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La versión de Pablo Escobar era muy distinta y coincidía en sus puntos esenciales con la que Nydia le contó al presidente. Según él, la policía había hecho el operativo a sabiendas de que los secuestrados estaban en el lugar. La información se la habían arrancado bajo tortura a dos sicarios suyos que identificó con sus nombres reales y números de cédula. Estos, según el comunicado, habían sido aprehendidos y torturados por la policía, y uno de ellos había guiado desde un helicóptero a los jefes del operativo. Dijo que Diana fue muerta por la policía cuando huía del combate, ya liberada por sus captores. Dijo, por último, que en la escaramuza habían muerto también tres campesinos inocentes que la policía presentó a la prensa como sicarios caídos en combate. Este informe debió darle a Escobar las satisfacciones que esperaba en cuanto a sus denuncias de violaciones d? derechos humanos por parte de la policía.

Richard Becerra el único testigo disponible, fue asediado por los periodistas la misma noche de la tragedia en un salón de la Dirección General de Policía en Bogotá. Estaba todavía con la chamarra de cuero negro con que lo habían secuestrado y con el sombrero de paja que le habían dado sus captores para que pasara por campesino. Su estado de ánimo no era el mejor para dar algún dato esclarecedor.

La impresión que dejó en sus colegas más comprensivos fue que la confusión de los hechos no le había permitido formarse un juicio de la noticia. Su declaración de que el proyectil que mató a Diana lo disparó a propósito uno de los secuestradores, no encontró piso firme en ninguna evidencia. La creencia general, por encima de todas las conjeturas, fue que Diana murió por accidente entre los fuegos cruzados. Sin embargo, la investigación definitiva quedaba a cargo del procurador general en atención a la carta que le envió el presidente Gaviria después de las revelaciones de Nydia Quintero.

El drama no había terminado. Ante la incertidumbre pública sobre la suerte de Marina Montoya, los Extraditables emitieron un nuevo comunicado el 30 de enero, en el que reconocían haber dado la orden de ejecutarla desde el día 23. Pero: «por motivos de clandestinidad y de comunicación, no tenemos información -a la fecha- si la ejecutaron o la liberaron. Si la ejecutaron no entendemos los motivos por los cuales la policía aún no ha reportado su cadáver. Si la liberaron, sus familiares tienen fe palabra». Sólo entonces, siete días después de ordenado el asesinato, se emprendió la búsqueda del cadáver. El médico legista Pedro Morales, que había colaborado en la autopsia, leyó el comunicado en la prensa y se imaginó que el cadáver de Marina Montoya era el de la señora de la ropa fina y las uñas impecables. Así fue. Sin embargo, tan pronto como se estableció la identidad, alguien que dijo ser del Ministerio de justicia presionó por teléfono al Instituto de Medicina Legal para que no se supiera que el cadáver estaba en la fosa común. Luis Guillermo Pérez Montoya, el hijo de Marina, salía a almorzar cuando la radio transmitió la primicia. En el Instituto de Medicina Legal le mostraron el retrato de la mujer desfigurada por los balazos y le costó trabajo reconocerla. En el Cementerio del Sur tuvieron que preparar un dispositivo especial de policía, porque ya la noticia estaba en el aire y tuvieron que abrirle paso a Luis Guillermo Pérez para que llegara hasta la fosa por entre una muchedumbre de curiosos.

De acuerdo con los reglamentos de Medicina Legal, el cuerpo de un NN debe ser enterrado con el número de serie impreso en el torso, los brazos y las piernas, para que se le pueda reconocer aun en caso de ser desmembrado. Debe envolverse en una tela de plástico negro, como las que se usan para la basura y atada por los tobillos y las muñecas con cuerdas resistentes. El cuerpo de Marina Montoya -según lo comprobó su hijo- estaba desnudo y cubierto de lodo, tirado de cualquier modo en la fosa común, y sin los tatuajes de identificación ordenados por la ley. A su lado estaba el cadáver del niño que habían enterrado al mismo tiempo, envuelto en la sudadera rosada.

