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El mensaje del padre García Herreros abrió una brecha en el callejón sin salida. A Alberto Villamizar le pareció un milagro, pues en aquellos días había estado repasando nombres de posibles mediadores que fueran más confiables para Escobar por su imagen y sus antecedentes. También Rafael Pardo tuvo noticia del programa y lo inquietó la idea de que hubiera alguna filtración en su oficina. De todos modos, tanto a él como a Villamizar les pareció que el padre García Herreros podía ser el mediador apropiado para la entrega de Escobar.

A fines de marzo, en efecto, las cartas de ida y vuelta no tenían nada más que decir. Peor: era evidente que Escobar estaba usando a Villamizar como instrumento para mandar recados al gobierno sin dar nada a cambio. Su última carta era ya una lista de quejas interminables. Que la tregua no estaba rota pero había dado libertad a su gente para que se defendiera de los cuerpos de seguridad, que éstos estaban incluidos en la lista de los grandes atentados, que si no había soluciones rápidas iban a incrementar los ataques sin discriminaciones contra la policía y la población civil. Se quejaba de que el procurador sólo hubiera destituido a dos oficiales, si los acusados por los Extraditables eran veinte. Cuando Villamizar se encontraba sin salida lo discutía con Jorge Luis Ochoa, pero cuando había algo más delicado éste mismo lo mandaba a la finca de su padre en busca de buenos consejos. El viejo le servía a Villamizar medio vaso del whisky sagrado. «Tómeselo todo -le decía- que yo no sé cómo aguanta usted esta tragedia tan macha». Así estaban las cosas a principios de abril, cuando Villamizar volvió a La Loma y le hizo a don Fabio un relato pormenorizado de sus desencuentros con Escobar. Don Fabio compartió su desencanto.

– Ya no vamos a carajear más con cartas -decidió-. Si seguimos con eso va a pasar un siglo. Lo mejor es que usted mismo se entreviste con Escobar y pacten las condiciones que quieran.

El mismo don Fabio mandó la propuesta. Le hizo saber a Escobar que Villamizar estaba dispuesto a dejarse llevar con todos los riesgos dentro del baúl de un automóvil. Pero Escobar no aceptó. «Yo tal vez hablo con Villamizar, pero no ahora», contestó. Tal vez temeroso todavía del dispositivo electrónico de seguimiento que podía llevar escondido en cualquier parte, inclusive bajo la corona de oro de una muela.

Mientras tanto seguía insistiendo en que se sancionara a los policías, y en las acusaciones a Maza Márquez de estar aliado con los paramilitares y el cartel de Cali para matar a su gente. Esta acusación, y la de haber matado a Luis Carlos Galán, eran dos obsesiones encarnizadas de Escobar contra el general Maza Márquez. Éste contestaba siempre en público o en privado que por el momento no hacía la guerra contra el cartel de Cali porque su prioridad era el terrorismo de los narcotraficantes y no el narcotráfico. Escobar, por su parte, había escrito en una carta a Villamizar, sin que viniera a cuento: «Dígale a doña Gloria que a su marido lo mató Maza, de eso no le quepa la menor duda». Ante la reiteración constante de esa acusación, la respuesta ce Maza fue siempre la misma: «El que más sabe que no es cierto es el mismo Escobar».

Desesperado con aquella guerra sangrienta y estéril que derrotaba cualquier iniciativa de la inteligencia, Villamizar intentó un último esfuerzo por conseguir que el gobierno hiciera una tregua para negociar. No fue posible. Rafael Pardo le había hecho ver desde el principio que mientras las familias de los secuestrados chocaban con la determinación del gobierno de no hacer la mínima concesión, los enemigos de la política de sometimiento acusaban al gobierno de estar entregando el país a los traficantes.

Villamizar -acompañado en esa ocasión por su cuñada, doña Gloria de Galán- visitó también al general Gómez Padilla, director general de la Policía. Ella le pidió al general una tregua de un mes para intentar un contacto personal con Escobar.

– Nos morimos de la pena, señora -le dijo el general-, pero no podemos parar los operativos contra este criminal. Usted está actuando bajo su riesgo, y lo único que podemos hacer es desearle buena suerte.

Fue todo lo que consiguieron ante el hermetismo de la policía para impedir las filtraciones inexplicables que le habían permitido a Escobar burlar los cercos mejor tendidos. Pero doña Gloria no se fue con las manos vacías, pues un oficial le dijo al despedirse que a Maruja la tenían en algún lugar del departamento de Nariño, en la frontera con el Ecuador. Ella sabía por Beatriz que estaba en Bogotá, de modo que el despiste de la policía le disipó el temor de una operación de rescate.

