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– Llame a Rafael Pardo y dígale que convoque para ahora mismo un Consejo de Seguridad.

Mientras tanto, promovió un intercambio de opiniones sobre los comerciales, como estaba previsto. Sólo cuando hubo una decisión dejó ver el impacto que le había causado la noticia del secuestro. Media hora después entró en el salón donde ya lo esperaban la mayoría de los miembros del Consejo de Seguridad. Apenas empezaban, cuando Mauricio Vargas entró en puntillas y le dijo al oído:

– Secuestraron a Marina Montoya.

En realidad, había ocurrido a las cuatro de la tarde -antes que el secuestro de Pacho- pero la noticia había necesitado otras cuatro horas para llegarle al presidente.

Hernando Santos Castillo, el padre de Pacho, dormía desde tres horas antes a diez mil kilómetros de distancia, en un hotel de Florencia, Italia. En un cuarto contiguo estaba su hija Juanita, y en otro su hija Adriana con su marido. Todos habían recibido la noticia por teléfono, y decidieron no despertar al papá. Pero su sobrino Luis Fernando lo llamó en directo desde Bogotá, con el preámbulo más cauteloso que se le ocurrió para despertar a un tío de sesenta y ocho años con cinco bypasses en el corazón.

_Te tengo una muy mala noticia -le dijo.

Hernando, por supuesto, se imaginó lo peor pero guardó las formas.

– ¿Qué pasó?

– Secuestraron a Pacho.

La noticia de un secuestro, por dura que sea, no es tan irremediable como la de un asesinato, y Hernando respiró aliviado. «¡Bendito sea Dios!», dijo, y enseguida cambió de tono:

– Tranquilos. Vamos a ver qué hacemos.

Una hora después, en la madrugada fragante del otoño toscano, todos emprendieron el largo viaje de regreso a Colombia.

La familia Turbay, angustiada por la falta de noticias de Diana una semana después de su viaje, solicitó una gestión oficiosa del gobierno a través de las principales organizaciones guerrilleras. Una semana después de la fecha en que Diana debía haber regresado, el esposo de ella, Miguel Uribe, y el parlamentario Álvaro Leyva, hicieron un viaje confidencial a la Casa Verde, el cuartel general de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en la cordillera oriental. Desde allí se pusieron en contacto con la totalidad de las organizaciones armadas para tratar de establecer si Diana estaba con alguna ce ellas. Siete lo negaron en un comunicado conjunto.

Sin saber a qué atenerse, la presidencia de la república alertó a la opinión pública contra la proliferación de comunicados falsos, y pidió que no creyeran más en ellos que en las informaciones del gobierno. Pero la verdad grave y amarga era que la opinión pública creía sin reservas en los comunicados de los Extraditables, así que todo el mundo dio un suspiro de alivio el 30 de octubre -a sesenta días del secuestro de Diana Turbay y a cuarenta y dos del de Francisco Santos- cuando aquéllos disiparon las últimas dudas con una sola frase: «Aceptamos públicamente tener en nuestro poder a los periodistas desaparecidos». Ocho días después fueron secuestradas Maruja Pachón y Beatriz Villamizar. Había razones de sobra para pensar que la escalada tenía una perspectiva todavía mucho más amplia. Al día siguiente de la desaparición de Diana y su equipo, y cuando aún no existía ni la mínima sospecha de que habían sido secuestrados, el célebre director de noticias de la Radio Caracol, Yamit Amat, fue interceptado por un comando de sicarios en una calle del centro de Bogotá, después de varios días de seguimiento. Amat se les escapó de las manos por una maniobra atlética que los tomó por sorpresa, y se salvó nadie sabe cómo de un disparo que le hicieron por la espalda. Con una diferencia de horas, la hija del ex presidente Belisario Betancur, María Clara -en compañía de su hija Natalia, de doce años- logró escapar en su automóvil cuando otro comando de secuestros le bloqueó el paso en un barrio residencial de Bogotá. La única explicación de estos dos fracasos es que los secuestradores tuvieran instrucciones terminantes de no matar a sus víctimas.

