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La imagen de Marina caminando a tientas con la capucha al revés hacia una finca imaginaria iba a perseguir a Maruja muchas noches de insomnios. Más que a la muerte misma, le temía a la lucidez del momento final. Lo único que le infundió algún consuelo fue la caja de pastillas somníferas que había ahorrado como perlas preciosas, para tragarse un puñado antes que dejarse arrastrar por las buenas al matadero.

En las noticias del mediodía vio por fin a Beatriz, rodeada de su gente y en un apartamento lleno de flores que reconoció al instante a pesar de los cambios: era el suyo. Sin embargo, la alegría de verla se estropeó con el disgusto de la nueva decoración. La biblioteca nueva le pareció bien hecha y en el lugar en que ella la quería, pero los colores de las paredes y las alfombras eran insoportables, y el caballo de la dinastía Tang estaba atravesado donde más estorbaba. Indiferente a su situación empezó a regañar al marido y a los hijos como si pudieran oírla en la pantalla. «¡Qué brutos! -gritó-. ¡Es todo al revés de lo que yo había dicho!» Los deseos de salir libre se redujeron por un instante a las ansias de cantarles la tabla por lo mal que lo habían hecho.

En esa tormenta de sensaciones y sentimientos encontrados, los días se le habían hecho invivibles y las noches, interminables. La impresionaba dormir en la cama de Marina, cubierta con su manta, atormentada por su olor, y cuando empezaba a dormirse oía en las tinieblas, junto a ella en la misma cama, sus susurros de abeja. Una noche no fue una alucinación sino un prodigio de la vida real. Marina la agarró del brazo con su mano de viva, tibia y tierna, y le sopló al oído con su voz natural: «Maruja».

No lo consideró una alucinación porque en Yakarta había vivido otra experiencia fantástica. En una feria de antigüedades había comprado la escultura de un hermoso mancebo de tamaño natural, con un pie apoyado sobre la cabeza de un niño vencido. Tenía una aureola como los santos católicos, pero ésta era de latón, y d estilo y los materiales hacían pensar en un añadido de pacotilla. Sólo tiempo después de tenerla en el mejor lugar de la casa se enteró de que era el Dios de la Muerte.

Maruja soñó una noche que trataba de arrancarle la aureola a la estatua porque le parecía muy fea, pero no lo logró. Estaba soldada al bronce. Despertó muy molesta por el mal recuerdo, corrió a ver la estatua en el salón de la casa, y encontró al dios descoronado y la aureola tirada en el piso como si fuera el final de su sueño. Maruja -que es racionalista y agnóstica-, se conformó con la idea de que era ella misma, en un episodio irrecordable de sonambulismo, quien le había quitado la aureola al Dios de la Muerte.

Al principio del cautiverio se había sostenido por la rabia que le causaba la sumisión de Marina. Más tarde fue la compasión por su amargo destino y los deseos de darle alientos para vivir. La sostuvo el deber de fingir una fuerza que no tenía cuando Beatriz empezaba a perder el control, y la necesidad de mantener su propio equilibrio cuando la adversidad las abrumaba. Alguien tenía que asumir el mando para no hundirse, y había sido ella, en un espacio lúgubre y pestilente de tres metros por dos y medio, durmiendo en el suelo, comiendo sobras de cocina y sin la certidumbre de estar viva en el minuto siguiente. Pero cuando no quedó nadie más en el cuarto ya no tenía por qué fingir: estaba sola ante sí misma La certidumbre de que Beatriz había informado a su familia sobre el modo como podían dirigirse a ella por radio y televisión la mantuvo alerta. En efecto, Villamizar apareció varias veces con sus voces de aliento, y sus hijos la consolaron con su imaginación y su gracia. De pronto, sin ningún anuncio, se rompió el contacto durante dos semanas. Entonces la embargó una sensación de olvido. Se derrumbó. No volvió a caminar. Permaneció acostada de cara a la pared, ajena a todo, comiendo y bebiendo apenas para no morir. Volvió a sentir los mismos dolores de diciembre, los mismos calambres y punzadas en las piernas que habían hecho necesaria la visita del médico. Pero esta vez no se quejó siquiera.

Los guardianes, enredados en sus conflictos personales y discrepancias internas, se desentendieron de ella. La comida se enfriaba en el plato y tanto el mayordomo como su mujer parecían no enterarse de nada. Los días se hicieron más largos y áridos. Tanto, que hasta añoraba a veces los momentos peores de los primeros días. Perdió el interés por la vida. Lloró. Una mañana al despertar se dio cuenta horrorizada de que su brazo derecho se alzaba por sí solo.

