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Desde antes de eso, en todo caso, Escobar le había hecho saber al general Maza que la guerra entre ellos había terminado, que se olvidaba de todo y se entregaba en serio: paraba los atentados, desmantelaba la banda y entregaba la dinamita. Como prueba le mandó una lista de escondrijos donde encontraron setecientos kilos. Más tarde, desde la cárcel, seguiría revelando a la brigada de Medellín una serie de caletas con un total de dos toneladas. Pero Maza no le creyó nunca.

Impaciente por la demora de la entrega, el gobierno nombró como director de la cárcel a un boyacense -Luis Jorge Pataquiva Silva- y no a un antioqueño, así como a veinte guardias nacionales de distintos departamentos, Y no antioqueños. «De todos modos -dijo Villamizar- si lo que quieren es sobornar lo mismo da antioqueño que de cualquier parte». Escobar, fatigado él mismo de tantas vueltas, apenas lo discutió. Al fin se acordó que fuera el ejército y no la policía el que cubriera el ingreso, y que se tomaran medidas de excepción para quitarle a Escobar el temor de que lo envenenaran con la comida de la cárcel. La Dirección Nacional de Prisiones, por otra parte, adoptó el mismo régimen de visitas de los hermanos Ochoa Vázquez en el pabellón de máxima seguridad de Itagüí. La hora límite para levantarse era las siete de la mañana y la hora límite para ser recluido y puesto bajo llave y candado en la celda eran las ocho de la noche. Escobar y sus compañeros podían recibir visitas de mujeres cada domingo, de ocho de la mañana a dos de la tarde; de hombres, los sábados, y de menores, en el primer y el tercer domingo de cada mes. En la madrugada del 9 de junio, efectivos del batallón de policía militar de Medellín relevaron al grupo de caballería que vigilaba el contorno, iniciaron el montaje de un impresionante dispositivo de seguridad, desalojaron de las montañas aledañas a personas ajenas al sector, y asumieron el control total de la tierra y el cielo. No había más pretextos. Villamizar le hizo saber a Escobar -con toda sinceridad- que le agradecía la liberación de Maruja, pero no estaba dispuesto a correr más riesgos sólo porque él no acababa de entregarse. Y se lo mandó a decir en serio: «De aquí en adelante yo no respondo». Escobar decidió en dos días, con la última condición de que también el procurador general lo acompañara en la entrega.

Un tropiezo insólito de última hora pudo haber provocado un nuevo aplazamiento: Escobar no tenía un instrumento oficial de identidad para probar que era él y no otro el que se entregaba. Uno de sus abogados planteó el problema al gobierno y solicitó en consecuencia una cédula de ciudadanía para Escobar, sin tomar en cuenta que éste, buscado por toda la fuerza pública, debería ir en persona a la correspondiente oficina del Registro Civil. La solución de emergencia fue que se identificara con la huella digital y el número de una cédula que había usado en un viejo oficio notarial, y declarara al mismo tiempo que no podía mostrarla porque se le había extraviado.

El Mono despertó a Villamizar a las doce de la noche del 18 de junio para que subiera a atender una llamada de emergencia. Era muy tarde, pero el apartamento de Azeneth parecía un infierno feliz, con el acordeón de Higidio Cuadrado y su combo de vallenatos. Villamizar tuvo que abrirse camino a codazos por entre la fronda frenética de la más alta chismografía cultural. Azeneth, en su estilo típico, le cerró el paso.

– Ya sé quién es la que lo llama -le dijo-. Y cuídese, porque si se descuida lo van a capar.

Lo dejó en el dormitorio en el momento en que sonó el teléfono. En medio del estruendo que estremecía la casa Villamizar alcanzó a oír apenas lo esencial:

– Listo, véngase para Medellín mañana temprano.

A las siete de la mañana, Rafael Pardo puso un avión de la Aeronáutica Civil a disposición de la comitiva oficial que asistiría a la entrega. Villamizar, temeroso de una filtración prematura, se presentó en la casa del padre García Herreros a las cinco de la mañana. Lo encontró en el oratorio, con la ruana inconsútil sobre la sotana, cuando acababa de decir la misa.

– Bueno, padre, camine -le dijo-. Nos vamos para Medellín porque Escobar se va a entregar.

