habían llevado los muebles en un camión de mudanza para no pagar el último mes de alquiler. Se despidieron todos con grandes abrazos, y le agradecieron a Pacho lo mucho que habían aprendido de él. La réplica de Pacho fue sincera:
– Yo también aprendí mucho de ustedes.
En el garaje le entregaron un libro para que se tapara la cara fingiendo que leía y le cantaron las advertencias. Si tropezaban con la policía debía tirarse del carro para que ellos pudieran escapar. Y la más importante: no debía decir que había estado en Bogotá sino a tres de horas de distancia por una carretera escabrosa. Por una razón tremenda: ellos sabían que Pacho era bastante perspicaz para haberse formado una idea de la dirección de la casa, y no debía revelarla porque los guardianes habían convivido con el vecindario sin precaución alguna durante los largos días del secuestro.
– Si usted lo cuenta -concluyó el responsable de la liberación- nos toca matar a todos los vecinos para que no nos reconozcan después.
Frente a la caseta de policía de la avenida Boyacá con la calle 80 el carro se apagó. Se resistió dos veces, tres, cuatro, y a la quinta prendió. Todos sudaron frío. Dos cuadras más allá le quitaron el libro al secuestrado, y lo soltaron en la esquina con tres billetes de a dos mil pesos para el taxi. Cogió el primero que pasó, con un chofer joven y simpático que no quiso cobrarle y se abrió camino a bocinazos y gritos de júbilo por entre la muchedumbre que esperaba en la puerta de su casa. Para los periodistas amarillos fue una desilusión: esperaban a un hombre macilento y derrotado después de doscientos cuarenta y tres días de encierro, y se encontraron con un Pacho Santos rejuvenecido por dentro y por fuera, y más gordo, más atolondrado y con más ansias de vivir que nunca. «Lo devolvieron igualito», declaró su primo Enrique Santos Calderón. Otro, contagiado por el humor jubiloso de la familia, dijo: «Le faltaron unos seis meses más».
Maruja estaba ya en su casa. Había llegado con Alberto, perseguida por las unidades móviles que los rebasaban, los precedían, transmitiendo en directo a través de los nudos del tránsito. Los conductores que seguían por radio la peripecia los reconocían al pasar y los saludaban con redobles de bocinas, hasta que la ovación se generalizó a lo largo de la ruta. Andrés Villamizar había querido regresar a casa cuando perdió el rumbo de su padre, pero había manejado con tanta rudeza que el motor del carro se desprendió y se rompió la barra. Lo dejó al cuidado de los agentes de guardia en la caseta más cercana, y paró el primer automóvil que pasó: un BMW gris oscuro, manejado por un ejecutivo simpático que iba oyendo las noticias. Andrés le dijo quién era, por qué estaba en apuros y le pidió que lo acercara hasta donde pudiera.
– Súbase -le dijo-, pero le advierto que si es mentira lo que dice le va a ir muy mal.
En la esquina de la carrera séptima con la calle 80 lo alcanzó una amiga en un viejo Renault. Andrés siguió col, ella, pero el carro se les quedó sin aliento en la cuesta de la Circunvalar. Andrés se trepó como pudo en el último jeep blanco de Radio Cadena Nacional.
La cuesta que conducía a la casa estaba bloqueada por los automóviles y la muchedumbre de vecinos que se echaban a la calle. Maruja y Villamizar decidieron entonces abandonar el automóvil para caminar los cien metros que les faltaban, y descendieron sin advertirlo en el sitio mismo donde la habían secuestrado. La primera cara que reconoció Maruja entre la muchedumbre enardecida fue la de María del Rosario, creadora y directora de Colombia los Reclama, que por primera vez desde su fundación no transmitió esa noche por falta de tema. Enseguida vio a Andrés, que había saltado como pudo de la camioneta y trataba de llegar hasta su casa en el momento en que un oficial de la policía, alto y apuesto, ordenó cerrar la calle. Andrés, por inspiración pura, lo miró a los ojos y dijo con voz firme:
– Soy Andrés.
El oficial no sabía nada de él, pero lo dejó pasar. Maruja lo reconoció cuando corría hacia ella y se abrazaron en medio de los aplausos. Fue necesaria la ayuda de los patrulleros para abrirles paso. Maruja, Alberto y Andrés emprendieron el ascenso de la cuesta con el corazón oprimido, y la emoción los derrotó. Por primera vez se les saltaron las lágrimas que los tres se habían propuesto reprimir. No era para menos: hasta donde alcanzaba la vista, la otra muchedumbre de los buenos vecinos había desplegado banderas en las ventanas de los edificios más altos, y saludaban con una primavera de pañuelos blancos y una ovación inmensa la jubilosa aventura del regreso a casa.
EPILOGO
A las nueve de la mañana del día siguiente, como estaba acordado, Villamizar desembarcó en Medellín sin haber dormido una hora completa. Había sido una parranda de resurrección. A las cuatro de la madrugada, cuando lograron quedarse solos en el apartamento, Maruja y él estaban tan excitados por la jornada que permanecieron en la sala intercambiando recuerdos atrasados hasta el amanecer. En la hacienda de La Loma lo recibieron con el banquete de siempre, pero ahora bautizado con la champaña de la liberación. Fue un recreo breve, sin embargo, porque entonces era Pablo Escobar quien tenía más prisa, escondido en algún lugar del mundo sin el escudo de los rehenes. Su nuevo emisario era un hombre muy alto, locuaz, rubio puro y de largos bigotes dorados, al que llamaban el Mono, y contaba con plenos poderes para las negociaciones de la entrega. Por disposición del presidente César Gaviria, todo el proceso de debate jurídico con los abogados de Escobar se había llevado a cabo a través del doctor Carlos Eduardo Mejía, y con conocimiento del ministro de Justicia. Para fe entrega física, Mejía actuaría de acuerdo con Rafael Pardo, por el lado del gobierno, y por el otro lado actuarían Jorge Luis Ochoa, el Mono y el mismo Escobar desde las sombras. Villamizar seguía siendo un intermediario activo con el gobierno, y el padre García Herreros, que era un garante moral para Escobar, se mantendría disponible para los tropiezos de mayor urgencia.
La prisa de Escobar para que Villamizar estuviera en Medellín al día siguiente de la liberación de Maruja había hecho pensar que la entrega sería inmediata, pero pronto se vio que no, pues para él faltaban todavía algunos trámites de distracción. La mayor preocupación de todos, y de Villamizar más que de nadie, era que a Escobar no le pasara nada antes de la entrega. No era para menos: Villamizar sabía que Escobar, o sus sobrevivientes, le habrían hecho pagar con el pellejo la mínima sospecha de que hubiera faltado a su palabra. El hielo lo rompió el mismo Escobar cuando lo llamó por teléfono a La Loma y lo saludó sin preludios: