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– Si Escobar no piensa quedarse por lo menos catorce años en la cárcel -dijo- no creo que el gobierno vaya aceptarle la entrega.

El apreció tanto la opinión, que tuvo una idea insólita: «¿Por qué no le escribe una carta al Patrón?». Y enseguida, ante el desconcierto de Maruja, insistió.

– En serio, escríbale eso -le dijo-. Puede servir de mucho.

Dicho y hecho. Le llevó papel y lápiz, y esperó sin prisa, paseándose de un extremo al otro del cuarto. Maruja se fumó media cajetilla de cigarrillos desde la primera letra hasta la última mientras escribía, sentada en la cama y con el papel apoyado en una tabla. En términos sencillos le dio las gracias a Escobar por la seguridad que fe habían infundido sus palabras. Le dijo que no tenía sentimientos de venganza contra él ni contra los que estaban a cargo de su secuestro, y a todos les agradeció la forma digna con que la habían tratado. Esperaba que Escobar pudiera acogerse a los decretos del gobierno para que lograra un buen futuro para él y para sus hijos en su país. Por último, con la misma fórmula que Villamizar le había sugerido en su carta, ofreció su sacrificio por la paz de Colombia. El Doctor esperaba algo más concreto sobre las condiciones de la entrega, pero Maruja lo convenció de que el efecto sería el mismo sin incurrir en detalles que pudieran parecer impertinentes o que fueran mal interpretados. Tuvo razón: la carta fue distribuida a la prensa por Pablo Escobar, que en ese momento la tenía a su alcance por el interés de la rendición.

Maruja le escribió a Villamizar en el mismo correo una carta muy distinta de la que había concebido bajo los efectos de la rabia, y así logró que él reapareciera en la televisión después de muchas semanas de silencio. Esa noche, bajo los efectos del somnífero arrasador, soñó que Escobar bajaba de un helicóptero protegiéndose con ella de una ráfaga de balas como en una versión futurista de las películas de vaqueros.

Al final de la visita, el Doctor había dado instrucciones a la gente de la casa para que se esmeraran en el trato a Maruja. El mayordomo y Damaris estaban tan contentos con las nuevas órdenes, que a veces se excedieron en sus complacencias. Antes de despedirse, el Doctor había decidido cambiar la guardia. Maruja le pidió que no. Los jóvenes bachilleres, que cumplían el turno de abril, habían sido un alivio después de los desmanes de marzo, y seguían manteniendo con ella una relación pacífica. Maruja se había ganado la confianza. Le comentaban lo que oían al mayordomo y su mujer y la ponían al comente de contrariedades internas que antes eran secretos de Estado. Llegaron a prometerle -y Maruja lo creyó- que si alguien intentaba algo contra ella serían los primeros en impedirlo. Le demostraban sus afectos con golosinas que se robaban en la cocina, y le regalaron una lata de aceite de oliva para disimular el sabor abominable de las lentejas.

Lo único difícil era la inquietud religiosa que los atormentaba y que ella no podía satisfacer por su incredulidad congénita y su ignorancia en materias de fe. Muchas veces corrió el riesgo de estropear la armonía del cuarto. «A ver cómo es la vaina -les preguntaba-. ¿Si es pecado matar por que matan ustedes?» Los desafiaba: «Tantos rosarios a las seis de la tarde, tantas veladoras, tantas vainas con el Divino Niño, y si yo tratara de escaparme no pensarían en él para matarme a tiros». Los debates llegaron a ser tan virulentos que uno de ellos gritó espantado:

– ¡Ustedes atea!

Ella gritó que sí. Nunca pensó causar semejante estupor. Consciente de que su radicalismo ocioso podía costarle caro, se inventó una teoría cósmica del mundo y de la vida que les permitía discutir sin altercados. De modo que la idea de reemplazarlos por otros desconocidos no era recomendable. Pero el Doctor le explicó:

– Es para resolverle esta vaina de las ametralladoras.

