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El miércoles siguiente el programa semanal de Alexandra estuvo consagrado a la noche de Navidad en la casa de Nydia, con la familia Turbay completa en torno del ex presidente; con familiares de Beatriz, y Maruja y Alberto Villamizar. Los niños estaban en primer término: los dos hijos de Diana y el nieto de Maruja -hijo de Alexandra-. Maruja lloró de emoción, pues la última vez que lo había visto apenas balbucía algunas palabras y ya era capaz de expresarse. Villamizar explicó al final, con voz pausada y muchos detalles, el curso y el estado de sus gestiones. Maruja resumió el programa con una frase justa: «Fue muy lindo y tremendo».

El mensaje de Villamizar le levantó los ánimos a Marina Montoya. Se humanizó de pronto y reveló la grandeza de su corazón. Con un sentido político que no le conocían empezó a oír y a interpretar las noticias con gran interés. Un análisis de los decretos la llevó a la conclusión de que las posibilidades de ser liberadas eran mayores que nunca. Su salud empezó a mejorar hasta el punto de que menospreció las leyes del encierro y hablaba con su voz natural, bella y bien timbrada.

El 31 de diciembre fue su noche grande. Damaris llevó el desayuno con la noticia de que celebrarían el Año Nuevo con una fiesta en regla, con champaña criolla y un pernil de cerdo. Maruja pensó que aquélla sería la noche más triste de su vida, por primera vez lejos de su familia, y se hundió en la depresión. Beatriz acabó de derrumbarse. Los ánimos de ambas estaban para todo menos para fiestas. Marina, en cambio, recibió la noticia con alborozo, y no ahorró argumentos para darles ánimos. Inclusive a los guardianes.

– Tenemos que ser justas -les dijo a Maruja y a Beatriz-. También ellos están lejos de su familia, y a nosotras lo que nos toca es hacerles su Año Nuevo lo más grato que se pueda.

Le habían dado tres camisas de dormir la noche en que la secuestraron, pero sólo había usado una, y guardaba las otras en su talego personal. Más tarde, cuando llevaron a Maruja y a Beatriz, las tres usaban sudaderas deportivas como un uniforme de cárcel, que lavaban cada quince días.

Nadie volvió a acordarse de las camisas hasta la tarde del 31 de diciembre, cuando Marina dio un paso más en su entusiasmo. «Les propongo una cosa -les dijo-: Yo tengo aquí tres camisas de dormir que nos vamos a poner para que nos vaya bien el resto el año entrante». Y le preguntó a Maruja:

– A ver, mijita, ¿qué color quiere?

Maruja dijo que a ella le daba lo mismo. Marina decidió que le iba mejor el color verde. A Beatriz le dio la camisa rosa y se reservó la blanca para ella. Luego sacó del bolso una cajita de cosméticos y propuso que se maquillaran unas a otras. «Para lucir bellas esta noche», dijo. Maruja, que ya tenía bastante con el disfraz de las camisas, la rechazó con un humor agrio.

– Yo llego hasta ponerme la camisa de dormir -dijo-. Pero estar aquí pintada como una loca, ¿en este estado? No, Marina, eso sí que no. Marina se encogió de hombros.

– Pues yo sí.

Como no tenían espejo, le dio a Beatriz los útiles de belleza, y se sentó en la cama para que la maquillara. Beatriz lo hizo a fondo y con buen gusto, a la luz de k veladora: un toque de colorete para disimular la palidez mortal de la piel, los labios intensos, la sombra de los párpados. Ambas se sorprendieron de cuan bella podía ser todavía aquella mujer que había sido célebre por su encanto personal y su hermosura. Beatriz se conformó con la cola de caballo y su aire de colegiala.

Aquella noche Marina desplegó su gracia irresistible de antioqueña. Los guardianes la imitaron, y cada quien dijo lo que quiso con la voz que Dios le dio. Salvo el mayordomo, que aun en la altamar de la borrachera seguía hablando en susurros. El Lamparón, envalentonado por los tragos, se atrevió a regalarle a Beatriz una loción de hombre. «Para que estén bien perfumadas con los millones de abrazos que les van a dar el día que las suelten», les dijo. El bruto del mayordomo no lo pasó por alto y dijo que era un regalo de amor reprimido. Fue un nuevo terror entre los muchos de Beatriz.

Además de las secuestradas, estaban el mayordomo y su mujer, y los cuatro guardianes de turno. Beatriz no podía soportar el nudo en la garganta. Maruja la pasó nostálgica y avergonzada, pero aun así no podía disimular la admiración que le causó Marina, espléndida, rejuvenecida por el maquillaje, con la camisa blanca, la cabellera nevada, la voz deliciosa. Era inconcebible que fuera feliz, pero logró que lo creyeran.

