Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Luego de esta liberación, a Hero Buss volvieron a mudarlo solo a un buen barrio, frente a una escuela de aeróbicos para señoritas. El dueño de la casa era un mulato parrandero y gastador. Su mujer, de unos treinta y cinco años y encinta de siete meses, se adornaba desde el desayuno con joyas caras y demasiado visibles. Tenían un hijo de pocos años que vivía con la abuela en otra casa, y su dormitorio lleno de toda clase de juguetes mecánicos fue ocupado por Hero Buss. Éste, por la forma en que lo adoptaron en familia, se preparó para un largo encierro.

Los dueños de casa debieron pasarlo bien con aquel alemán como los de las películas de Marlene Dietrich, con dos metros d? alto y uno de ancho, adolescente a los cincuenta años, con un sentido del humor a prueba de acreedores y un español sofrito en la jerga caribe de Carmen Santiago, su esposa. Había corrido riesgos graves como corresponsal de prensa y radio alemanas en América Latina, inclusive bajo el régimen militar de Chile, donde vivió una noche en vela con la amenaza de ser fusilado al amanecer. De modo que tenía ya el pellejo bien curtido como para disfrutar el lado folclórico de su secuestro. No era para menos, en una casa donde cada cierto tiempo llegaba un emisario con las alforjas llenas de billetes para los gastos, y sin embargo estaban siempre en apuros. Pues los dueños se apresuraban a gastarse todo en parrandas y chucherías, y en pocos días no les quedaba ni con qué comer. Los fines de semana hacían fiestas y comilonas de hermanos, primos y amigos íntimos. Los niños se tomaban la casa. El primer día se emocionaron al reconocer al gigante alemán que trataban como a un artista de telenovela, de tanto haberlo visto en la televisión. No menos de treinta personas ajenas al secuestro le pidieron fotos y autógrafos, comieron y hasta bailaron con él a cara descubierta en aquella casa de locos donde vivió hasta el final del cautiverio.

Las deudas acumuladas terminaban por enloquecer a los dueños, y tenían que empeñar el televisor, el betamax, el tocadiscos, lo que fuera, para alimentar al secuestrado. Las joyas de la mujer iban desapareciendo del cuello, de los brazos y las orejas, hasta que no le quedaba una encima. Una madrugada, el hombre despertó a Hero Buss para que le prestara dinero, porque los dolores de parto de la esposa lo habían sorprendido sin dinero para pagar el hospital. Hero Buss le prestó sus últimos cincuenta mil pesos.

Lo liberaron el 11 de diciembre, quince días después de Juan Vitta. Le habían comprado para la ocasión un par de zapatos que no le sirvieron porque él calzaba del número cuarenta y seis y el más grande que encontraron después de mucho buscar era del número cuarenta y cuatro. Le compraron un pantalón y una camiseta de dos tallas menos porque había bajado dieciséis kilos. Le devolvieron el equipo de fotografía y el maletín con sus libretas de apuntes escondidas en el forro, y le pagaron los cincuenta mil pesos del parto y otros quince mil que les había prestado antes para reponer la plata que se robaban del mercado. Le ofrecieron mucho más, pero lo único que él les pidió fue que le consiguieran una entrevista con Pablo Escobar. Nunca le contestaron.

La pandilla que lo acompañó en los últimos días lo sacó de la casa en un automóvil particular, y al cabo de muchas vueltas para despistar por los mejores barrios de Medellín lo dejaron con su equipaje a cuestas a media cuadra del periódico El Colombiano, con un comunicado en el cual los Extraditables hacían un reconocimiento a su lucha por la defensa de los derechos humanos en Colombia y en varios países de América Latina, y reiteraban la determinación de acogerse a la política de sometimiento sin más condiciones que las garantías judiciales de seguridad para ellos y sus familias – Periodista hasta el final, Hero Buss le dio su cámara al primer peatón que pasó y le pidió que le hiciera la foto de la liberación.

Diana y Azucena se enteraron por la radio, y sus guardianes les dijeron que serían las próximas. Pero se lo habían dicho tanto que ya no lo creían. En previsión de que fuera liberada sólo una, cada una escribió una carta para sus familias para mandarla con la que saliera. Nada ocurrió para ellas desde entonces, nada volvieron a saber hasta dos días después -al amanecer del 13 de diciembre cuando Diana fue despertada por susurros y movimientos raros en la casa. El palpito de que iban a liberarlas la hizo saltar de la cama. Alertó a Azucena, y antes de que nadie les anunciara nada empezaron a preparar el equipaje.

Tanto Diana en su diario, como Azucena en el suyo, contaron aquel instante dramático. Diana estaba en la ducha cuando uno de los guardianes le anunció a Azucena sin ninguna ceremonia que se alistara para irse. Sólo ella. En el libro que publicaría poco después, Azucena lo relató con una sencillez admirable.

«Me fui al cuarto y me puse la muda de regreso que tenía lista en la silla mientras doña Diana continuaba en el baño. Cuando salió y me vio, se paró, me miró, y me dijo:

– ¿Nos vamos, Azu?

«Los ojos le brillaban y esperaban una respuesta ansiosa. Yo no podía decirle nada. Agaché la cabeza, respiré profundo y dije:

– No. Me voy yo sola.

