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Si el presidente Gaviria esperaba que el decreto de sometimiento provocara una rendición masiva e inmediata de los narcotraficantes, debió sufrir un desencanto. No fue así. Las reacciones de la prensa, de los medios políticos, de juristas distinguidos, y aun algunos planteamientos válidos de los abogados de los Extraditables, hicieron patente que el decreto 2047 debía ser reformado. Para empezar, dejaba demasiado abierta la posibilidad de que cualquier juez interpretara a su modo el manejo de la extradición. Otra falla era que las pruebas decisivas contra los narcos estaban en el exterior, pero todo el elemento de cooperación con los Estados Unidos se había vuelto crítico, y los plazos para obtenerlas eran demasiado estrechos. La solución -que no estaba en el decreto- era ensanchar los plazos y trasladarle a la presidencia de la república la responsabilidad de ser el interlocutor para traer las pruebas al país.

Tampoco Alberto Villamizar había encontrado en el decreto el apoyo decisivo que esperaba. Hasta ese momento, sus intercambios con Santos y Turbay y sus primeras reuniones con los abogados de Pablo Escobar le habían permitido formarse una idea global de la situación. Su impresión de primera vista fue que el decreto de sometimiento, acertado pero deficiente, le dejaba muy poco margen de acción para liberar a sus secuestradas. Mientras tanto, el tiempo pasaba sin ninguna noticia de ellas ni una ínfima prueba de supervivencia. Su única oportunidad para comunicarse había sido una carta enviada a través de Guido Parra, en la que les daba a ambas el optimismo y la seguridad de que él no volvería a hacer nada diferente de trabajar por liberarlas. «Yo sé que su situación es terrible pero esté tranquila», le escribió a Maruja.

La verdad era que Villamizar estaba en las tinieblas. Había agotado todas las puertas, y su único asidero en el largo noviembre era la promesa de Rafael Pardo de que el presidente estaba pensando en un decreto complementario y aclaratorio del 2047. «Eso ya está listo», le decía. Rafael Pardo pasaba por su casa casi todas las tardes y lo mantenía al comente de sus gestiones, pero él mismo no estaba muy seguro de por dónde continuar. Su conclusión de las lentas conversaciones con Santos y Turbay era que las negociaciones estaban empantanadas. No creía en Guido Parra. Lo conocía desde sus merodeos por el congreso y le parecía oportunista y turbio. Sin embargo, buena o mala, era la única carta, y decidió jugársela a fondo. No había otra y el tiempo apremiaba.

A solicitud suya, el ex presidente Turbay y Hernando Santos citaron a Guido Parra, con la condición de que asistiera también el doctor Santiago Uribe, otro abogado de Escobar con una buena reputación de seriedad. Guido Parra inició la conversación con sus frases habituales de alto vuelo, pero Villamizar lo puso con los pies sobre la tierra desde la primera con un capotazo a la santandereana.

– A mí no me venga a hablar mierda -le dijo-. Vamos a lo que se trata. Usted tiene todo empantanado por andar pidiendo huevonadas y aquí no hay sino una vaina: simplemente, los tipos tienen que entregarse y confesar algún delito por el cual se les puedan meter doce años. Es lo que dice la ley y punto. A cambio de eso les dan una rebaja de penas y se les garantiza la vida. Lo demás son puras pendejadas suyas. Guido Parra no tuvo ningún reparo para ponerse a tono.

– Mire, mi doctor -le dijo-, aquí lo que ocurre es que el gobierno dice que no los van a extraditar, todo el mundo lo dice, pero ¿dónde lo dice taxativamente el decreto?

Villamizar estuvo de acuerdo. Si el gobierno estaba diciendo que no iba a extraditar, puesto que ése era el sentido de la ley, la tarea era convencer al gobierno de que se corrigieran las ambigüedades. Lo demás -las interpretaciones amañadas del delito sui generis, o la negativa a confesar, o la inmoralidad de la delación- no era más que distracciones retóricas de Guido Parra. Pues era claro que para los Extraditables -como su propio nombre lo indicaba- la única exigencia real y perentoria en aquel momento era la de no ser extraditados. De modo que no le pareció imposible obtener esa precisión para el decreto. Pero antes le exigió a Guido Parra la misma franqueza y determinación que los Extraditables exigían. Quiso saber, primero, hasta dónde estaba Parra autorizado para negociar, y segundo, cuánto tiempo después de arreglado el decreto liberarían a los rehenes. Guido Parra fue formal.