Hacía bromas con los guardianes que se levantaban la máscara para beber. A veces, desesperados por el calor, les pedían a las rehenes que les dieran la espalda para respirar. A las doce en punto, cuando estallaron las sirenas de los bomberos y las campanas de las iglesias, todos estaban apretujados en el cuarto, sentados en la cama, en el colchón, sudando en el calor de fragua. En la televisión estalló el himno nacional. Entonces Maruja se levantó, y les ordenó a todos que se pusieran de pie para cantarlo con ella. Al final levantó el vaso de vino de manzana, y brindó por la paz de Colombia. La fiesta terminó media hora después, cuando se acabaron las botellas, y en el platón sólo quedaba el hueso pelado del pernil y las sobras de la ensalada de papa.

El turno de relevo fue saludado por las rehenes con un suspiro de alivio, pues eran los mismos que las habían recibido la noche del secuestro, y ya sabían cómo tratarlos. Sobre todo Maruja, cuya salud la mantenía con el ánimo decaído. Al principio el terror se le convertía en dolores erráticos por todo el cuerpo que la obligaban a asumir posturas involuntarias. Pero más tarde se volvieron concretos por el régimen inhumano impuesto por los guardianes. A principios de diciembre le impidieron ir al baño un día entero como castigo por su rebeldía, y cuando se lo permitieron no le fue posible hacer nada. Ése fue el principio de una cistitis persistente y, más tarde, de una hemorragia que le duró hasta el final del cautiverio.

Marina, que había aprendido con su esposo a hacer masajes de deportistas, se empeñó a restaurarla con sus fuerzas exiguas. Aún le sobraban los buenos ánimos del Año Nuevo. Seguía optimista, contaba anécdotas: vivía. La aparición de su nombre y su fotografía en una campaña de televisión en favor de los secuestrados le devolvió las esperanzas y la alegría. Se sintió otra vez la que era, que ya existía, que allí estaba. Apareció siempre en la primera etapa de la campaña, hasta un día en que no estuvo más sin explicaciones. Ni Maruja ni Beatriz tuvieron corazón para decirle que tal vez la borraron de la lista porque nadie creía que estuviera viva.

Para Beatriz era importante el 31 de diciembre porque se lo había fijado como plazo máximo para ser libre. La desilusión la derrumbó hasta el punto de que sus compañeras de prisión no sabían qué hacer con ella. Llegó un momento en que Maruja no podía mirarla porque perdía el control, se echaba a llorar, y llegaron a ignorarse la una a la otra dentro de un espacio no mucho más grande que un cuarto de baño. La situación se hizo insostenible. La distracción más durable para las tres rehenes, durante las horas interminables después del baño, era darse masajes lentos en las piernas con la crema humectante que sus carceleros les suministraban en cantidades suficientes para que no enloquecieran. Un día Beatriz se dio cuenta de que estaba acabándose.

– Y cuando la crema se acabe -le preguntó a Maruja-, ¿qué vamos a hacer?

– Pues pediremos más -le respondió Maruja con un énfasis ácido. Y subrayó con más acidez aún-: O si no, ahí veremos. ¿Cierto?

– ¡No me conteste así! -le gritó Beatriz en una súbita explosión de rabia-. ¡A mí, que estoy aquí por culpa suya!

Fue el estallido inevitable. En un instante dijo cuanto se había guardado en tantos días de tensiones reprimidas y noches de horror. Lo sorprendente era que no hubiera ocurrido antes y con mayor encono. Beatriz se mantenía al margen de todo, vivía frenada, y se tragaba los rencores sin saborearlos. Lo menos grave que podía suceder, por supuesto, era que una simple frase dicha al descuido le revolviera tarde o temprano la agresividad reprimida por el terror. Sin embargo, el guardián de turno no pensaba lo mismo, y ante el temor de una reyerta grande amenazó con encerrar a Beatriz y a Maruja en cuartos separados. Ambas se alarmaron, pues el temor de las agresiones sexuales se mantenía vivo. Estaban convencidas de que mientras estuvieran juntas era difícil que los guardianes intentaran una violación, y por eso la idea de que las separaran fue siempre la más temible. Por otra parte, los guardianes estaban siempre en parejas, no eran afines, y parecían vigilarse los unos a los otros como una precaución de orden interno para evitar incidentes graves con las rehenes. Pero la represión de los guardianes creaba un ambiente malsano en el cuarto. Los de turno en diciembre habían llevado un betamax en el que pasaban películas de violencia con una fuerte carga erótica, y de vez en cuando algunas pornográficas. El cuarto se saturaba por momentos de una tensión insoportable. Además, cuando las rehenes iban al baño debían dejar la puerta entreabierta, y en más de una ocasión sorprendieron al guardián atisbando. Uno de ellos, empecinado en sostener la puerta con la mano para que no se cerrara mientras ellas usaban el baño, estuvo a punto de perder los dedos cuando Beatriz -adrede- la cerró de un golpe. Otro espectáculo incómodo fue una pareja de guardianes homosexuales que llegó en el segundo turno, y se mantenían en un estado perpetuo de excitación con toda clase de retozos perversos. La vigilancia excesiva de Lamparón al mínimo gesto de Beatriz, el regalo del perfume, la impertinencia del mayordomo en la Nochebuena eran factores de perturbación. Los cuentos que se intercambiaban entre ellos sobre violaciones a desconocidas, sus perversiones eróticas, sus placeres sádicos, terminaban por enrarecer el ambiente.

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