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El primer día habían llegado hasta Honda, a ciento cuarenta y seis kilómetros al occidente de Bogotá. Allí los esperaron otros hombres con dos vehículos más confortables. Después de cenar en una fonda de arrieros prosiguieron por un camino invisible y peligroso bajo un fuerte aguacero, y amanecieron a la espera de que despejaran la vía por un derrumbe grande. Por fin, cansados y mal dormidos, llegaron a las once de la mañana a un lugar donde los esperaba una patrulla con cinco caballos. Diana y Azucena prosiguieron a la jineta durante cuatro horas, y sus compañeros a pie, primero por una montaña densa, y más tarde por un valle idílico con casas de paz entre los cafetales. La gente se asomaba a verlos pasar, algunos reconocían a Diana y la saludaban desde las terrazas. Juan Vitta calculó que no menos de quinientas personas los habían visto a lo largo de la ruta. En la tarde desmontaron en una finca desierta donde un joven de aspecto estudiantil se identificó como del ELN, pero no les dio ningún dato de su destino. Todos se mostraron confundidos. A no más de medio kilómetro se veía un tramo de autopista, y al fondo una ciudad que sin duda era Medellín. Es decir: un territorio que no era del ELN. A no ser -había pensado Hero Buss- que fuera una jugada maestra del cura Pérez para reunirse con ellos en una zona en donde nadie sospechara que pudiera estar.

En unas dos horas más, en efecto, llegaron a Copacabana, un municipio devorado por el ímpetu demográfico de Medellín. Desmontaron en una casita de paredes blancas y tejas musgosas, casi incrustada en una pendiente pronunciada y agreste. Adentro había una sala, y a cada lado un pequeño cuarto. En uno había tres camas dobles donde se acomodaron los guías. En el otro -con una cama doble y una de dos pisos- alojaron a los hombres del equipo. A Diana y Azucena les destinaron el mejor cuarto del fondo donde había indicios de haber sido usado por mujeres. La luz estaba encendida a pleno día, porque todas las ventanas estaban tapadas con madera.

Al cabo de unas tres horas de espera llegó otro enmascarado que les dio la bienvenida en nombre de la comandancia, y les anunció que ya el cura Pérez los estaba esperando, pero por cuestiones de seguridad debían trasladar primero a las mujeres. Esa fue la primera vez que Diana dio muestras ce inquietud. Hero Buss le aconsejó a solas que por ningún motivo aceptara la división del grupo. En vista de que no pudo impedirlo, Diana le dio a escondidas su cédula de identidad, sin tiempo para explicarle por qué, pero él lo entendió como una prueba para el caso de que la hicieran desaparecer.

Antes del amanecer se llevaron a las mujeres y a Juan Vitta. Hero Buss, Richard Becerra y Orlando Acevedo quedaron en el cuarto de la cama doble y las literas de dos pisos, con cinco guardianes. La sospecha de que habían caído en una trampa aumentaba por horas. En la noche, mientras jugaban a las barajas, a Hero Buss le llamó la atención que uno de los guardianes tenía un reloj de lujo. «De modo que el ELN está ya a nivel de Rolex», se burló. Pero su adversario no se dio por aludido. Otra cosa que confundió a Hero Buss fue que el armamento que llevaban no era para guerrillas sino para operaciones urbanas. Orlando, que hablaba poco y se consideraba a sí mismo como el pobre del paseo, no necesitó tantas pistas para vislumbrar la verdad, por la sensación insoportable de que algo grave estaba sucediendo.

El primer cambio de casa fue a la media noche del 10 de septiembre, cuando los guardianes irrumpieron gritando: «Llegó la ley». Al cabo de dos horas de marcha forzada por entre la floresta, bajo una tempestad terrible, llegaron a la casa donde estaban Diana, Azucena y Juan Vitta. Era amplia y bien arreglada, con un televisor de pantalla grande, y sin nada que pudiera despertar sospechas. Lo que ninguno de ellos se imaginó nunca fue lo cerca que estuvieron todos de ser rescatados esa noche por pura casualidad. Fue una escala de pocas horas que aprovecharon para intercambiar ideas, experiencias y planes para el futuro. Diana se desahogó con Hero Buss. Le habló de su depresión por haberlos llevado a la trampa sin salida en que se encontraban, le confesó que estaba tratando de apaciguar en su memoria los recuerdos de familia -su esposo, sus hijos, sus padres-, que no le daban un instante de tregua. Pero el resultado era siempre el contrario.

