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– ¡Mataron a Diana!

En el camino de Egreso a Bogotá, mientras escuchaba las noticias de la radio, se le acentuó la incertidumbre. «Seguí llorando -diría más tarde-. Pero entonces mi llanto no era a gritos, como antes, sino sólo de lágrimas». Hizo una escala en su casa para cambiarse de ropa antes de ir al aeropuerto, donde esperaba a la familia el decrépito Fokker presidencial que volaba por la gracia divina después de casi treinta años de trabajos forzados. La noticia en ese momento era que Diana estaba bajo cuidados intensivos, pero Nydia no le creía nada a nadie más que a sus instintos. Fue derecho al teléfono, y pidió hablar con el presidente de la república.

– Mataron a Diana, señor presidente -le dijo-. Y eso es obra suya, es su culpa, es la consecuencia de su alma de piedra.

El presidente se alegró de poder contradecirla con una buena noticia.

– No, señora -dijo con su voz más calmada-. Parece ser que hubo un operativo y todavía no se tiene nada claro. Pero Diana está viva.

– No -replicó Nydia-. La mataron.

El presidente, que estaba en comunicación directa con Medellín, no tenía duda.

– ¿Y por qué lo sabe?

Nydia contestó con una convicción absoluta:

– Porque me lo dice mi corazón de madre.

Su corazón fue certero. Una hora después, María Emma Mejía, la consejera presidencial para Medellín, subió al avión que llevó a la familia Turbay y les dio la mala noticia. Diana había muerto desangrada, después de varias horas de esfuerzos médicos que de todos modos habrían sido inútiles. Había perdido el conocimiento en el helicóptero que la transportó a Medellín desde el lugar del encuentro con la policía, y no lo había recobrado. Tenía la columna vertebral fracturada al nivel de la cintura por una bala explosiva de alta velocidad y mediano calibre que estalló en esquirlas dentro de su cuerpo y le produjo una parálisis general de la que no se habría repuesto jamás.

Nydia sufrió un impacto mayor cuando la vio en el hospital, desnuda en la mesa de cirugía, pero cubierta con una sábana ensangrentada, con el rostro sin expresión y la piel sin color por el desangre completo. Tenía una enorme incisión quirúrgica en el pecho por donde los médicos habían introducido el puño para darle masajes al corazón.

Tan pronto como salió del quirófano, ya más allá del dolor y la desesperanza, Nydia convocó en el mismo hospital una conferencia de prensa feroz. «Ésta es la historia de una muerte anunciada», empezó. Convencida de que Diana había sido víctima de un operativo ordenado desde Bogotá -según las informaciones que le dieron desde su llegada a Medellín-, hizo un recuento minucioso de las súplicas que la familia y ella misma habían hecho al presidente de la república para que la policía no lo intentara. Dijo que la insensatez y la criminalidad de los Extraditables eran las culpables de la muerte de su hija, pero que en igual proporción lo eran el gobierno y el presidente de la república en persona. Pero sobre todo el presidente, «que con indolencia y casi con frialdad e indiferencia desoyó las súplicas que se le hacían para que no fuesen rescatados y no fuesen puestas en peligro las vidas de los secuestrados».

Esta declaración terminante, divulgada en directo por todos los medios, provocó una reacción de solidaridad en la opinión pública, e indignación en el gobierno. El presidente convocó a Fabio Villegas, su secretario general; a Miguel Silva, su secretario privado; a Rafael Pardo, su consejero de Seguridad, y a Mauricio Vargas, su consejero de Prensa. El propósito era elaborar un rechazo enérgico a la declaración de Nydia. Pero una reflexión más a fondo los condujo a la conclusión de que el dolor de una madre no se controvierte. Gaviria lo entendió así, y canceló el propósito de la reunión e impartió la orden:

– Vamos al entierro.

No sólo él sino el gobierno en pleno.

El encono de Nydia no le dio una tregua. Con alguien cuyo nombre no recordaba le había mandado la carta tardía al presidente -cuando ya sabía que Diana había muerto-, tal vez para que llevara siempre en la conciencia su carga premonitoria. «Obviamente, no esperé que me respondiera», dijo.

