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– Ustedes matan a sus amigos, sus amigos los matan a ustedes, todos terminarán matándose los unos a los otros -le gritó-. ¿Quién los entiende? Tráiganme a alguien que me explique qué clase de bestias son ustedes.

Desesperado tal vez por no poder matarla, Barrabás golpeó la pared con un puñetazo que le lastimó los huesos de la muñeca. Dio un grito salvaje y rompió a llorar de noria. Maruja no se dejó ablandar por la compasión. El mayordomo pasó la tarde tratando de apaciguarla e hizo un esfuerzo inútil por mejorar la cena.

Maruja se preguntaba cómo era posible que con semejante desmadre siguieran creyendo que tenían algún sentido los diálogos en susurro, la reclusión en el cuarto, el racionamiento del radio y la televisión por motivos de seguridad. Aburrida de tanta demencia se sublevó contra las leyes inservibles del cautiverio, habló con voz natural, iba al baño cuando se le antojaba. En cambio, el temor a una agresión se hizo más intenso, sobre todo cuando el mayordomo la dejaba sola con la pareja de turno. El drama culminó una mañana en que un guardián sin máscara irrumpió en el baño cuando ella estaba jabonándose bajo la ducha. Maruja alcanzó a cubrirse con la toalla y lanzó un grito de terror que debió oírse en todo el sector. El hombre permaneció petrificado, con una pavorosa cara de muerto y el alma en un hilo por temor a las reacciones del vecindario. Pero no acudió nadie, no se oyó un suspiro. El guardián salió caminando hacia atrás, en puntillas, y con la cara de muerto más pavorosa aún por el rencor.

El mayordomo reapareció cuando menos lo esperaban con una mujer distinta que se tomó el poder de la casa. Pero en vez de controlar el desorden ambos contribuyeron a aumentarlo. La mujer lo secundaba en sus borracheras de arrabal que solían terminar con trompadas y botellazos. Las horas de las comidas se volvieron improbables. Los domingos se iban de farra y dejaban a Maruja y a los guardianes sin nada que comer hasta el día siguiente. Una madrugada, mientras Maruja caminaba sola en el patio, se fueron los cuatro guardianes a saquear la cocina, y dejaron las ametralladoras en el cuarto. Un pensamiento la estremeció. Lo saboreó mientras conversaba con el perro, lo acariciaba, le hablaba en susurros, y el animal regocijado le lamía las manos con gruñidos de complicidad. El grito de Barrabás la sacó de sus sueños.

Fue el final de una ilusión. Cambiaron el perro por otro con catadura de carnicero. Prohibieron las caminatas, y Maruja fue sometida a un régimen de vigilancia perpetua. Lo que más temió entonces fue que la amarraran en la cama con una cadena forrada en plástico que Barrabás enrollaba y desenrollaba como una camándula de hierro. Maruja se adelantó a cualquier propósito.

– Si yo hubiera querido irme de aquí ya me habría ido hace tiempo -dijo-. Me he quedado sola varias veces, y si no me he fugado es porque no he querido.

Alguien debió de llevar las quejas porque el mayordomo entró una mañana con una humildad sospechosa, y dio toda clase de excusas. Que se moría de la vergüenza, que los muchachos iban a portarse bien en adelante, que ya había mandado por su esposa, que ya volvía. Así fue: volvió la misma Damaris de siempre, con las dos niñas, con las minifaldas de gaitero escocés y las lentejas aborrecidas. Con la misma actitud llegaron al día siguiente dos jefes enmascarados que sacaron a empellones a los cuatro guardianes e impusieron el orden. «No volverán más nunca», dijo uno de los jefes con una determinación espeluznante.

Dicho y hecho.

Esa misma tarde mandaron el equipo de los bachilleres, y fue como un regreso mágico a la paz de febrero: el tiempo pausado, las revistas de variedades, la música de Guns n' Roses, y las películas de Mel Gibson con pistoleros a sueldo curtidos en los desenfrenos del corazón.

A Maruja la conmovía que los matones adolescentes las oían y las veían con la misma devoción que sus hijos.

A fines de marzo, sin ningún anuncio, aparecieron dos desconocidos que se habían puesto las capuchas prestadas por los guardianes para no hablar a cara descubierta. Uno de ellos, sin saludar apenas, empezó a medir el piso con una cinta métrica de sastre, mientras el otro trataba de congraciarse con Maruja.