Ya en el anfiteatro, después de que la lavaron con una manguera a presión, el hijo le revisó la dentadura, y tuvo un instante de vacilación. Le parecía recordar que a Marina le faltaba el premolar izquierdo, y el cadáver tenía la dentadura completa. Pero cuando le examinó las manos y las puso sobre las suyas no le quedó rastro de dudas: eran iguales. Otra sospecha había de persistir, quizás para siempre: Luis Guillermo Pérez estaba con vencido de que el cadáver de su madre había sido identificado cuando se hizo el levantamiento, y de que fue enviado a la fosa común sin más trámites para que no quedara ningún rastro que pudiera inquietar a la opinión pública o perturbar al gobierno.

La muerte de Diana -aun antes del hallazgo del cadáver de Marina- fue definitiva para el estado del país. Cuando Gaviria se había negado a modificar el segundo decreto no había cedido ante las asperezas de Villamizar y las súplicas de Nydia. Su argumento, en síntesis, era que los decretos no podían juzgarse en función de los secuestros sino en función del interés público, así como Escobar no secuestraba para presionar la entrega sino para forzar la no extradición y conseguir el indulto. Esas reflexiones lo condujeron a una modificación final del decreto. Era difícil después de haber resistido a las súplicas de Nydia y a tantos otros dolores ajenos para cambiar la fecha, pero resolvió afrontarlo.

Villamizar recibió esta noticia a través de Rafael Pardo. El tiempo de la espera le parecía infinito. No había tenido un minuto de paz. Vivía pendiente del radio y del teléfono, y su alivio era inmenso cuando no era una mala noticia. Llamaba a Pardo a cualquier hora. «¿Cómo va la cosa?», le preguntaba. «¿Hasta dónde va a llegar esta situación?» Pardo lo calmaba con cucharaditas de racionalismo. Todas las noches volvía a casa en el mismo estado. «Hay que sacar ese decreto o aquí van a matar a todo el mundo», decía. Pardo lo calmaba. Por fin, el 28 de enero, fue Pardo quien lo llamó para decirle que ya estaba para la firma del presidente el decreto definitivo. La demora se debía a que todos los ministros debían firmarlo, y no encontraban por ninguna parte al de Comunicaciones, Alberto Casas Santamaría. Al fin lo ubicó Rafael Pardo por teléfono, y lo conminó con su buen talante de viejo amigo.

– Señor ministro -le dijo-. O usted está aquí en inedia hora para firmar el decreto, o no es más ministro.

El 29 de enero fue promulgado el decreto 303 en el cual se resolvieron todos los escollos que habían impedido hasta entonces la entrega de los narcotraficantes. Tal como lo habían supuesto en el gobierno, nunca lograrían recoger la creencia generalizada de que fue un acto de mala conciencia por la muerte de Diana. Esto, corno siempre, daba origen a otras divergencias: los que pensaban que era una concesión a los narcos por la presión de una opinión pública conmocionada, y los que lo entendieron como un acto presidencial insoslayable, aunque tardío de cualquier modo para Diana Turbay. En todo caso, el presidente Gaviria lo firmó por convicción, a sabiendas de que la demora podía interpretarse como una prueba de inclemencia, y la decisión tardía proclamada como un acto de debilidad.

El día siguiente, a las siete de la mañana, el presidente le correspondió a Villamizar una llamada que le había hecho la víspera para agradecerle el decreto. Gaviria escuchó en absoluto silencio sus razones, y compartió su angustia del 25 de enero.

– Fue un día terrible para todos -dijo.

Villamizar llamó entonces a Guido Parra con la conciencia aliviada. «Usted no se pondrá a joder ahora con que este decreto no es el bueno», le dijo. Guido Parra ya lo había leído a fondo.

– Listo -dijo-, aquí no hay ningún problema. ¡Mire cuánto nos hubiéramos evitado desde antes!

Villamizar quiso saber cuál sería el paso siguiente.

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