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Uno de los guardianes que terminaban el turno de enero irrumpió en el cuarto de Pacho Santos.

– Esta vaina se jodió -le dijo-. Van a matar rehenes.

Según él, sería una represalia por la muerte de los Priscos. El comunicado estaba listo y saldría en las próximas horas. Matarían primero a Marina Montoya y luego uno cada tres días en su orden: Richard Becerra, Beatriz, Maruja y Diana.

– El último será usted -concluyó el guardián a manera de consuelo-. Pero no se preocupe, que este gobierno no aguanta ya más de dos muertos.

Pacho, aterrorizado, hizo sus cuentas según los datos del guardián: le quedaban dieciocho días de vida. Entonces decidió escribir a su esposa y a sus hijos, sin borrador, una carta de seis hojas completas de cuaderno escolar, con su caligrafía de minúsculas separadas, como letras de imprenta, pero más legibles que de costumbre, y con el pulso firme y la conciencia de que no sólo era una carta de adiós, sino su testamento.

«Sólo deseo que este drama, no importa cuál sea el final, acabe lo más pronto posible para que todos podamos tener por fin la paz», empezaba. Su gratitud más grande era para María Victoria -decía-, con quien había crecido como hombre, como ciudadano y como padre, y lo único que lamentaba era haberle dado mayor importancia a su oficio de periodista que a la vida doméstica. «Con ese remordimiento bajo a la tumba», escribió. En cuanto a sus hijos casi recién nacidos lo tranquilizaba la seguridad de que quedaban en las mejores manos. «Háblales de mí cuando puedan entender a cabalidad lo que sucedió y así asimilen sin dramatismo los dolores innecesarios de mi muerte». A su padre le agradecía lo mucho que había hecho por él en la vida, y sólo le pedía «que arregles todo antes de venir a unirte conmigo para evitarles a mis hijos los grandes dolores de cabeza en esa rapiña que se avecina». De este modo entró en materia sobre un punto que consideraba «aburrido pro fundamental» para el futuro: la solvencia de sus hijos y la unidad familiar dentro de El Tiempo. Lo primero dependía en gran parte de los seguros de vida que el diario había comprado para su esposa y sus hijos. «Te pido exigir que te den lo que nos ofrecieron -decía pues es apenas justo que mis sacrificios por el periódico no sean del todo en vano». En cuanto al futuro profesional, comercial o político del diario, su única preocupación eran las rivalidades y discrepancias internas, consciente de que las grandes familias no tienen pleitos pequeños. «Sería muy triste que después de este sacrificio El Tiempo acabe dividido o en otras manos». La carta terminaba con un último reconocimiento a Mariavé por el recuerdo de los buenos tiempos que vivieron juntos.

El guardián la recibió conmovido.

– Tranquilo, papito -le dijo-, yo me encargo de que llegue.

La verdad era que a Pacho Santos no le quedaban entonces los dieciocho días calculados sino unas pocas horas. Era el primero de la lista, y la orden de asesinato había sido dada el día anterior. Martha Nieves Ochoa se enteró a última hora por una casualidad afortunada -a través de terceras personas- y le envió a Escobar una súplica de perdón, convencida de que aquella muerte terminaría de incendiar el país. Nunca supo si la recibió, pero el hecho fue que la orden contra Pacho Santos no se conoció nunca, y en su lugar se impartió otra irrevocable contra Marina Montoya.

Marina parecía haberlo presentido desde principios de enero. Por razones que nunca explicó, había decidido hacer las caminatas acompañada por el Monje, su viejo amigo, que había vuelto en el primer relevo del año. Caminaban una hora desde que terminaba la televisión, y después salían Maruja y Beatriz con sus guardianes. Una de esas noches Marina regresó muy asustada, porque había visto un hombre vestido de negro y con una máscara negra, que la miraba en la oscuridad desde el lavadero. Maruja y Beatriz pensaron que debía ser una más de sus alucinaciones recurrentes, y no le hicieron caso. Confirmaron esa impresión el mismo día, pues no había ninguna luz para ver un hombre de negro en las tinieblas del lavadero. De ser cierto, además, debía tratarse de alguien muy conocido en la casa para no alebrestar al pastor alemán que se espantaba de su propia sombra. El Monje dijo que debía ser un aparecido que sólo ella veía.