En el avión -además de ellos- viajaron Fernando García Herreros, un sobrino del padre que actuaba como su asistente ocasional; Jaime Vázquez, de la Consejería de Información; el doctor Carlos Gustavo Arrieta, procurador general de la república y el doctor Jaime Córdoba Triviño, procurador delegado para los Derechos Humanos. En el aeropuerto Olaya Herrera, en pleno centro de Medellín, los esperaban María Lía y Martha Nieves Ochoa. La comitiva oficial fue llevada a la gobernación. Villamizar y el padre se fueron al apartamento de María Lía para desayunar mientras se cumplían los últimos trámites de la entrega. Allí supo que Escobar ya iba en camino, a veces en carro y a veces haciendo rodeos a pie, para eludir los frecuentes retenes de la policía. Era experto en esos azares. El padre tenía otra vez los nervios de punta. Se le cayó un lente de contacto, lo pisó, y se exasperó a tal grado que Martha Nieves tuvo que llevarlo a la óptica San Ignacio, donde le resolvieron el problema con unas gafas normales. La ciudad estaba plagada de retenes rigurosos, y los detuvieron en casi todos, pero no para requisarlos, sino para agradecerle al padre lo que hacía por la felicidad de Medellín. Pues en aquella ciudad donde todo era posible, la noticia más secreta del mundo era ya de dominio público.

El Mono llegó al apartamento de María Lía a las dos y media de la tarde, vestido como para un paseo campestre, con una chaquetita de tierra caliente y zapatos blandos.

– Listo -le dijo a Villamizar-. Nos vamos para la gobernación. Váyase usted por su lado y yo llego por otro.

Se fue solo en su carro. Villamizar, el padre García Fierreros y Martha Nieves se fueron en el de María Lía. Frente a la gobernación se bajaron los dos hombres. Las mujeres permanecieron esperando fuera. El Mono no era ya el técnico frío y eficaz, sino que trataba de esconderse dentro de sí mismo. Se puso unas gafas oscuras y una gorra de golfista, y se mantuvo siempre en segundo plano detrás de Villamizar. Alguien que lo vio entrar con el padre se apresuró a llamar por teléfono a Rafael Pardo para decirle que Escobar -muy rubio, muy alto y elegante- acababa de entregarse en la gobernación.

Cuando se preparaban para salir, le avisaron al Mono por radioteléfono que un avión se dirigía al espacio aéreo de la ciudad. Era una ambulancia militar con varios soldados heridos en un encuentro con las guerrillas ce Urabá. El temor de que se hiciera demasiado tarde inquietaba a las autoridades, porque los helicópteros no podrían volar al filo del atardecer, y aplazar la entrega para el día siguiente podía ser funesto. Villamizar llamó entonces a Rafael Pardo, y éste hizo desviar el vuelo de los heridos y reiteró la orden terminante de mantener el cielo despejado. Mientras esperaba el desenlace, escribió en su diario personal: «Ni un pájaro vuela hoy sobre Medellín».

El primer helicóptero -un Bell 206 para seis pasajeros- despegó de la azotea de la gobernación poco desPués de las tres con el Procurador General y Jaime Vázquez; Fernando García Herreros y el periodista de radio Luis Alirio Calle, cuya enorme popularidad era una garantía más para la tranquilidad de Pablo Escobar. Un oficial de seguridad le indicaría al piloto el rumbo directo de la cárcel.

El segundo helicóptero -un Bell 412 para doce pasajeros despegó – diez minutos después cuando el Mono recibió la orden por radioteléfono. Villamizar se embarcó con él y con el padre. No bien despegaban cuando oyeron por radio la noticia de que la posición del gobierno había sido derrotada en la Asamblea Nacional Constituyente, donde acababa de aprobarse la no extradición de nacionales por cincuenta y un votos a favor, trece en contra y cinco abstenciones, en una primera instancia que sería ratificada más tarde. Aunque no había indicios de que fuera un acto concertado, era casi infantil no pensar que Escobar lo conocía de antemano y había esperado hasta aquel último minuto para entregarse. Los pilotos siguieron las indicaciones del Mono para recoger a Pablo Escobar y llevarlo a la cárcel. Fue un vuelo muy breve, y a tan baja altura, que las instrucciones parecían para un automóvil: tomen la Octava, sigan por ahí, ahora a la derecha, más, más, hasta el parque, eso es. Detrás de una arboleda surgió de pronto una mansión espléndida entre flores tropicales de colores intensos, con un campo de fútbol perfecto como una enorme mesa de billar en medio del tráfico fluido de El Poblado.

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