A petición de Maruja y Marina el mayordomo hizo venir a un médico para Beatriz, el 12 de enero, antes de la media noche. Era un hombre joven, bien vestido y mejor educado, y con una máscara de seda amarilla que hacía juego con su atuendo. Es difícil creer en la seriedad de un médico encapuchado, pero aquél demostró de entrada que conocía bien su oficio. Tenía una seguridad tranquilizante. Llevaba un estuche de cuero fino, grande como una maleta de viaje, con el fonendoscopio, el tensiómetro, un electrocardiógrafo de baterías, un laboratorio portátil para análisis a domicilio, y otros recursos para emergencias. Examinó a fondo a las tres rehenes, y les hizo análisis de orina y de sangre en el laboratorio portátil. Mientras la examinaba, el médico le dijo en secreto a Maruja: «Me siento la persona más avergonzada del mundo por tener que verla a usted en esta situación. Quiero decirle que estoy aquí por la fuerza. Fui muy amigo y partidario del doctor Luis Carlos Galán, y voté por él. Usted no se merece este sufrimiento, pero trate de sobrellevarlo. La serenidad es buena para su salud». Maruja apreció sus explicaciones, pero no pudo superar d asombro por su elasticidad moral. A Beatriz le repitió el discurso exacto.
El diagnóstico para ambas fue un estrés severo y un principio de desnutrición, para lo cual ordenó enriquecer y balancear la dieta. A Maruja le encontró problemas circulatorios y una infección vesical de cuidado, y le prescribió un tratamiento a base de Vasotón, diuréticos y pastillas calmantes. A Beatriz le recetó sedante para entretener la úlcera gástrica. A Marina -a quien ya había visto antes-, se limitó a darle consejos para que se preocupara más por su propia salud, pero no la encontró muy receptiva. A las tres les ordenó caminar a buen paso por lo menos una hora diaria…
A partir de entonces a cada una les dieron una caja de veinte pastillas de un tranquilizante para tomar una por la mañana, otra al mediodía y otra antes de dormir. En caso extremo podían cambiarlo por un barbitúrico fulminante que les permitió escapar a muchos horrores del encierro. Bastaba un cuarto de pastilla para quedar sin sentido antes de contar hasta cuatro.
Desde la una de aquella madrugada empezaron a caminar en el patio oscuro con los asustados guardianes que las mantenían bajo la mira de sus metralletas sin seguro. Se marearon a la primera vuelta, sobre todo Maruja, que debió sostenerse de las paredes para no caer. Con la ayuda de los guardianes, y a veces con Damaris, terminaron por acostumbrarse. Al cabo de dos semanas Maruja llegó a dar con paso rápido hasta mil vueltas contadas: dos kilómetros. El estado de ánimo de todas mejoró, y con él la concordia doméstica.
El patio fue el. único lugar de la casa que conocieron además del cuarto. Estaba en tinieblas mientras duraban los paseos, pero en las noches claras se alcanzaba a ver un lavadero grande y medio en ruinas, con ropa puesta a secar en alambres y un gran desorden de cajones rotos y trastos en desuso. Sobre la marquesina del lavadero había un segundo piso con una ventana clausurada y los vidrios polvorientos tapados con cortinas de periódicos. Las secuestradas pensaban que era allí donde dormían los guardianes que no estaban de turno. Había una puerta hacia la cocina, otra hacia el cuarto de las secuestradas, y un portón de tablas viejas que no llegaba hasta el suelo. Era el portón del mundo. Más tarde se darían cuenta de que daba a un potrero apacible donde pacían corderos pascuales y gallinas desperdigadas. Parecía muy fácil de abrirlo para evadirse, pero estaba guardado por un pastor alemán de aspecto insobornable. Sin embargo, Maruja se hizo amiga de él, hasta el punto de que no ladraba cuando se acercaba a acariciarlo.
Diana se quedó a solas consigo misma cuando liberaron a Azucena. Veía televisión, oía radio, a veces leía la prensa, y con más interés que nunca, pero conocer las noticias sin tener con quién comentarlas era lo único peor que no saberlas. El trato de sus guardianes le parecía bueno, y reconocía el esfuerzo que hacían para complacerla. «No quiero ni es fácil describir lo que siento cada minuto: el dolor, la angustia y los días de terror que he pasado», escribió en su diario. Temía por su vida, en efecto, sobre todo por el miedo inagotable de un rescate armado. La noticia de su liberación se redujo a una frase insidiosa: «Ya casi». La aterrorizaba la idea de que, aquélla fuera una táctica infinita en espera de que se instalara la Asamblea Constituyente y tomara determinaciones concretas sobre la extradición y el indulto. Don Pacho, que antes demoraba largas horas con ella, que discutía, que la informaba bien, se hizo cada vez más distante. Sin explicación alguna, no volvieron a llevarle los periódicos. Las noticias, y aun las telenovelas, adquirieron el ritmo del país paralizado por el éxodo del Año Nuevo.
Durante más de un mes la habían distraído con la promesa de que vería a Pablo Escobar en persona. Ensayó su actitud, sus argumentos, su tono, segura de que sería capaz de entablar con él una negociación. Pero la demora eterna la había llevado a extremos inconcebibles de pesimismo.
