Estaba en la oficina del consejero de Prensa, Mauricio Vargas, quien contestó al teléfono y le pasó la bocina sin comentarios. Pardo reconoció la voz grave y calmada, pero esta vez con un halo radiante.
– Doctor Pardo -dijo Villamizar-, aquí le tengo a Escobar en la cárcel.
Pardo -quizás por primera vez en su vida- recibió la noticia sin pasarla por el filtro de la duda.
– ¡Qué maravilla! -dijo.
Hizo un comentario rápido que Mauricio Vargas no trató siquiera de interpretar, colgó el teléfono, y entró sin tocar en la oficina del presidente. Vargas, que es un periodista de nacimiento las veinticuatro horas del día, sospechó por la prisa y la demora de Pardo que debía tratarse de algo grande. No tuvo nervios para esperar más de cinco minutos. Entró en la oficina del presidente sin anunciarse, y lo encontró riéndose a carcajadas de algo que Pardo acababa de decirle. Entonces lo supo. Mauricio pensó con alegría en el tropel de periodistas que de un momento a otro irrumpirían en su oficina, y miró el reloj. Eran las cuatro y media de la tarde. Dos meses después, Rafael Pardo sería el primer civil nombrado ministro de la Defensa, después de cincuenta años de ministros militares.
Pablo Emilio Escobar Gaviria había cumplido cuarenta y un años en diciembre. De acuerdo con el examen médico de rigor al ingresar en la cárcel, su estado de salud era el de «un hombre joven en condiciones normales físicas y mentales». La única observación extraña fue una congestión en la mucosa nasal y algo como la cicatriz de una cirugía plástica en la nariz, pero él la explicó como una lesión juvenil durante un partido de fútbol. El acta de entrega voluntaria la firmaron el director nacional y la directora regional de Instrucción Criminal, y el procurador delegado para los Derechos Humanos. Escobar respaldó su firma con la huella digital del pulgar y el número de su cédula extraviada: 8.345.766 de Envigado. El secretario, Carlos Alberto Bravo, dejó una constancia al final del documento: «Una vez firmó el acta, el señor Pablo Emilio Escobar solicitó que firmara la presente el doctor Alberto Villamizar Cárdenas, quien firma». Villamizar firmó aunque nunca le dijeron a título de qué.
Terminada la diligencia, Pablo Escobar se despidió de todos y entró en la celda donde iba a vivir tan ocupado como siempre en sus asuntos y negocios, y además con el poder del Estado al servicio de su sosiego doméstico y su seguridad. Desde el día siguiente, sin embargo, la cárcel muy cárcel de que había hablado Villamizar empezó a transformarse en una hacienda d? cinco estrellas con toda clase de lujos, instalaciones de recreo y facilidades para la parranda y el delito, construidos con materiales de primera clase que eran llevados poco a poco en un doble fondo adaptado en el baúl de una camioneta de abastecimiento. Doscientos noventa y nueve días después, enterado el gobierno del escándalo, decidió cambiar de cárcel a Escobar sin anuncio previo. Tan inverosímil como el hecho de que el gobierno hubiera necesitado un año para enterarse, fue que Escobar sobornó con un plato de comida a un sargento y a dos soldados muertos de susto, y escapó caminando con sus escoltas a través de los bosques vecinos, en las barbas de los funcionarios y de la tropa responsable de la mudanza.
Fue su sentencia de muerte. Según declaró más tarde, la acción del gobierno había sido tan extraña e intempestiva, que no pensó que en verdad fueran a transferirlo sino a matarlo o a entregárselo a los Estados Unidos. Cuando se dio cuenta de las desproporciones de su error emprendió dos campañas paralelas para que el gobierno volviera a hacerle el favor de encarcelarlo: la más grande ofensiva de terrorismo dinamitero de la historia del país y la oferta de rendición sin condiciones de ninguna clase. El gobierno no se dio nunca por enterado de sus propuestas, el país no sucumbió al terror de los carrobombas y la ofensiva de la policía alcanzó proporciones insostenibles.
El mundo había cambiado para Escobar. Quienes hubieran podido ayudarlo de nuevo para salvar la vida no tenían ganas ni argumentos. El padre García Herreros murió el 24 de noviembre de 1992 por una insuficiencia renal complicada, y Paulina -sin empleo y sin ahorros- se refugió en un otoño tranquilo, con sus hijos Y sus buenos recuerdos, hasta el punto de que hoy nadie (la razón de ella en El Minuto de Dios. Alberto Villamizar, nombrado embajador en Holanda, recibió varios recados de Escobar, pero ya era demasiado tarde para todo. La inmensa fortuna, calculada en tres mil millones de dólares, se fue en gran parte por los sumideros de la guerra o se desbarató en la desbandada del cartel. Su familia no encontraba un lugar en el mundo donde dormir sin pesadillas. Convertido en la más grande pieza de caza de nuestra historia, Escobar no podía permanecer más de seis horas en un mismo lugar, e iba dejando en su fuga enloquecida un reguero de muertos inocentes, y a sus propios escoltas asesinados, rendidos a la justicia o pasados a las huestes del enemigo. Sus servicios de seguridad, y aun su propio instinto casi animal de supervivencia perdieron los talentos de otros días.
