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Maruja estaba entonces a unos cinco minutos de ser libre. Al contrario de la noche del secuestro, el viaje hacia la libertad fue rápido y sin tropiezos. Al principio habían ido por un sendero destapado con vueltas y revueltas nada recomendables para un automóvil de lujo. Maruja vislumbró por las conversaciones que además del hombre a su lado iba otro junto al chofer. No le pareció que uno de ellos fuera el Doctor. Al cabo de un cuarto de hora la obligaron a acostarse en el piso y se detuvieron unos cinco minutos, pero ella no supo por qué. Luego salieron a una avenida grande y ruidosa con el tráfico espeso de las siete, y tomaron sin contratiempo una segunda avenida. De pronto, cuando no habían transcurrido más de tres cuartos de hora en total, el auto móvil frenó en seco. El hombre junto al chofer le dio a Maruja una orden desesperada:

– Ya, bájese, rápido.

El que iba junto a ella trató de sacarla del automóvil. Maruja resistió.

– No veo nada -gritó.

Quiso quitarse la venda, pero una mano brutal se lo impidió. «Espere cinco minutos antes de quitársela», le gritó. La bajó del automóvil con un empellón. Maruja sintió el vértigo del vacío, el horror, y creyó que la habían tirado a un abismo. El suelo firme le devolvió el aliento. Mientras esperaba a que el carro se alejara, sintió que estaba en una calle de poco tránsito. Con toda precaución se quitó la venda, vio las casas entre los árboles con las primeras ventanas iluminadas, y entonces conoció la verdad de ser libre. Eran las siete y veintinueve y habían pasado ciento noventa y tres días desde la noche en que la secuestraron.

Un automóvil solitario se acercó por la avenida, dio una vuelta completa y estacionó en la acera contraria, justo frente a Maruja. Ella pensó, como Beatriz en su momento, que una casualidad así no era posible. Aquel carro tenía que ser enviado por los secuestradores para garantizar el final del rescate. Maruja se acercó a la ventanilla del conductor.

– Por favor -le dijo-, soy Maruja Pachón. Acaban de liberarme.

Sólo deseaba que la ayudaran a conseguir un taxi. Pero el hombre dio un grito. Minutos antes, escuchando en la radio las noticias de las liberaciones inminentes, se había dicho: «¿Qué tal que me encontrara con Francisco Santos buscando un carro?». Maruja estaba ansiosa de ver a los suyos, pero se dejó llevar hasta la casa de enfrente para hablar por teléfono.

La dueña de la casa, los niños, todos la abrazaban a gritos cuando la reconocieron. Maruja se sentía anestesiada, y cuanto ocurría a su alrededor le parecía un engaño más de los secuestradores. El hombre que la había recogido se llamaba Manuel Caro, y era yerno del dueño de la casa, Augusto Borrero, cuya esposa era una antigua activista del Nuevo Liberalismo que había trabajado con Maruja en la campaña electoral de Luis Carlos Galán. Pero Maruja veía la vida desde fuera, como en una pantalla de cine. Pidió un aguardiente -nunca supo por qué- y se lo tomó de un golpe. Entonces llamó por teléfono a su casa, pero no recordaba bien el número y se equivocó en dos intentos. Una voz de mujer contestó al instante: «¿Quién es?». Maruja la reconoció y dijo sin dramatismo:

– Alexandra, hija. Alexandra gritó:

– ¡Mamá! ¿Dónde estás?

Alberto Villamizar había saltado del sillón cuando sonó el timbre, pero no alcanzó a ganarle de mano a Alexandra, que por casualidad pasaba cerca del teléfono. Maruja había empezado a dictarle la dirección, pero ella no tenía a la mano lápiz ni papel. Villamizar le quitó la bocina, v saludó a Maruja con una naturalidad pasmosa:

– Qué hubo, nene. ¿Cómo está?

Maruja le contestó con tono igual.

– Muy bien, mi amor, no hay problema.

Él sí tenía papel y lápiz preparados para aquel momento. Anotó la dirección mientras Maruja se la dictaba, pero sintió que algo no estaba claro y pidió que pasaran a alguien de la familia. La esposa de Borrero le hizo las precisiones que faltaban.

– Mil gracias -dijo Villamizar-. Es cerca. Voy enseguida.