Los primeros que habían sabido a ciencia cierta quién tenía a Maruja Pachón ya Beatriz Villamizar, fueron Hernando Santos y el ex presidente Turbay, porque el propio Escobar lo mandó decir por escrito a través de uno de sus abogados a las cuarenta y ocho horas del secuestro: «Puedes decirles que el grupo tiene a la Pachón». El 12 de noviembre hubo otra confirmación de soslayo por una carta con membrete de los Extraditables a Juan Gómez Martínez, director del diario El Colombiano de Medellín, que había mediado varias veces con Escobar en nombre de los Notables. «La detención de la periodista Maruja Pachón -decía la carta con membrete de los Extraditables- es una respuesta nuestra a las torturas y secuestros perpetrados en la ciudad de Medellín en los últimos días por parte del mismo organismo de seguridad del Estado muchas veces mencionado en anteriores comunicados nuestros». Y expresaban una vez más su determinación de no liberar a ningún rehén mientras aquella situación continuara.

El doctor Pedro Guerrero, el esposo de Beatriz, abrumado desde el principio por una impotencia absoluta frente a unos hechos que lo desbordaban, decidió cerrar su gabinete de siquiatra. «Cómo iba a recibir pacientes si yo estaba peor que ellos», ha dicho. Padecía crisis de angustia que no quiso transmitirles a los hijos. No tenía un instante de sosiego, se consolaba con los whiskies del atardecer, y pastoreaba los insomnios oyendo en Radio Recuerdo los boleros de lágrimas de los enamorados. «Mi amor -cantaba alguien-. Si me escuchas, contéstame».

Alberto Villamizar, consciente desde el principio de que el secuestro de su esposa y su hermana era un eslabón de una cadena siniestra, cerró filas con las familias de los otros secuestrados. Pero la primera visita a Hernando Santos fue descorazonadora. Lo acompañó Gloria Pachón de Galán, su cuñada, y encontraron a Hernando derrumbado en un sofá y en un estado de desmoralización total. «Para lo que estoy preparándome es para sufrir lo menos posible cuando maten a Francisco», les dijo de entrada. Villamizar trató de esbozar un proyecto de negociación con los secuestradores, pero Hernando se lo desbarató con una displicencia irreparable.

– No sea ingenuo, mijito -le dijo-, usted no tiene la menor idea de cómo son esos tipos. No hay nada que hacer.

El ex presidente Turbay no fue más alentador. Sabía por distintas fuentes que su hija estaba en poder de los Extraditables, pero había resuelto no reconocerlo en público mientras no supiera a ciencia cierta qué pretendían. A un grupo de periodistas que le habían hecho la pregunta la semana anterior los eludió con una verónica audaz.

– Mi corazón me indica -les dijo- que Diana y sus colaboradores están demorados por su labor periodística, pero que no se trata de una retención.

Era un estado de desilusión explicable al cabo de tres meses de gestiones estériles. Villamizar lo entendió así, y en vez de contagiarse del pesimismo de los otros le imprimió un espíritu nuevo a la gestión común.

Un amigo al que le habían preguntado por esos días cómo era Villamizar, lo había definido de una plumada: «Es un gran compañero de trago». Villamizar lo había aceptado de buen corazón, como un mérito envidiable y poco común. Sin embargo, el mismo día del secuestro de su esposa había tomado conciencia de que era también un mérito peligroso en su situación, y decidió no volver a tomarse un trago en público mientras sus secuestradas no estuvieran libres. Como buen bebedor social sabía que el alcohol baja la guardia, suelta la lengua y altera de algún modo el sentido de la realidad. Es un riesgo para alguien que debe medir por milímetros cada uno de sus actos y sus palabras. De modo que el rigor que se impuso no fue una penitencia sino una medida de seguridad. No volvió a ninguna fiesta, y dijo adiós a sus horas de bohemia y a sus parrandas políticas. En las noches de más altas tensiones emocionales su hijo Andrés le escuchaba sus desahogos con un vaso de agua mineral mientras él se consolaba con un trago solitario.

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