El 2 de diciembre de 1993 -un día después de cumplir cuarenta y cuatro años- no resistió la tentación de hablar por teléfono con su hijo Juan Pablo, que acababa de regresar a Bogotá rechazado por Alemania, junto con su madre y su hermana menor. Juan Pablo, ya más alerta que él, le advirtió a los dos minutos que no siguiera hablando porque la policía iba a localizar el origen de la llamada. Escobar -cuya devoción familiar era proverbial- no le hizo caso. Ya en ese momento los servicios de rastreo habían logrado establecer el sitio exacto del barrio Los Olivos de Medellín, donde estaba hablando. A las tres y cuarto de la tarde, un grupo especial nada ostensible de veintitrés policías vestidos de civil acordonaron el sector, se tomaron k casa y estaban forzando la puerta del segundo piso. Escobar lo sintió. «Te dejo -le dijo a su hijo en el teléfono- porque aquí está pasando algo raro». Fueron sus últimas palabras.
La noche -de la entrega la pasó Villamizar en los bailaderos más alegres y peligrosos de la ciudad, bebiendo aguardiente de machos con los guardaespaldas de Escobar. El Mono, ahogado hasta el gorro, le contaba a quien lo oyera que el doctor Villamizar era la única persona a la que el patrón le había dado disculpas. A las dos de la madrugada se puso de pie sin preámbulos y se despidió con un saludo de la mano.
– Hasta siempre, doctor Villamizar -dijo-. Ahora tengo que desaparecerme, y posiblemente no volveremos a vernos nunca. Fue un placer conocerlo.
Al amanecer dejaron a Villamizar embebido como una esponja en la casa de La Loma. Por la tarde, en el avión de vuelta, no había otro tema de conversación que la entrega de Pablo Escobar. Villamizar era aquel día uno de los hombres más notables del país, pero nadie lo reconoció entre la muchedumbre de los aeropuertos. Los periódicos habían señalado sin fotografías su presencia en la cárcel, pero el tamaño de su protagonismo real y decisivo en todo el proceso de la entrega parecía destinado a la penumbra de las glorias secretas. De regreso a casa aquella tarde se dio cuenta de que la vida cotidiana retomaba su hilo. Andrés estudiaba en el cuarto. Maruja libraba en silencio la dura guerra con sus fantasmas para volver a ser la misma. El caballo de la dinastía Tang había vuelto a su lugar, entre sus primorosas reliquias de Indonesia y sus antigüedades de medio mundo, encabritado sobre la mesa sagrada en que ella lo quería y en el rincón donde soñaba verlo durante las noches interminables del secuestro. Había vuelto a sus oficinas de Focine en el mismo automóvil en que la habían secuestrado -borradas ya las cicatrices de las balas en los cristales- y otro chofer nuevo y agradecido ocupaba el asiento del muerto. Antes de dos años sería nombrada ministra de Educación.
Villamizar, sin empleo ni ganas de tenerlo, con un regusto ácido de la política, prefirió descansar por un tiempo a su manera, reparando las pequeñas averías domésticas, bebiéndose el ocio sorbo a sorbo con viejos compinches, haciendo el mercado con su propia mano para gozar y hacer gozar a sus amigos de las delicias de la cocina popular. Era un estado de ánimo propicio para leer en las tardes y dejarse crecer la barba. Un domingo durante el almuerzo, cuando ya las brumas de la nostalgia empezaban a enrarecer el pasado, alguien llamó a la puerta. Pensaron que Andrés había vuelto a olvidar las llaves. Como era el día libre del servicio, Villamizar abrió. Un hombre joven de chaqueta deportiva le entregó un paquetito envuelto en papel de regalo y atado con una cinta dorada, y desapareció por la escalera sin decirle una palabra ni darle tiempo de preguntar nada. Villamizar pensó que podía ser una bomba. En un instante lo estremeció la náusea del secuestro, pero deshizo el lazo y desenvolvió el paquetito con la punta de los dedos, lejos del comedor donde Maruja lo esperaba. Era un estuche de piel artificial, y dentro del estuche, en su nido de raso, estaba el anillo que le habían quitado a Maruja la noche del secuestro. Le faltaba una chispa de diamante, pero era el mismo.