Al final de la misa d? cuerpo presente en la catedral -concurrida como pocas- el presidente se levantó de su silla y recorrió solo la desierta nave central, seguido por todas las miradas, por los relámpagos de los fotógrafos, por las cámaras de televisión, y le tendió la mano a Nydia con la seguridad de que se la dejaría tendida. Nydia se la estrechó con un desgano glacial. En realidad, para ella fue un alivio, pues lo que temía era que el presidente la abrazara. En cambio, apreció el beso de condolencia de Ana Milena, su esposa.

Todavía no fue el final. Apenas aliviada de los compromisos del duelo, Nydia solicitó una nueva audiencia con el presidente para informarlo de algo importante que debía saber antes de su discurso de aquel día sobre la muerte de Diana. Silva transmitió d mensaje al pie de la letra, y el presidente hizo entonces la sonrisa que Nydia no le vería jamás.

– A lo que viene es a vaciarme -dijo-. Pero que venga, claro.

La recibió como siempre. Nydia, en efecto, entró en la oficina, vestida de negro y con un talante distinto: sencilla y adolorida. Fue directo a lo que iba, y se lo dejó ver al presidente desde la primera frase: -Vengo a prestarle un servicio.

La sorpresa fue que, en efecto, empezó con sus excusas por haber creído que el presidente había ordenado el operativo en que murió Diana. Ahora sabía que ni siquiera había sido informado. Y quería decirle además que también en aquel momento lo estaban engañando, pues tampoco era cierto que el operativo fuera para buscar a Pablo Escobar sino para rescatar a los rehenes, cuyo paradero había sido revelado bajo tortura por uno de los sicarios capturados por la policía. El sicario -explicó Nydia- había aparecido después como uno de los muertos en combate.

El relato fue dicho con energía y precisión, y con la esperanza de despertar el interés del presidente, pero no descubrió ni una señal de compasión. «Era como un bloque de hielo», diría más tarde evocando aquel día. Sin saber por qué ni en qué instante, y sin poder evitarlo, empezó a llorar. Entonces se le revolvió el temperamento que había logrado dominar, y cambió por completo de tema y de modo. Le reclamó al presidente su indiferencia y su frialdad por no cumplir con la obligación constitucional de salvar las vidas de los secuestrados.

– Póngase a pensar -concluyó-, si la niña suya hubiera estado en estas circunstancias. ¿Qué habría hecho usted?

Lo miró directo a los ojos, pero estaba ya tan exaltada que el presidente no pudo interrumpirla. Él mismo lo contaría más tarde: «Me preguntaba, pero no me daba tiempo de contestar». Nydia, en efecto, le cerró el paso con otra pregunta: «¿Usted no cree, señor presidente, que se equivocó en el manejo que le dio a este problema?». El presidente dejó ver por primera vez una sombra de duda. «Nunca había sufrido tanto», diría años después. Pero sólo pestañeó, y dijo con su voz natural:

– Es posible.

Nydia se puso de pie, le dio la mano en silencio, y salió de la oficina antes de que él pudiera abrirle la puerta. Miguel Silva entró entonces en el despacho y encontró al presidente muy impresionado con la historia del sicario muerto. Pero reaccionó con la decisión de escribir una carta privada al procurador general para que investigara el caso y se hiciera justicia. La mayoría de las personas coincidían en que la acción había sido para capturar a Escobar o a un capo importante, pero que aun dentro de esa lógica fue una estupidez y un fracaso irreparable. Según la versión inmediata de la policía, Diana había muerto en desarrollo de un operativo de búsqueda con apoyo de helicópteros y personal de tierra. Sin proponérselo se encontraron con el comando que llevaba a Diana Turbay y al camarógrafo Richard Becerra. En la huida, uno de los secuestradores le disparó a Diana por la espalda y le fracturó la espina dorsal. El camarógrafo salió ileso. Diana fue trasladada al Hospital General de Medellín en un helicóptero de la policía, y allí murió a las cuatro y treinta y cinco de la tarde.

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