Maruja entendió lo que quería decir cuando llegaron los del nuevo turno. Eran unos lavapisos desarmados que limpiaban y trapeaban todo el día, hasta el extremo de que estorbaban más que la basura y el mal estado de antes. Pero la tos de Maruja desapareció poco a poco, y el nuevo orden le permitió asomarse a la televisión con una tranquilidad y una concentración que eran convenientes para su salud y su equilibrio.

La incrédula Maruja no le prestaba la menor atención a El Minuto de Dios, un raro programa de sesenta segundos en el cual el sacerdote budista de ochenta y dos años, Rafael García Herreros, hacía una reflexión más social que religiosa, y muchas veces críptica. En cambio Pacho Santos, que es un católico ferviente y practicante, se interesaba en el mensaje que tenía muy Poco en común con el de los políticos profesionales. El padre era una de las caras más conocidas del país desde enero de 1955, cuando se inició el programa en el canal 7 de la Televisora Nacional. Antes había sido una voz conocida en una emisora de Cartagena desde 1950, en una de Cali desde enero del 52, en Medellín desde setiembre del 54 y en Bogotá desde diciembre de ese mismo año. En la televisión empezó casi al mismo tiempo de la inauguración del sistema. Se distinguía por su estilo directo y a veces brutal, y hablaba con sus ojos de águila fijos en el espectador. Todos los años, desde 1961, había organizado el Banquete del Millón, al cual asistían personas muy conocidas -o que querían serlo- y pagaban un millón de pesos por una taza de consomé y un pan servidos por una reina de la belleza, para recolectar fondos destinados a la obra social que llevaba el mismo nombre del programa. La invitación más estruendosa fue la que hizo en 1968 con una carta personal a Brigitte Bardot. La aceptación inmediata de la actriz provocó el escándalo de la mojigatería local, que amenazó con sabotear el banquete. El padre se mantuvo en su decisión. Un incendio más que oportuno en los estudios de Boulogne, en París, y la explicación fantástica de que no había lugar en los aviones, fueron los dos pretextos con que se sorteó el gran ridículo nacional.

Los guardianes de Pacho Santos eran espectadores asiduos de El Minuto de Dios, pero ellos sí se interesaban por su contenido religioso más que por el social. Creían a ciegas, como la mayoría de las familias de los tugurios de Antioquia, que el padre era un santo. El tono era siempre crispado y el contenido -a veces- incomprensible. Pero el programa del 18 de abril -dirigido sin duda pero sin nombre propio a Pablo Escobar- fue indescifrable. Me han dicho que quiere entregarse. Me han dicho que quisiera hablar conmigo -dijo el padre García Herreros mirando directo a fe cámara-. ¡Oh, mar! ¡Oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde cuando el sol está cayendo! ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con su bregar, y no puedo contarle a nadie mi secreto. Sin embargo, me está ahogando interiormente. Dime ¡Oh, mar!: ¿Podré hacerlo? ¿Deberé hacerlo? Tú que sabes toda la historia de Colombia, tú que viste a los indios que adoraban en esta playa, tú que oíste el rumor de la historia: ¿deberé hacerlo? ¿Me rechazarán si lo hago? ¿Me rechazarán en Colombia? Si lo hago: ¿se formará una balacera cuando yo vaya con ellos? ¿Caeré con ellos en esta aventura?

Maruja también lo oyó, pero le pareció menos raro que a muchos colombianos, porque siempre había pensado que al padre le gustaba divagar hasta extraviarse en las galaxias. Lo veía más bien como un aperitivo ineludible del noticiero de las siete. Aquella noche le llamó la atención porque todo lo que tuviera que ver con Pablo Escobar tenía que ver también con ella. Quedó perpleja e intrigada, y muy inquieta con la incertidumbre de lo que pudiera haber en el fondo de aquel galimatías providencial. Pacho, en cambio, seguro de que el padre lo sacaría de aquel purgatorio, se abrazó de alegría con su guardián.

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