Maruja vio la conferencia de prensa del padre y no encontró nada nuevo. Los noticieros de televisión volvieron a mostrar a los periodistas de guardia en las casas de los secuestrados, que bien podían haber sido las mismas imágenes del día anterior. También Maruja repitió la jornada de ayer minuto a minuto, y le sobró tiempo para ver las telenovelas de la tarde. Damaris, reanimada por d anuncio oficial, le había concedido la gracia de ordenar el menú del almuerzo, como los condenados a muerte en la víspera de la ejecución. Maruja dijo sin intención de burla que quería cualquier cosa que no fueran lentejas. Al final se les enredó el tiempo, Damaris no pudo ir de compras, y sólo hubo lentejas con lentejas para el almuerzo de despedida.
Pacho, por su parte, se puso la ropa que llevaba el día del secuestro -que le quedaba estrecha por el aumento de peso del sedentarismo y la mala comida-, y se sentó a oír las noticias y a ñamar, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro. Oyó toda clase de versiones sobre su liberación. Oyó las rectificaciones, las mentiras puras y simples de sus colegas atolondrados por la tensión de la espera. Oyó que lo habían descubierto comiendo de incógnito en un restaurante, y era un hermano suyo.
Releyó las notas editoriales, los comentarios, las informaciones que había escrito sobre la actualidad para no olvidar el oficio, pensando que las publicaría al salir como un testimonio del cautiverio. Eran más de cien. Levó una a sus guardianes, escrita en diciembre, cuando la clase política tradicional comenzó a despotricar contra la legitimidad de la Asamblea Constituyente. Pacho la fustigó con una energía y un sentido de independencia que sin duda eran producto de las reflexiones del cautiverio. «Todos sabemos cómo se obtienen votos en Colombia y cómo muchos de los parlamentarios salieron elegidos», decía en una nota. Decía que la compra de votos era rampante en todo el país, y especialmente en la costa; que las rifas de electrodomésticos a cambio de favores electorales estaban al orden del día, y que muchos de los elegidos lo lograban por otros vicios políticos, como el cobro de comisiones sobre los sueldos públicos y los auxilios parlamentarios. Por eso -decía- los elegidos eran siempre los mismos con las mismas que «ante la posibilidad de perder sus privilegios, ahora lloran a gritos». Y concluía casi contra sí mismo: «La imparcialidad de los medios -e incluyo a El Tiempo- por la que tanto se luchó y que se estaba abriendo paso, se ha esfumado».
Sin embargo, la más sorprendente de sus notas fue la que escribió sobre las reacciones de la clase política contra el M-19 cuando éste obtuvo una votación de más del diez por ciento para la Asamblea Constituyente. «La agresividad política contra el M-19 -escribió-, su restricción (por no decir discriminación) en los medios de comunicación, muestra qué tan lejos estamos de la tolerancia y cuánto nos falta para modernizar lo más importante: la mente». Decía que la clase política había celebrado la participación electoral de los antiguos guerrilleros sólo por parecer democrática, pero cuando la votación superó el diez por ciento se desató en denuestos en su contra. Y concluyó al estilo de su abuelo, Enrique Santos Montejo (Calibán), el columnista más leído en la historia del periodismo nacional: «Un sector muy específico y tradicional de los colombianos mató el tigre y se asustó con el cuero». Nada podía ser más sorprendente en alguien que se había destacado desde la escuela primaria como un espécimen precoz de la derecha romántica.
Las rompió todas, menos tres que decidió conservar por razones que él mismo no ha logrado explicarse. También conservó el borrador de los mensajes a su familia y al presidente de la república, y el de su testamento. Hubiera querido llevarse la cadena con que lo amarraban a la cama con la ilusión de que el escultor Bernardo Salcedo hiciera con ella una escultura, pero no se lo permitieron por temor de que tuviera huellas identificables. Maruja, en cambio, no quiso conservar ningún recuerdo de aquel pasado atroz que se proponía borrar de su vida. Pero como a las seis de la tarde, cuando la puerta empezó a abrirse desde fuera, se dio cuenta de hasta qué punto aquellos seis meses de amargura iban a condicionar su vida. Desde la muerte de Marina y la salida de Beatriz, aquélla era la hora de las liberaciones o las ejecuciones: igual en ambos casos. Esperó con el alma en un hilo la fórmula siniestra del ritual: «Ya nos vamos, alístese». Era el Doctor, acompañado por el segundón que había estado la víspera. Ambos parecían apurados por la hora.