Dentro de aquel horror su imagen tutelar fue la de su madre, de quien heredó quizás el temperamento apasionado, la fe inquebrantable y el sueño escurridizo de la felicidad. Tenían una virtud de comunicación recíproca que se reveló en los meses oscuros del secuestro como un milagro de clarividencia. Cada palabra de Nydia en la radio o la televisión, cada gesto suyo, el énfasis menos pensado le transmitían a Diana recados imaginarios en las tinieblas del cautiverio. «Siempre la he sentido como si fuera mi ángel de la guarda», escribió. Estaba segura de que en medio de tantas frustraciones, el éxito final sería el de la devoción y la fuerza de su madre. Alentada por esa certidumbre, concibió la ilusión de que sería liberada la noche de Navidad.
Esa ilusión la sostuvo en vilo durante la fiesta que le hicieron la víspera los dueños de casa, con asado a la parrilla, discos de salsa, aguardiente, pólvora y globos de colores. Diana lo interpretó como una despedida. Más aún: había dejado listo sobre la cama el maletín que tenía preparado desde noviembre para no perder tiempo cuando llegaran a buscarla. La noche era helada y el viento aullaba entre los árboles como una manada de lobos, pero ella lo interpretaba como el augurio de tiempos mejores. Mientras repartían los regalos a los niños pensaba en los suyos, y se consoló con la esperanza de estar con ellos la noche de mañana. El sueño se hizo menos improbable porque sus carceleros le regalaron una chaqueta de cuero forrada por dentro, tal vez escogida a propósito para que soportara bien la tormenta. Estaba segura de que su madre la había esperado a cenar, como todos los años, y que había puesto la corona de muérdago en la puerta con un letrero para ella: Bienvenida. Así había sido, en efecto. Diana siguió tan segura de su liberación, que esperó hasta después de que se apagaron en el horizonte las últimas migajas de la fiesta y amaneció una nueva mañana de incertidumbres.
El miércoles siguiente estaba sola frente a la televisión, rastreando canales, y de pronto reconoció en la pantalla al pequeño hijo de Alexandra Uribe. Era el programa Enfoque dedicado a la Navidad. Su sorpresa fue mayor cuando descubrió que era la Nochebuena que ella le había pedido a su madre en la carta que le llevó Azucena. Estaba la familia de Maruja y Beatriz, y la familia Turbay en pleno: los dos niños de Diana, sus hermanos, y su padre en el centro, grande y abatido. «Nosotros no estábamos para fiestas -ha dicho Nydia-. Sin embargo, decidí cumplir con los deseos de Diana y armé en una hora el árbol de Navidad y el pesebre dentro de la chimenea. «A pesar de la buena voluntad de todos de no dejar a los secuestrados un recuerdo triste, fue más una ceremonia de duelo que una celebración. Pero Nydia estaba tan segura de que Diana sería liberada esa noche, que puso en la puerta el adorno navideño con el letrero dorado: Bienvenida. «Confieso mi dolor por no haber llegado ese día a compartir con todos -escribió Diana en su diario-. Pero me alentó mucho, me sentí muy cerca de todos, me dio alegría verlos reunidos». Le encantó la madurez de María Carolina, le preocupó el retraimiento de Miguelito, y recordó con alarma que aún no estaba bautizado; la entristeció la tristeza de su padre y la conmovió su madre, que puso en el pesebre un regalo para ella y el saludo de bienvenida en la puerta. En vez de desmoralizarse por la desilusión de la Navidad, Diana tuvo una reacción de rebeldía contra el gobierno. En su momento se había manifestado casi entusiasta por el decreto 2047, en el cual se fundaron las ilusiones de noviembre. La alentaban las gestiones de Guido Parra, la diligencia de los Notables, las expectativas de la Asamblea Constituyente, las posibilidades de ajustes en la política de sometimiento. Pero la frustración de Navidad hizo saltar los diques de su comprensión. Se preguntó escandalizada por qué al gobierno no se le ocurría alguna posibilidad de diálogo que no fuera determinada por la presión absurda de los secuestros. Dejó en claro que siempre fue consciente de la dificultad de actuar bajo chantaje. «Soy línea Turbay en eso -escribió- pero creo que con el paso del tiempo las cosas han sucedido al revés». No entendía la pasividad del gobierno ante lo que a ella le parecieron burlas de los secuestradores. No entendía por qué no los conminaba a la entrega con mayor energía, si había fijado una política para ellos, y había satisfecho algunas peticiones razonables. «En la medida en que no se les exija -escribió en su diario- ellos se sienten más cómodos tomándose su tiempo y sabiendo que tienen en su poder el arma de presión más importante». Le parecía que las mediaciones de buen oficio se habían convertido en una partida de ajedrez en la que cada quien movía sus piezas hasta ver quién daba el jaque mate. «¿Pero qué ficha seré yo?», se preguntó. Y se contestó sin evasivas: «No dejo de pensar que seamos desechables». Al grupo de los Notables -ya extinto- le dio el tiro de gracia: «Empezaron con una labor eminentemente humanitaria y acabaron prestándoles un servicio a los Extraditables».