Las especulaciones de prensa sobre las condiciones de la entrega de Escobar habían alcanzado por aquellos días proporciones de escándalo internacional. Las negativas de la policía, las explicaciones de todos los estamentos del gobierno, y aun del presidente en persona, no acabaron de convencer a muchos de que no había negociaciones y componendas secretas para la entrega.

El general Maza Márquez creía que era cierto. Más aún: estuvo siempre convencido -y se lo dijo a todo el que quiso oírlo- que su destitución sería una de las condiciones capitales de Escobar para su entrega. El presidente Gaviria parecía disgustado desde antes con algunas declaraciones de rueda libre que Maza Márquez hacía a la prensa y por rumores nunca confirmados de que algunas filtraciones obligadas eran obra suya. Pero en aquel momento -después de tantos años en su cargo, con una popularidad inmensa por su mano dura contra la delincuencia y su inefable devoción por el Divino Niño- no era probable que tomara la determinación de destituirlo en frío. Maza tenía que ser consciente de su poder, pero también debía saber que el presidente terminaría por ejercer el suyo, y lo único que había pedido -mediante mensajes de amigos comunes- era que le avisaran con bastante tiempo para poner a salvo a su familia.

El único funcionario autorizado para mantener contactos con los abogados de Pablo Escobar -y siempre con constancia escrita- era el director de Instrucción Criminal, Carlos Alberto Mejía. A él le correspondió por ley acordar los detalles operativos de la entrega y las condiciones de seguridad y de vida dentro de la cárcel.

El ministro Giraldo Ángel en persona revisó las opciones posibles. Le había interesado el pabellón de alta seguridad de Itagüí desde que se entregó Fabio Ochoa, en noviembre del año anterior, pero los abogados de Escobar lo objetaron por ser un blanco fácil para carrobombas. También le pareció aceptable la idea de convertir en cárcel blindada un convento del Poblado -cerca del edificio residencial donde Escobar había escapado a la explosión de doscientos kilos de dinamita que atribuyó al cartel de Calipero las monjas propietarias no quisieron venderlo. Había propuesto reforzar la cárcel de Medellín, pero se opuso el Consejo Municipal en pleno. Alberto Villamizar, temeroso de que la entrega se frustrara por falta de cárcel, intercedió con razones de peso en favor de la propuesta que Escobar había hecho en octubre del año anterior: el Centro Municipal para Drogadictos El Claret, a doce kilómetros del parque principal de Envigado, en una finca conocida como La Catedral del Valle, que estaba inscrita a nombre de un testaferro de Escobar. El gobierno estudiaba la posibilidad de tomar el centro en arriendo y acondicionarlo como cárcel, consciente como era de que Escobar no se entregaría s no solucionaba el problema de su propia seguridad. Sus abogados exigían que las guardias fueran de antioquenos y que la seguridad externa corriera a cargo de cualquier cuerpo armado menos de la policía, por temor a represalias por los agentes asesinados en Medellín.

El alcalde de Envigado, responsable de la obra definitiva, tomó nota del informe del gobierno, y emprendió la dotación de la cárcel, que debería entregar al Ministerio de Justicia conforme al contrato de arrendamiento firmado entre los dos. La construcción básica era de una simplicidad escolar, con pisos de cemento, techos de teja y puertas metálicas pintadas de verde. El área administrativa en lo que fue la antigua casa de la finca estaba compuesta por tres pequeños salones, la cocina, un patio empedrado y la celda de castigo. Tenía un dormitorio colectivo de cuatrocientos metros cuadrados, y otro salón amplio para biblioteca y sala de estudios, y seis celdas individuales con baño privado. En el centro había un espacio comunal de unos seiscientos metros cuadrados, con cuatro duchas, un vestidor y seis sanitarios. El acondicionamiento había empezado en febrero, con setenta obreros de planta que dormían por turnos unas pocas horas al día. La topografía difícil, el pésimo estado de la vía de acceso y el fuerte invierno obligaron a prescindir de volquetas y camiones, y tuvieron que transportar gran parte del mobiliario a lomo de muía. Los primeros fueron dos calentadores de agua para cincuenta litros cada uno, los catres cuartelarios y unas dos docenas de pequeños butacos de tubos pintados de amarillo. Veinte materas con plantas ornamentales -araucarias aureles y palmas arecas- completaron el decorado interior. Como el antiguo reclusorio no contaba con redes para teléfono, la comunicación de la cárcel se haría al principio por el sistema de radio. El costo final de la obra fue de ciento veinte millones de pesos que pagó el municipio de Envigado. En los cálculos iniciales se había previsto para ocho meses, pero cuando entró en escena el padre García Herreros se apresuraron los trabajos a marchas forzadas.

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