– ¡Ya, ya! -instó el Doctor a Maruja-. ¡Córrale!
Había prefigurado tantas veces aquel instante, que se sintió dominada por una rara necesidad de ganar tiempo, y preguntó por su anillo.
– Se lo mandé con su cuñada -dijo el segundón.
– No es cierto -contestó Maruja con toda calma-. Usted me dijo que lo había visto después.
Más que el anillo, lo que le interesaba entonces era poner al otro en evidencia frente a su superior. Pero éste se hizo el desentendido, bajo la presión del tiempo. El mayordomo y su mujer le llevaron a Maruja el talego con los objetos personales y los regalos que le habían dado los distintos guardianes a lo largo del cautiverio: tarjetas de Navidad, la sudadera, la toalla, revistas y algún libro. Los muchachos mansos que la habían atendido en los últimos días no tenían nada más para darle que medallas y estampas de santos, y le suplicaban que rezara por ellos, que se acordara de ellos, que hiciera algo para sacarlos de la mala vida.
– Todo lo que quieran -les dijo Maruja-. Si alguna vez me necesitan, búsquenme, y yo los ayudo.
El Doctor no quiso ser menos: «¿Qué le puedo dar yo de recuerdo?», se dijo, esculcándose los bolsillos. Sacó una cápsula de 9 milímetros, y se la dio a Maruja.
– Tome -le dijo, más en serio que en broma-. La bala que no le metimos.
No fue fácil rescatar a Maruja de los abrazos del mayordomo y de Damaris, que se levantó la máscara hasta la nariz para besarla y pedirle que no la olvidara. Maruja sintió una emoción sincera. Era, a fin de cuentas, el final de los días más largos y atroces de su vida, y el minuto más feliz.
Le pusieron una capucha que debía ser la más sucia y pestilente que encontraron. Se la pusieron al revés, con los agujeros de los ojos en la nuca, y no pudo eludir el recuerdo de que así se la habían puesto a Marina para matarla. La llevaron arrastrando los pies en las tinieblas hasta un automóvil tan confortable como el que usaron para el secuestro, y la sentaron en el mismo lugar, en la misma posición, y con las mismas precauciones: la cabeza apoyada en las rodillas de un hombre para que no la vieran desde fuera. Le advirtieron que había varios retenes de policía, y que si los paraban en alguno Maruja debía quitarse la capucha y portarse bien.
A la una de la tarde Villamizar había almorzado con su hijo Andrés. A las dos y media se acostó para la siesta, y completó el sueño atrasado hasta las cinco y media. A las seis acababa de salir de la ducha y empezaba a vestirse para esperar a la esposa cuando sonó el teléfono. Descolgó la extensión de la mesa de noche y sólo alcanzó a decir: «¿Haber?». Una voz anónima lo interrumpió: «Llegará unos minutos después de las siete. Ya están saliendo». Colgó. Fue un anuncio imprevisto que Villamizar agradeció. Llamó al portero para asegurarse de que su automóvil estaba en el jardín y el chofer dispuesto. Se vistió de oscuro con corbata de rombos claros para recibir a la esposa. Quedó más esbelto que nunca pues había bajado cuatro kilos en seis meses. A las siete de la noche apareció en la sala para charlar con los periodistas mientras llegaba Maruja. Allí estaban los cuatro hijos de ella, y Andrés, el de ambos. Sólo faltaba Nicolás, el músico de la familia que llegaría de Nueva York dentro de unas horas. Villamizar se sentó en el sillón más cercano del teléfono.