Maruja tenía un matrimonio sin sobresaltos, sin un sí ni un no, perfecto, pero quizás le hacía falta el gramo de inspiración y de riesgo que ella necesitaba para sentirse viva. Liberaba su tiempo para Villamizar con pretextos de oficina. Inventaba más trabajo del que tenía, inclusive los sábados desde las doce del día hasta las diez de la noche. Los domingos y feriados improvisaban fiestas juveniles, conferencias de arte, cineclubes de media noche, cualquier cosa, sólo por estar juntos. Él no tenía problemas: era soltero y a la orden, vivía a su aire y comía a la carta, y con tantas novias de sábado que era como no tener ninguna. Sólo le faltaba la tesis final para ser médico cirujano como su padre, pero los tiempos eran más propicios para vivir fe vida que para curar enfermos. El amor empezaba a salirse de los boleros, se acabaron las esquelas perfumadas que habían durado cuatro siglos, las serenatas lloradas, los monogramas en los pañuelos, el lenguaje de las flores, los cines desiertos a las tres de la tarde, y el mundo entero andaba como envalentonado contra la muerte por la demencia feliz de los Beatles.
Al año de conocerse se fueron a vivir juntos con los hijos de Maruja en un apartamento de cien metros cuadrados. «Era un desastre», dice Maruja. Con razón: vivían en medio de unas peloteras de todos contra todos, de estropicios de platos rotos, de celos y suspicacias para niños y adultos. «A veces lo odiaba a muerte», dice Maruja. «Y yo a ella», dice Villamizar. «Pero sólo por cinco minutos», ríe Maruja. En octubre de 1971 se casaron en Ureña, Venezuela, y fue como agregar un pecado más a su vida, porque el divorcio no existía y muy pocos creían en la legalidad del matrimonio civil. A los cuatro años nació Andrés, hijo único de los dos. Los sobresaltos continuaban pero les dolían menos: la vida se había encargado de enseñarles que la felicidad del amor no se hizo para dormirse en ella sino para joderse juntos.
Maruja era hija de Álvaro Pachón de la Torre, un periodista estrella de los cuarenta, que había muerto con dos colegas notables en un accidente de tránsito histórico en el gremio. Huérfana también de madre, ella y su hermana Gloria habían aprendido a defenderse solas desde muy jóvenes. Maruja había sido dibujante y pintora a los veinte años, publicista precoz, directora y guionista de radio y televisión, jefe de relaciones públicas o publicidad de empresas mayores, y siempre periodista. Su talento artístico y su carácter impulsivo se imponían de entrada, con la ayuda de un don de mando bien escondido tras el remanso de sus ojos gitanos. A Villamizar, por su lado, se le olvidó la medicina, se cortó el pelo, tiró a la basura la camisa única, se puso corbata, y se hizo experto en ventas masivas de todo lo que le dieran a vender. Pero no cambió su modo de ser. Maruja reconoce que fue él, más que los golpes de la vida, quien la curó del formalismo y las inhibiciones de su medio social.
Trabajaban cada uno por su lado y con éxito mientras los hijos crecían en la es cuela. Maruja volvía a casa a las seis de la tarde para ocuparse de ellos. Escarmentada por su propia educación estricta y convencional, quiso ser una madre distinta que no asistía a las reuniones de padres en el colegio ni ayudaba a hacer las tareas. Las hijas se quejaban: «Queremos una mamá como las otras». Pero Maruja los sacó a pulso por el lado contrario, con la independencia y la formación para hacer lo que les diera la gana. Lo curioso es que a todos les dio la gana de ser lo que ella hubiera querido que fueran. Mónica es hoy pintora egresada de la Academia de Bellas Artes de Roma, y una diseñadora gráfica. Alexandra es periodista y programadora y directora de televisión. Juana es guionista y directora de televisión y cine. Nicolás es compositor de música para cine y televisión. Patricio es sicólogo profesional. Andrés, estudiante de economía, picado por el alacrán de la política gracias al mal ejemplo de su padre, fue elegido por votación popular, a los veintiún años, edil de la alcaldía menor de Chapinero, en el norte de Bogotá.