– Veinticuatro horas después están fuera -dijo.

– Todos, por supuesto -dijo Villamizar.

– Todos.

5

Un mes después del secuestro de Maruja y Beatriz se había resquebrajado el régimen absurdo del cautiverio. Ya no pedían permiso para levantarse, y cada quien se servía su café o cambiaba los canales de televisión. Lo que se hablaba dentro del cuarto seguía siendo en susurros pero los movimientos se habían vuelto más espontáneos. Maruja no tenía que sofocarse con la almohada para toser, aunque tomaba las precauciones mínimas para que no la oyeran desde fuera. El almuerzo y la comida seguían iguales, con los mismos frijoles, las mismas lentejas, las mismas piltrafas de carne reseca y una sopa de paquete ordinario. Los guardianes hablaban mucho entre ellos sin más precauciones que los susurros. Se intercambiaban noticias sangrientas, de cuánto habían ganado por cazar policías en las noches de Medellín, de sus proezas de machos y sus dramas de amor. Maruja había logrado convencerlos de que en el caso de un rescate armado era más realista que las protegieran para asegurarse al menos un tratamiento digno y un juicio compasivo. Al principio parecían indiferentes, pues eran fatalistas irredimibles, pero la táctica de ablandamiento logró que no mantuvieran encañonadas a sus cautivas mientras dormían, y que escondieran las armas envueltas en una bayetilla detrás del televisor. Esa dependencia reciproca, y el sufrimiento común, terminaron por imponer a las relaciones algunos visos de humanidad. Maruja, por su temperamento, no se guardaba nada que pudiera amargarla. Se desahogaba con los guardianes, que estaban hechos para pelear, y los encaraba con una determinación escalofriante: «Máteme». Algunas veces se desahogó con Marina, cuyas complacencias con los guardianes la indignaban y cuyas fantasías apocalípticas la sacaban de quicio. A veces levantaba la vista, sin motivo alguno, y hacía un comentario desmoralizador o un vaticinio siniestro.

– Detrás de ese patio hay un taller para los automóviles de los sicarios -dijo alguna vez-. Allí están todos, de día y de noche, armados de escopetas, listos para venir a matarnos.

El tropiezo más grave, sin embargo, ocurrió una tarde en que Marina soltó sus improperios habituales contra los periodistas, porque no la mencionaron en un programa de televisión sobre los secuestrados.

– Todos son unos hijos de puta -dijo.

Maruja se le enfrentó.

– Eso sí que no -le replicó, enfurecida-. Respete.

Marina no replicó y más tarde, en un instante de sosiego, le pidió perdón. En realidad, estaba en un. mundo aparte. Tenía unos sesenta y cuatro años, y había sido de una belleza notable, con unos hermosos ojos negros y grandes, y una cabellera plateada que conservaba su brillo aun en la desgracia. Estaba en los huesos. Cuando llegaron Beatriz y Maruja tenía casi dos meses de no hablar con nadie distinto de sus guardianes, y necesitó tiempo y trabajo para asimilarlas. El miedo había hecho estragos en ella: había perdido veinte kilos y su moral estaba por los suelos. Era un fantasma.

Se había casado muy joven con un quiropráctico muy bien calificado en el mundo deportivo, corpulento y de gran corazón, que la amó sin reservas y con el cual tuvo cuatro hijas y tres hijos. Era ella quien llevaba las riendas de todo, en su casa y en algunas ajenas, pues se sentía obligada a ocuparse de los problemas de una numerosa familia antioqueña. Era como una segunda madre de todos, tanto por su autoridad como por sus desvelos, pero además se ocupaba de cualquier extraño que le tocara el corazón.

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