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Al final del corredor, a la derecha de su cuarto, podía saltar por una ventana que daba a un patiecito cerrado, y después escalar la tapia cubierta de enredaderas junto a un árbol de buenas ramas. Ignoraba qué había detrás de la tapia, pero siendo una casa de esquina tenía que ser una calle. Y casi con seguridad, la calle donde estaban la tienda de víveres, la farmacia y un taller de automóviles. Éste, sin embargo, era quizás un factor negativo, porque podía ser una pantalla de los secuestradores. En efecto, Pacho oyó una vez por ese lado una discusión sobre fútbol con dos voces que eran sin duda de guardianes suyos. En todo caso, la salida por la tapia sería fácil, pero el resto era impredecible. De modo que la mejor alternativa era el baño, con la ventaja indispensable de ser el único lugar donde le permitían ir sin las cadenas.

Tenía claro que la evasión debía ser a pleno día, pues nunca iba al baño después de acostarse -aun si permanecía despierto frente a la televisión o escribiendo en la cama- y la excepción podía delatarlo. Además, los comercios cerraban temprano, los vecinos se recogían después de los noticieros de las siete y a las diez no había un alma en el contorno. Aun en las noches de viernes, que en Bogotá son fragorosas, sólo se percibía el resuello lento de la fábrica de cerveza o el alarido instantáneo de una ambulancia desbocada en la avenida Boyacá. Además, de noche no sería fácil encontrar un refugio inmediato en las calles desiertas, y las puertas de tiendas y hogares estarían cerradas con aldabas y cerrojos superpuestos contra los riesgos de la noche.

Sin embargo, la oportunidad se presentó el 6 de marzo -más calva que nunca- y fue de noche. Uno de los guardianes había llevado una botella de aguardiente y lo invitó a un trago, mientras veían un programa sobre Julio Iglesias en la televisión. Pacho bebió poco y sólo por complacerlo. El guardián había entrado de turno esa tarde, venía con los tragos adelantados y cayó redondo antes de terminar la botella, y sin encadenar a Pacho. Éste, muerto de sueño, no vio la oportunidad que le caía del cielo. Siempre que quisiera ir de noche al baño debía acompañarlo su guardián de turno, pero prefirió no perturbar su borrachera feliz. Salió al corredor oscuro con toda inocencia -tal como estaba, descalzo y en calzoncillos- y pasó sin respirar frente al cuarto donde dormían los otros guardianes. Uno roncaba como un rastrillo. Pacho no había tomado conciencia hasta entonces de que se estaba fugando sin saberlo, y de que lo más difícil había pasado. Una ráfaga de náusea le subió del estómago, le heló la lengua y le desbocó el corazón. «No era el miedo de fugarme sino el de no atreverme», diría más tarde. Entró al baño en tinieblas y ajustó la puerta con una determinación sin regreso. Otro guardián, todavía medio dormido, empujó la puerta y le alumbró la cara con una linterna. Ambos se quedaron atónitos.

– ¿Qué haces? -preguntó el guardián. Pacho le contestó con voz firme: -Cagando.

No se le ocurrió nada más. El guardián movió la cabeza sin saber qué pensar.

– Okey -dijo al fin-. Buen provecho.

Permaneció en la puerta alumbrándolo con el haz de la linterna, sin pestañear, hasta que Pacho terminó lo suyo como si fuera cierto.

En el curso de la semana, vencido por la depresión del fracaso, resolvió fugarse de una manera radical e irremediable. «Saco la cuchilla de la maquinita de afeitar, me corto las venas, y amanezco muerto», se dijo. El día siguiente, el padre Alfonso Llanos Escobar publicó en El Tiempo su columna semanal, dirigida a Pacho Santos, en la cual le ordenaba en el nombre de Dios que no se le ocurriera suicidarse. El artículo llevaba tres semanas en el escritorio de Hernando Santos, que dudaba entre publicarlo o no -sin tener claro por qué- y el día anterior lo decidió a última hora y también sin saber por qué. Todavía, cada vez que lo cuenta, Pacho vuelve a vivir el estupor de aquel día.