La complicidad de Luis Carlos Galán y Gloria Pachón desde que eran novios fue decisiva para una carrera política que ni Alberto ni Maruja habían vislumbrado. Galán, a sus treinta y siete años, entró en la recta final para la presidencia de la república por el Nuevo Liberalismo. Su esposa Gloria, también periodista, y Maruja, ya veterana en promoción y publicidad, concibieron y dirigieron estrategias de imagen para seis campañas electorales. La experiencia de Villamizar en ventas masivas le había dado un conocimiento logístico de Bogotá que muy pocos políticos tenían. Los tres en equipo hicieron en un mes frenético la primera campaña electoral del Nuevo Liberalismo en la capital, y barrieron a electoreros curtidos. En las elecciones de 1982 Villamizar se inscribió en el sexto renglón de una lista que no esperaba elegir más de cinco representantes para la Cámara, y eligió nueve. Por desgracia, aquella victoria fue el preludio de una nueva vida que había de conducir a Alberto y a Maruja -ocho años después- a la tremenda prueba de amor del secuestro. Unos diez días después de la carta, el jefe grande al que llamaban el Doctor -ya reconocido como el gran gerente del secuestro-, visitó a Maruja sin anunciarse. Después de verlo en la primera casa adonde la llevaron la noche de la captura, había vuelto unas tres veces antes de la muerte de Marina. Mantenía con ésta largas conversaciones en susurros, sólo explicables por una confianza muy antigua. Su relación con Maruja había sido siempre la peor. Para cualquier intervención de ella, por simple que mera, tenía una réplica altanera y un tono brutal.
«Usted no tiene nada que decir aquí». Cuando estaban todavía las tres rehenes ella quiso hacerle un reclamo por las condiciones miserables del cuarto a las que atribuía su tos pertinaz y sus dolores erráticos.
– Yo he pasado noches peores en sitios mil veces peores que éste -le contestó él con rabia-. ¿Qué se creen ustedes?
Sus visitas eran anuncios de grandes acontecimientos, buenos o malos, pero siempre decisivos. Esta vez, sin embargo, alentada por la carta de Escobar, Maruja tuvo ánimos para enfrentarlo.
La comunicación fue inmediata y de una fluidez sorprendente. Ella empezó por preguntarle sin resentimientos qué quería Escobar, cómo iba la negociación, qué posibilidades había de que se entregara pronto. Él le explicó sin reticencias que nada sería fácil sin las garantías suficientes para la seguridad de Pablo Escobar y la de su familia y su gente. Maruja le preguntó por Guido Parra, cuya gestión la había ilusionado y cuya desaparición súbita la intrigaba.
– Es que no se portó muy bien -le dijo él sin dramatismo-. Ya está afuera.
Aquello podía interpretarse de tres modos: o había perdido su poder, o en realidad se había ido del país -como se publicó- o lo habían matado. Él se escapó con la respuesta de que en realidad no lo sabía.
En parte por una curiosidad irresistible, y en parte por ganarse su confianza, Maruja preguntó también quién había escrito una carta que los Extraditables habían dirigido en esos días al embajador de los Estados Unidos sobre la extradición y el tráfico de drogas. No sólo le había llamado la atención por la fuerza de sus argumentos sino por la buena redacción. El Doctor no lo sabía a ciencia cierta, pero le constaba que Escobar escribía él mismo sus cartas, repensando y repitiendo borradores hasta que lograba decir lo que quería sin equívocos ni contradicciones. Al final de la charla de casi dos horas, el Doctor volvió a abordar el tema de la entrega. Maruja se dio cuenta de que estaba más interesado de lo que pareció al principio y que no sólo pensaba en la suerte de Escobar sino también en la propia. Ella, por su parte, tenía un criterio bien formado de las controversias y la evolución de los decretos, conocía las menudencias de la política de sometimiento y las tendencias de la Asamblea Constituyente sobre la extradición y el indulto.