– Encantado de conocerla, señora -le dijo-. Venimos a alfombrar el cuarto.

– ¡Alfombrar el cuarto! -gritó Maruja, ciega de rabia-. ¡Váyanse al carajo! Lo que yo quiero es largarme de aquí. ¡Ahora mismo!

En todo caso, lo más escandaloso no era la alfombra, sino lo que ella podía significar: un aplazamiento indefinido de su liberación. Uno de los guardianes diría después que la interpretación que hizo Maruja había sido equivocada, pues tal vez significaba que ella se iba pronto y renovaban el cuarto para otros rehenes mejor considerados. Pero Maruja estaba segura de que una alfombra en aquel momento sólo podía entenderse como un año más de su vida.

También Pacho Santos tenía que ingeniárselas para mantener ocupados a sus guardianes, pues cuando se aburrían de jugar a las barajas, de ver diez veces seguidas la misma película, de contar sus hazañas de machos, se ponían a dar vueltas en el cuarto como leones enjaulados. Por los agujeros de la capucha se les veían los ojos enrojecidos. Lo único que podían hacer entonces era tomarse unos días de descanso. Es decir: embrutecerse de alcohol y de droga en una semana de parrandas encadenadas, y regresar peor. La droga estaba prohibida y castigada con severidad, y no sólo durante el servicio, pero los adictos encontraban siempre la manera de burlar la vigilancia de sus superiores. La de rutina era la marihuana, pero en tiempos difíciles se recetaban unas olimpiadas de bazuco que hacían temer cualquier descalabro. Uno de los guardianes, después de una noche de brujas en la calle, irrumpió en el cuarto y despertó a Pacho con un alarido. Él vio la máscara de diablo casi pegada a su cara, vio unos ojos sangrientos, unas cerdas erizadas que le salían por las orejas, y sintió el tufo de azufre de los infiernos. Era uno de sus guardianes que quería terminar la fiesta con él. «Usted no sabe lo bandido que soy yo», le dijo mientras se bebían un aguardiente doble a las seis de la mañana. En las dos horas siguientes le contó su vida sin que se lo hubiera pedido, sólo por un ímpetu irrefrenable de la conciencia. Al final se quedó fundido de la borrachera, y si Pacho no se fugó entonces fue porque a última hora le faltaron los ánimos.

La lectura más alentadora que tuvo en su encierro fueron las notas privadas que El Tiempo publicaba sólo para él sin disimulos ni reservas en sus páginas editoriales, por iniciativa de María Victoria. Una de ellas estuvo acompañada por un retrato reciente de sus hijos, y él les escribió en caliente una carta llena de esas verdades tremendas que les parecen ridículas a quienes no las sufren: «Estoy aquí sentado en este cuarto, encadenado a una cama, con los ojos llenos de lágrimas». A partir de entonces escribió a su esposa y sus hijos una serie de cartas del corazón que nunca pudo enviar.

Pacho había perdido toda esperanza después de la muerte de Marina y Diana, cuando la posibilidad de la fuga le salió al paso sin que la hubiera buscado. Ya no le cabía duda de que estaba en uno de los barrios próximos a la avenida Boyacá, al occidente de la ciudad. Los conocía bien, pues solía desviarse por allí para ir del periódico a su casa en las horas de mucho tráfico, y ése era el rumbo que llevaba la noche del secuestro. La mayoría de sus edificaciones debían ser conjuntos residenciales en serie, con la misma casa muchas veces repetida: un portón en el garaje, un jardín minúsculo, un segundo piso con vista hacia la calle, y todas las ventanas protegidas por rejas de hierro pintadas de blanco. Más aún: en una semana logró precisar la distancia de la pizzería, y que la fábrica no era otra que la cervecería de Bavaria. Un detalle desorientador era el gallo loco que al principio cantaba a cualquier hora, y con el paso de los meses cantaba al mismo tiempo en distintos lugares: a veces remoto a las tres de la tarde, a veces junto a su ventana a las dos de la madrugada. Más desorientador habría sido si le hubieran dicho que también Maruja y Beatriz lo escuchaban en un sector muy distante.

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