Se le olvidó colgar, pues el férreo dominio de sí mismo que había mantenido en los largos meses de tensión se le disparó de pronto. Bajó las escaleras del edificio con saltos de dos en dos y atravesó corriendo el vestíbulo, perseguido por la avalancha de periodistas cargados con su parafernalia de guerra. Otros en sentido contrario estuvieron a punto de atropellarlo en el portal.

– Soltaron a Maruja -les gritó a todos-. Vamos.

Entró en el automóvil con un portazo tan violento que el chofer adormilado se asustó. «Vamos por la señora», dijo Villamizar. Le dio la dirección: diagonal 107 n° 27-73. «Es una casa blanca en la paralela occidental de la autopista», precisó. Pero la dijo con una prisa embrollada, y el chofer arrancó mal. Villamizar le corrigió el rumbo con un descontrol extraño a su carácter.

– Fíjese bien lo que hace -gritó- que tenemos que llegar en cinco minutos. ¡Y si se llega a perder lo capo!

El chofer que había padecido junto a él los tremendos dramas del secuestro, no se alteró. Villamizar recobró el aliento y lo dirigió por los caminos más cortos y fáciles, pues había visualizado la ruta a medida que le explicaban la dirección en el teléfono, para estar seguro de no perderse. Era la peor hora del tránsito pero no el peor día.

Andrés había arrancado detrás de su padre, junto con el primo Gabriel, siguiendo la caravana de los periodistas que se abría paso en el tránsito con alarmas falsas y trucos de ambulancias. A pesar de ser un conductor experto, se enredó en el tránsito. Se quedó. En cambio Villamizar llegó en un tiempo olímpico de quince minutos. No tuvo que identificar la casa, pues algunos de los periodistas que estaban en su apartamento se disputaban ya con el dueño para que los dejara entrar. Villamizar se abrió paso por entre el tumulto. No tuvo tiempo de saludar a nadie, pues la dueña de casa lo reconoció y le señaló las escaleras.

– Por ahí -le dijo.

Maruja estaba en el dormitorio principal, a donde la habían llevado para que se arreglara mientras llegaba el marido. Al entrar, se había dado de bruces con un ser desconocido y grotesco: ella misma en el espejo. Se vio hinchada y fofa, con los párpados abotargados por la nefritis, y la piel verdosa y marchita por seis meses de penumbra.

Villamizar subió en dos trancos, abrió la primera puerta que encontró, y era la de los niños, con muñecas y bicicletas. Entonces abrió la puerta de enfrente, y vio a Maruja sentada en la cama con la chaqueta de cuadros que llevaba cuando salió de su casa el día del secuestro, y recién maquillada para él. «Entró como un trueno», k dicho Maruja. Ella le saltó al cuello, y se dieron un abrazo intenso, largo y mudo. Los sacó del éxtasis el estruendo de los periodistas que lograron romper la resistencia del dueño y entraron en tropel a la casa. Maruja se asustó. Villamizar sonrió divertido.

– Son tus colegas -le dijo.

Maruja se consternó. «Tenía seis meses de no verme en el espejo», dijo. Sonrió a su imagen y no era ella. Se irguió, se estiró el cabello en la nuca con el cintillo, se recompuso como pudo tratando de que la mujer del espejo se pareciera a la imagen que ella tenía de sí misma seis meses antes. No lo consiguió.

– Estoy horrenda -dijo, y le mostró al marido los dedos deformados por la hinchazón-. No me había dado cuenta porque me quitaron los anillos.

– Estás perfecta -le dijo Villamizar.

Le abrazó por el hombro y la llevó a la sala.

Los periodistas los asaltaron con cámaras, luces y micrófonos. Maruja quedó encandilada.

«Tranquilos, muchachos -les dijo-. En el apartamento hablaremos mejor».

Fueron sus primeras palabras.

Los noticieros de las siete de la noche no dijeron nada, pero el presidente Gaviria se enteró minutos después por un monitoreo de radio que Maruja Pachón había sido liberada.

Arrancó hacia su casa con Mauricio Vargas, pero dejaron listo el comunicado oficial ce la liberación de Francisco Santos que debía ocurrir de un momento a otro. Mauricio Vargas lo había leído en voz alta frente a las grabadoras de los periodistas, con la condición de que no lo transmitieran mientras no se diera la noticia oficial.

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