El relevo de la guardia de febrero fue providencial. En vez de la pandilla de Barrabás mandaron cuatro muchachos nuevos, serios, disciplinados y conversadores. Tenían buenos modales y una facilidad de expresión que fueron un alivio para Maruja. De entrada la invitaron a jugar nintendo y otras diversiones de televisión. El juego los acercó. Ella notó desde el principio que tenían un lenguaje común, y eso les facilitó una comunicación. Sin duda habían sido instruidos para vencer su resistencia y levantarle la moral con un trato distinto, pues empezaron a convencerla de que siguiera con la orden médica de caminar en el patio, de que pensara en su esposo, en sus hijos, y en no defraudar la esperanza que éstos tenían de verla pronto y en buen estado.

El ambiente fue propicio para los desahogos. Consciente de que también ellos eran prisioneros y tal vez necesitaban de ella, Maruja les contaba sus experiencias con tres hijos varones que ya habían pasado por la adolescencia. Les contó episodios significativos de su crianza y educación, de sus costumbres y sus gustos. También los guardianes, ya más confiados, le hablaron de sus vidas.

Todos eran bachilleres y uno de ellos había hecho por lo menos un semestre de universidad. Al contrario de los anteriores, decían pertenecer a familias de clase media, pero de una u otra manera estaban marcados por la cultura de las comunas de Medellín. El mayor de ellos, de veinticuatro años, a quien llamaban la Hormiga, era alto y apuesto, y de índole reservada. Había interrumpido sus estudios universitarios cuando sus padres murieron en un accidente de tránsito y no había encontrado más salida que el sicariato. Otro, a quien llamaban Tiburón, contaba divertido que había aprobado la mitad del bachillerato amenazando a sus profesores con un revólver de juguete. Al más alegre del equipo, y de todos los que pasaron por allí, lo llamaban el Trompo y lo parecía, en efecto. Era muy gordo, de piernas cortas y frágiles, y su afición por el baile llegaba a extremos de locura. Alguna vez puso en la grabadora una cinta de salsa después del desayuno, y la bailó sin interrupción y con ímpetu frenético hasta el final de su turno. El más formal, hijo de una maestra de escuela, era lector de literatura y de periódicos, y estaba bien informado de la actualidad del país. Sólo tenía una explicación para estar en aquella vida: «Porque es muy chévere».

Sin embargo, tal como Maruja lo vislumbró desde el principio, no fueron insensibles al trato humano. Lo cual, a su vez, no sólo le dio a ella nuevos ánimos para vivir, sino la astucia para ganar ventajas que tal vez los mismos guardianes no tenían previstas.

– No se crean que voy a hacer pendejadas con ustedes -les dijo-. Estén seguros de que no haré nada de lo que está prohibido, porque sé que esto va a terminar pronto y bien. Entonces no tiene sentido que me constriñan tanto.

Con una autonomía que no tuvo ninguno de los guardianes anteriores -ni siquiera sus jefes-, los nuevos se atrevieron a relajar el régimen carcelario mucho más de lo que la misma Maruja esperaba. La dejaron moverse por el cuarto, hablar con la voz menos forzada, ir al baño sin un horario fijo. El nuevo trato le devolvió los ánimos para dedicarse al cuidado de sí misma, gracias a la experiencia de Yakarta. Sacó buen provecho de unas lecciones de gimnasia que hizo para ella una maestra en el programa de Alexandra, y cuyo título parecía llevar nombre propio: ejercicios en espacios reducidos. Era tal su entusiasmo, que uno de los guardianes le preguntó con un gesto de sospecha: «¿No será que ese programa tiene algún mensaje para usted?». Trabajo le costó a Maruja convencerlo de que no. Por esos días la emocionó también la aparición sorpresiva de Colombia los Reclama, que no sólo le pareció bien concebido y bien hecho, sino también el más adecuado para sostener en alto la moral de los dos últimos rehenes. Se sintió mejor comunicada y más identificada con los suyos. Pensaba que ella hubiera hecho lo mismo Corno campaña, como medicina, como golpe de opinión, hasta el punto de que llegó a acertar en las apuestas que hacía con los guardianes sobre quién iba a aparecer en la pantalla al día siguiente. Una vez apostó a que saldría Vicky Hernández, la gran actriz, su gran amiga, y ganó. Un premio mejor, en todo caso, fue que el solo hecho de ver a Vicky y de escuchar su mensaje le provocó uno de los pocos instantes felices del cautiverio.

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