Sin embargo, dos o tres noches después regresó del paseo en un verdadero estado de pánico. El hombre había vuelto, siempre de negro absoluto, y la había observado largo rato con una atención pavorosa sin importarle que también ella lo mirara. A diferencia de las noches anteriores, aquélla era de luna llena y el patio estaba iluminado por un verde fantástico. Marina lo contó delante del Monje, y éste la desmintió, pero con razones tan enrevesadas que Maruja y Beatriz no supieron qué pensar. Desde entonces no volvió Marina a caminar. Las dudas entre sus fantasías y la realidad eran tan impresionantes, que Maruja sufrió una alucinación real, una noche en que abrió los ojos y vio al Monje a la luz de k veladora, acuclillado como siempre, y vio su máscara convertida en una calavera. La impresión de Maruja fue mayor, porque relacionó la visión con el aniversario de la muerte de su madre el próximo 23 de enero.

Marina pasó el fin de semana en la cama, postrada por un viejo dolor de la columna vertebral que parecía olvidado. Le volvió el humor turbio de los primeros días. Como no podía valerse de sí misma, Maruja y Beatriz se pusieron a su servicio. La llevaban al baño casi en vilo. Le daban la comida y el agua en la boca, le acomodaban una almohada en la espalda para que viera la televisión desde la cama. La mimaban, la querían de veras, pero nunca se sintieron tan menospreciadas.

– Miren lo enferma que estoy y ustedes ni me ayudan -les decía Marina-. Yo, que las he ayudado tanto.

A veces sólo conseguía aumentar el justo sentimiento de abandono que la atormentaba. En realidad, el único alivio de Marina en aquella crisis de postrimerías fueron los rezos encarnizados que murmuraba sin tregua durante horas, y el cuidado de sus uñas. Al cabo de varios días, cansada de todo, se tendió exhausta en la cama y suspiró:

– Bueno, que sea lo que Dios quiera.

En la tarde del 22 las visitó también el Doctor de los primeros días. Conversó en secreto con sus guardianes y oyó con atención los comentarios de Maruja y Beatriz sobre la salud de Marina. Al final se sentó a conversar con ella en el borde de la cama. Debió ser algo serio y confidencial, pues los susurros de ambos fueron tan tenues que nadie descifró una palabra. El Doctor salió del cuarto con mejor humor que cuando llegó, y prometió volver pronto.

Marina se quedó deprimida en la cama. Lloraba a ratos. Maruja trató de alentarla, y ella se lo agradecía con gestos por no interrumpir sus oraciones, y casi siempre le correspondía con afecto, le apretaba la mano con su mano yerta. A Beatriz, con quien tenía una relación más cálida, la trataba con el mismo cariño. El único hábito que la mantuvo viva fue el de limarse las uñas.

A las diez y media de la noche del 23, miércoles, empezaban a ver en la televisión el programa Enfoque, pendientes de cualquier palabra distinta, de cualquier chiste familiar, del gesto menos pensado, de cambios sutiles en la letra de una canción que pudieran esconder mensajes cifrados. Pero no hubo tiempo. Apenas iniciado el tema musical, la puerta se abrió a una hora insólita y entró el Monje, aunque no estaba de turno esa noche.

– Venimos por la abuela para llevarla a otra finca -dijo.

Lo dijo como si fuera una invitación dominical. Marina en la cama quedó como tallada en mármol, con una palidez intensa, hasta en los labios, y con el cabello erizado. El Monje se dirigió entonces a ella con su afecto de nieto.

– Recoja sus cosas, abuela -le dijo-. Tiene cinco minutos.

Quiso ayudarla a levantarse. Marina abrió la boca para decir algo pero no lo logró. Se levantó sin ayuda, cogió el talego de sus cosas personales, y salió para el baño con una levedad de sonámbula que no parecía pisar el suelo. Maruja enfrentó al Monje con la voz impávida.

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