En la noche siguiente, mientras la llevaban a pie a una tercera casa, con Azucena y Juan Vitta, por un camino imposible y bajo una lluvia tenaz, Diana se dio cuenta de que no era verdad nada de cuanto les decían. Pero esa misma noche un guardián desconocido hasta entonces la sacó de dudas.

– Ustedes no están con el ELN sino en manos de los Extraditables -les dijo-. Pero estén tranquilos, porque van a ser testigos de algo histórico.

La desaparición del equipo de Diana Turbay seguía siendo un misterio, diecinueve días después, cuando secuestraron a Marina Montoya. Se la habían llevado a rastras tres hombres bien vestidos, armados de pistolas de 9 milímetros y metralletas Miniuzis con silenciador, cuando acababa de cerrar su restaurante Donde las Tías, en el sector norte de Bogotá. Su hermana Lucrecia, que la ayudaba a atender la clientela, tuvo la buena fortuna de un pie escayolado por un esguince del tobillo que le impidió ir al restaurante. Marina ya había cerrado, pero volvió a abrir porque reconoció a dos de los tres hombres que tocaron. Habían almorzado allí varias veces desde la semana anterior e impresionaban al personal por su amabilidad y su humor paisa, y por las propinas de treinta por ciento que dejaban a los meseros. Aquella noche, sin embargo, fueron distintos. Tan pronto como Marina abrió la puerta la inmovilizaron con una llave maestra y la sacaron del local. Ella alcanzó a aferrarse con un brazo en un poste de luz y empezó a gritar. Uno de los asaltantes le dio un rodillazo en la columna vertebral que le cortó el aliento. Se la llevaron sin sentido en un Mercedes 190 azul dentro del baúl acondicionado para respirar.

Luis Guillermo Pérez Montoya, uno de los siete hijos de Marina, de cuarenta y ocho años, alto ejecutivo de la Kodak en Colombia, hizo la misma interpretación de todo el mundo: su madre había sido secuestrada como represalia por el incumplimiento del gobierno a los acuerdos entre Germán Montoya y los Extraditables. Desconfiado por naturaleza de todo lo que tuviera que ver con el mundo oficial, se impuso la tarea de liberar a su madre en trato directo con Pablo Escobar.

Sin ninguna orientación, sin contacto previo con nadie, sin saber siquiera qué hacer cuando llegara, viajó dos días después a Medellín. En el aeropuerto tomó un taxi en el cual le indicó al chofer sin más señas que lo llevara a la ciudad. La realidad le salió al encuentro cuando vio abandonado a la orilla de la carretera el cadáver de una adolescente de unos quince años, con buena ropa de colores de fiesta y un maquillaje escabroso. Tenía un balazo con un hilo de sangre seca en la frente. Luis Guillermo, sin creer lo que le decían sus ojos, señaló con el dedo.

– Ahí hay una muchacha muerta.

– Sí -dijo el chófer sin mirar-. Son las muñecas que se van de fiesta con los amigos de don Pablo.

El incidente rompió el hielo. Luis Guillermo le reveló al chofer el propósito de su visita, y él le dio las claves para entrevistarse con la supuesta hija de una prima hermana de Pablo Escobar.

– Vete hoy a las ocho a la iglesia que está detrás del mercado -le dijo-. Ahí va a llegar una muchacha que se llama Rosalía.

Allí estaba, en efecto, esperándolo sentada en un banco de la plaza. Era casi una niña, pero su comportamiento y la seguridad de sus palabras eran de una mujer madura y bien adiestrada. Para empezar la gestión, le dijo, debería llevar medio millón de pesos en efectivo. Le indicó el hotel donde debía alojarse el jueves siguiente, y esperar una llamada telefónica a las siete de la mañana o a las siete de la noche del viernes.

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