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– Aterrice ahí -indicó el Mono-. No apague los motores.

Sólo cuando estuvieron a la altura de la casa descubrió Villamizar que alrededor del campo esperaban no menos de treinta hombres con las armas en ristre. Cuando el helicóptero se posó en el prado intacto, se desprendieron del grupo unos quince escoltas que caminaron ansiosos hacia el helicóptero alrededor de un hombre qué no podía pasar inadvertido. Tenía el cabello largo hasta los hombros, una barba muy negra, espesa y áspera, que le llegaba hasta el pecho, y la piel parda y curtida por un sol de páramo. Era rechoncho, con zapatos de tenis y una chaquetilla azul claro de algodón ordinario, y se movía con una andadura fácil y una tranquilidad escalofriante. Villamizar lo reconoció a primera vista sólo porque era distinto de todos los hombres que había visto en su vida.

Después de despedirse de sus escoltas más próximos con abrazos fuertes y rápidos, Escobar indicó a dos de ellos que embarcaran por el otro lado del helicóptero. Eran el Mugre y Otto, dos de los más cercanos. Luego subió él sin cuidarse de las aspas a media marcha. El primero a quien saludó antes de sentarse fue a Villamizar. Le tendió la mano tibia y bien cuidada y le preguntó sin una alteración mínima en la voz:

– ¿Cómo está, doctor Villamizar? -Cómo le va, Pablo -le contestó él.

Escobar se volvió luego hacia el padre García Herreros con una sonrisa amable y le dio las gracias por todo. Se sentó junto a sus dos escoltas, y sólo entonces pareció caer en la cuenta de que el Mono estaba allí. Tal vez había previsto que se limitaría a darle las instrucciones a Villamizar sin subir en el helicóptero.

– Usted sí -le dijo Escobar-, metido hasta el final en esta vaina.

Nadie supo si fue un reconocimiento O un regaño, pero el tono fue más bien cordial. El Mono, tan perdido como todos, movió la cabeza y sonrió.

– ¡Ay, patrón!

Villamizar pensó entonces, como en una revelación, que Escobar era un hombre mucho más peligroso de lo que se creía, porque su tranquilidad y su dominio tenían algo de sobrenatural. El Mono trató de cerrar la puerta de su lado, pero no supo cómo, y tuvo que cerrarla el copiloto. En la emoción del instante nadie se había acordado de dar órdenes. El piloto, tenso en los comandos, preguntó:

– ¿Arrancamos?

A Escobar se le soltó entonces el único indicio de la ansiedad reprimida.

– Claro -se apresuró a ordenar-. ¡Apúrele! ¡Apúrele!

Cuando el helicóptero se desprendió del pasto le preguntó a Villamizar: «Todo bien, ¿no, doctor?». Villamizar, sin volverse a mirarlo, le contestó con su verdad: «Todo perfecto». Nada más, porque el vuelo había terminado. El helicóptero voló un tramo final a ras de los árboles y se posó en el campo de fútbol de la cárcel -pedregoso y con las porterías rotas- junto al primer helicóptero que había llegado un cuarto de hora antes. Todo el viaje desde la gobernación no duró quince minutos.

Los dos siguientes, sin embargo, fueron los más intensos. Escobar trató de bajar primero desde que la puerta se abrió, y se encontró rodeado por la guardia del penal: un medio centenar de hombres con uniformes azules, tensos y un poco atolondrados, que lo encañonaron con armas largas. Escobar se sorprendió, perdió el control por un instante, y lanzó un grito cargado de una autoridad temible:

– ¡Bajen las armas, carajo!

Cuando el jefe de la guardia dio la misma orden, ya la de Escobar estaba cumplida. Escobar y sus acompañantes caminaron los doscientos metros hasta la casa, donde los esperaban las autoridades de la cárcel, los miembros de la delegación oficial y el primer grupo de secuaces de Escobar que habían llegado por tierra para entregarse con él. Allí estaban también la esposa de Escobar, y su madre, muy pálida y a punto de llorar. Él le dio al pasar un toquecito cariñoso en el hombro, y le dijo: «Tranquila, vieja». El director de la cárcel salió a su encuentro con la mano extendida.