Un jefe segundón que visitó a Maruja a principios de abril le prometió mediar para que su marido le mandara una carta que ella necesitaba como una medicina del alma y del cuerpo. La respuesta fue increíble: «No hay problema». El hombre se fue como a las siete de la noche. Hacia las doce y media, después de la caminata por el patio, el mayordomo dio unos golpes urgentes en la puerta atrancada por dentro, y le entregó la carta. No era ninguna de las emisarias que Villamizar le había mandado con Guido Parra sino la que le mandó con Jorge Luis Ochoa, y a la cual había puesto Gloria Pachón de Galán una posdata consoladora. Al dorso del mismo papel, Pablo Escobar había escrito una nota de su puño y letra: «Yo sé que esto ha sido terrible para usted y para su familia, pero mi familia y yo también hemos sufrido muchísimo. Pero no se preocupe, yo le prometo que a usted no le va a pasar nada, pase lo que pase». Y terminaba con una confidencia marginal que a Maruja le pareció inverosímil: «No le haga caso a mis comunicados de prensa que sólo son para presionar». La carta del esposo, en cambio, la desalentó por su pesimismo. Le decía que las cosas iban bien, pero que tuviera paciencia, porque la espera podía ser todavía más larga. Seguro de que sería leída antes de entregarla, Villamizar había terminado con una frase que en ese caso era más para Escobar que para Maruja: «Ofrece tu sacrificio por la paz de Colombia». Ella se enfureció. Había captado muchas veces los recados mentales que Villamizar le mandaba desde su terraza, y le contestaba con toda el alma: «Sáquerne de aquí, que ya no sé ni quién soy después de tantos meses de no mirarme en un espejo».

Con aquella carta tuvo un motivo más para contestarle de su puño y letra que qué paciencia ni que paciencia carajo, con tanta como había tenido y padecido en las noches de horror en que la despertaba de pronto el pasmo de la muerte. Ignoraba que era una carta antigua, escrita entre el fracaso con Guido Parra y las primeras entrevistas con los Ochoa, cuando aún no se vislumbraba ni una luz de esperanza. No podía esperarse que fuera una carta optimista, como lo hubiera sido en esos días en que ya parecía definido el camino de su liberación.

Por fortuna, el malentendido sirvió para que Maruja tomara conciencia de que su rabia podía no ser tanto por la carta como por un rencor más antiguo e inconsciente contra el esposo: ¿por qué Alberto había permitido que soltaran sola a Beatriz si era él quien manejaba el proceso? En diecinueve años de vida común no había tenido tiempo, ni motivo ni valor para hacerse una pregunta como ésa, y la respuesta que se dio a sí misma la volvió consciente de la verdad: había resistido el secuestro porque sabía con seguridad absoluta que su esposo dedicaba cada instante de su vida a tratar de liberarla, y que lo hacía sin reposo y aun sin esperanzas por la seguridad absoluta de que ella lo sabía. Era -aunque ni él ni ella lo supieran- un pacto de amor.

Se habían conocido diecinueve años antes en una reunión de trabajo cuando ambos eran publicistas juveniles. «Alberto me gustó de una», dice Maruja. ¿Por qué? Ella no lo piensa dos veces: «Por su aire de desamparo». Era la respuesta menos pensada. A primera vista, Villamizar parecía un ejemplar típico del universitario inconforme de la época, con el cabello hasta los hombros, la barba de anteayer y una sola camisa que lavaba cuando llovía. «A veces me bañaba», dice hoy muerto de risa. A segunda vista era parrandero, acostadizo y de genio atravesado. Pero Maruja lo vio de una vez a tercera vista, como un hombre que podía perder la cabeza por una mujer bella, y más si era inteligente y sensible, y más aún si tenía de sobra lo único que hacía falta para acabar de criarlo: una mano de hierro y un corazón de alcachofa.

Preguntado qué le había gustado de ella, Villamizar contesta con un gruñido. Tal vez porque Maruja, aparte de sus gracias visibles, no tenía las mejores credenciales para enamorarse de ella. Estaba en la flor de sus treinta años, se había casado por la Iglesia católica a los diecinueve, y tenía cinco hijos de su esposo -tres mujeres y dos hombres-, que habían nacido con intervalos de quince meses. «Se lo conté todo de una -dice Maruja para que supiera que estaba metiéndose en terreno minado». El la oyó con otro gruñido, y en vez de invitarla a almorzar le pidió a un amigo común que los invitara a los dos. Al día siguiente la invitó él con el mismo amigo, al tercer día la invitó a ella sola, y al cuarto día se vieron los dos sin almorzar. Así siguieron encontrándose todos los días con las mejores intenciones. Cuando se le pregunta a Villamizar si estaba enamorado o sólo quería acostarse con ella, dice en santandereano puro: «No joda, era de lo más serio». Tal vez no se imaginaba él mismo hasta qué punto lo era.

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