– Cuánto me alegro -dijo Diana-. Yo sabía que iba a ser así».

Diana anotó en su diario: «Sentí una punzada en el corazón, pero le dije que me alegraba por ella, que se fuera tranquila». Le entregó a Azucena la carta para Nydia que había escrito a tiempo para el caso de que no la liberaran a ella. En esa carta le pedía que celebrara la Navidad con sus hijos. Como Azucena lloraba, la abrazó para sosegarla. Luego la acompañó hasta el automóvil y allí se abrazaron otra vez. Azucena se volvió a mirarla a través del cristal, y Diana le dijo adiós con la mano.

Una hora después, en el automóvil que la llevaba al aeropuerto de Medellín para volar a Bogotá, Azucena oyó que un periodista de radio le preguntaba a su esposo qué estaba haciendo cuando conoció la noticia de la liberación. Él contestó la verdad:

– Estaba escribiendo un poema para Azucena.

Así se les cumplió a ambos el sueño de estar juntos el 16 de diciembre para celebrar sus cuatro años de casados.

Richard y Orlando, por su parte, cansados de dormir por los suelos en el calabozo pestilente, convencieron a sus guardianes de que los cambiaran de cuarto. Los pasaron al dormitorio donde habían tenido al mulato esposado, del cual no habían vuelto a tener noticias. Descubrieron con espanto que el colchón de la cama tenía grandes manchas de sangre reciente que bien podían ser de torturas lentas o de puñaladas súbitas.

Por la televisión y la radio se habían enterado de las liberaciones. Sus guardianes les habían dicho que los próximos serían ellos. El 17 de diciembre, muy temprano, un jefe al que conocían como el Viejo -y que resultó ser el mismo don Pacho encargado de Diana- entró sin tocar en el cuarto de Orlando.

– Póngase decente porque ya se va -le dijo.

Apenas pudo afeitarse y vestirse, y no tuvo tiempo de avisarle a Richard en la misma casa. Le dieron un comunicado para la prensa, le pusieron unas gafas de alta graduación, y el Viejo, solo, le dio las vueltas rituales por distintos barrios de Medellín y lo dejó con cinco mil pesos para el taxi en una glorieta que no identificó, porque conocía muy mal la ciudad. Eran las nueve de la mañana de un lunes fresco y diáfano. Orlando no podía creerlo: hasta ese momento -mientras hacía señales inútiles a los taxis ocupados- estuvo convencido de que a sus secuestradores les resultaba más barato matarlo que correr el riesgo de soltarlo vivo. Desde el primer teléfono que encontró llamó a su esposa.

Liliana estaba bañando al niño y corrió a contestar con las manos enjabonadas. Oyó una voz extraña y tranquila:

– Flaca, soy yo.

Ella pensó que alguien quería tomarle el pelo y estaba a punto de colgar cuando reconoció la voz. «¡Ay, Dios mío!», gritó. Orlando tenía tanta prisa, que sólo alcanzó a decirle que todavía estaba en Medellín y que llegaría esa tarde. Liliana no tuvo un instante de sosiego el resto del día por la preocupación de no haber reconocido la voz del esposo. Juan Vitta le había dicho cuando lo liberaron que Orlando estaba tan cambiado por el cautiverio que costaba trabajo reconocerlo, pero nunca pensó que el cambio fuera hasta en la voz. Su impresión fue más grande aún esa tarde en el aeropuerto, cuando se abrió camino a través del tropel de los periodistas y no reconoció al hombre que la besó. Pero era Orlando al cabo de cuatro meses de cautiverio, gordo, pálido y con un bigote retinto y áspero. Ambos por separado habían decidido tener el segundo hijo tan pronto como se encontraran. «Pero había tanta gente alrededor que no pudimos ese día», ha dicho Liliana muerta de risa. «Ni el otro día tampoco por el susto». Pero recuperaron bien las horas perdidas: nueve meses después del tercer día tuvieron otro varón, y el año siguiente un par de gemelos. La racha de liberaciones -que fue un soplo de optimismo para los otros rehenes y sus familias- acabó de convencer a Pacho Santos de que no había ningún indicio razonable de que algo avanzara en favor suyo. Pensaba que Pablo Escobar no había hecho más que quitarse el estorbo de las barajas menores para presionar el indulto y la no extradición en la Constituyente, y se quedó con tres ases: la hija de un ex presidente, el hijo del director del periódico más importante del país, y la cuñada de Luis Carlos Galán. Beatriz y Marina, en cambio, sintieron renacer la esperanza, aunque Maruja prefirió no engañarse con interpretaciones ligeras. Su ánimo andaba decaído, y la cercanía de la Navidad acabó de postrarlo. Detestaba las fiestas obligatorias. Nunca hizo pesebres ni árboles de Navidad, ni repartió regalos ni tarjetas, y nada la deprimía tanto como las parrandas fúnebres de la Nochebuena en las que todo el mundo canta porque está triste o llora porque es feliz. El mayordomo y su mujer prepararon una cena abominable. Beatriz y Marina hicieron un esfuerzo por participar, pero Maruja se tomó dos barbitúricos arrasadores y despertó sin remordimientos.

25
{"b":"125371","o":1}