– Señor Escobar -se presentó-. Soy Luis Jorge Pataquiva.

Escobar le estrechó la mano. Luego se levantó el pantalón de la pierna izquierda y desenfundó la pistola que llevaba en un arnés amarrado en el tobillo. Una joya magnífica: Sig Sauer 9, con el monograma de oro incrustado en la cacha de nácar. Escobar no le quitó el cargador, sino que sacó las balas una por una y las tiró en el suelo.

Fue un gesto algo teatral que parecía ensayado, y surtió su efecto como una muestra de confianza al carcelero mayor cuyo nombramiento le había quitado el sueño. Al día siguiente se publicó que al entregar la pistola Escobar le había dicho a Pataquiva: «Por la paz de Colombia». Ningún testigo lo recuerda, y Villamizar mucho menos, deslumbrado como estaba por la belleza del arma.

Escobar saludó a todos. El procurador delegado le retuvo la mano mientras le decía: «Estoy aquí, señor Escobar, para mirar que sus derechos sean respetados». Escobar le dio las gracias con una deferencia especial. Por último tomó del brazo a Villamizar.

– Camine, doctor -le dijo-. Usted y yo tenemos mucho que conversar.

Lo llevó hasta el extremo de la galería exterior, y allí charlaron por unos diez minutos recostados en la baranda y de espaldas a todos. Escobar empezó por dar las gracias formales. Luego, con su calma pasmosa, lamentó los sufrimientos que le había causado a Villamizar y a su familia, pero le pidió entender que aquélla había sido una guerra muy dura para ambas partes. Villamizar no desperdició la ocasión de resolver tres grandes incógnitas de su vida: por qué habían matado a Luis Carlos Galán, por qué Escobar había tratado de matarlo a él, y por qué había secuestrado a Maruja y a Beatriz. Escobar rechazó toda culpa sobre el primer crimen. «Lo que pasa es que al doctor Galán lo quería matar todo el mundo», dijo. Admitió que había estado presente en las discusiones en que se decidió el atentado, pero negó que hubiera intervenido o tuviera algo que ver con los hechos. «En eso intervino muchísima gente -dijo-. Yo inclusive me opuse porque sabía lo que se venía si lo mataban, pero si ésa era la decisión yo no podía oponerme. Le ruego que se lo diga así a doña Gloria».

En cuanto a la segunda inquietud, fue explícito en que un grupo de congresistas amigos lo habían convencido de que Villamizar era un colega incontrolable y empecinado que había que frenar de cualquier modo antes de que hiciera aprobar la extradición. «Además -dijo- en esa guerra en que estábamos a uno lo mataban hasta por chismes. Pero ahora que lo conozco, doctor Villamizar, bendita la hora en que no le pasó nada».

Sobre el secuestro de Maruja dio una explicación simplista. «Yo estaba secuestrando gente para conseguir algo y no lo conseguía, nadie conversaba, nadie hacía caso, así que me fui por doña Maruja a ver si lograba cualquier cosa». No tuvo más argumentos, sino que derivó a un largo comentario sobre la forma en que fue conociendo a Villamizar en el curso de las negociaciones, hasta convencerse de que era un hombre serio y valiente, cuya palabra de oro comprometía su gratitud eterna. «Yo sé que usted y yo no podemos ser amigos», le dijo. Pero Villamizar podía estar seguro de que ni a él ni a nadie de su familia volvería a pasarle nada de allí en adelante.

– Yo estaré aquí quién sabe hasta cuándo -dijo-, pero todavía tengo muchos amigos, de modo que si alguno de los suyos se siente inseguro, si alguien se va a meter con ustedes, mándemelo a decir y nada más. Usted me cumplió y yo le cumplo, muchas gracias. Es palabra de honor.

Antes de despedirse, Escobar le pidió a Villamizar el último favor de tranquilizar a su madre y a su esposa, que estaban al borde de la conmoción. Villamizar lo hizo sin muchas ilusiones, pues ambas estaban convencidas de que aquel ceremonial era una trampa siniestra del gobierno para asesinar a Escobar dentro de la cárcel. Por último entró en el despacho del director y marcó de memoria el número 284 33 00 del palacio presidencial, para que localizaran a Rafael Pardo donde se encontrara.

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