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El 19 de setiembre, cuando se enteró de los secuestros de Marina Montoya y Francisco Santos, Diana comprendió -sin los elementos de juicio que se tenían afuera- que el suyo no era un acto aislado, como lo pensó al principio, sino una operación política de enormes proyecciones hacia el futuro para presionar los términos de la entrega. Don Pacho se lo confirmó: había una lista selecta de periodistas y personalidades que serían secuestrados a medida que fuera necesario para los intereses de los secuestradores. Fue entonces cuando decidió llevar un diario, no tanto para narrar sus días como para consignar sus estados de ánimo y sus apreciaciones de los hechos. De todo: anécdotas del cautiverio, análisis políticos, observaciones humanas, diálogos sin respuesta con su familia o con Dios, la Virgen y el Divino Niño. Varias veces hizo transcripciones completas de oraciones -entre ellas el Padre Nuestro y el Avemaría como una forma original y tal vez más profunda de rezar por escrito.

Es evidente que Diana no pensaba en un texto para publicar sino en un memorando político y humano que la dinámica misma de los hechos convirtió en una desgarradora conversación consigo misma. Lo escribió con su caligrafía redonda y grande, de presencia nítida pero difícil de descifrar, que llenaba por completo las interlíneas del cuaderno de escolar. Al principio escribía a escondidas en las horas de la madrugada, pero cuando los guardianes la descubrieron, le suministraban suficiente papel y lápiz para mantenerla ocupada mientras ellos dormían.

La primera anotación la hizo el 27 de setiembre, una semana después del secuestro de Marina y Pacho, y decía: «Desde el miércoles 19, día en que vino el responsable de esta operación, han pasado tantas cosas que no tengo alientos». Se preguntaba por qué su secuestro no había sido reivindicado por sus autores, y se contestó que quizás lo hacían para poder asesinarlos sin escándalo público en caso de que no sirvieran a sus propósitos. «Así lo entiendo y me lleno de horror», escribió. Se preocupaba por el estado de sus compañeros más que por el suyo y por las noticias de cualquier fuente que le permitieran sacar conclusiones de su situación. Siempre fue una católica practicante, como toda su familia, y en especial la madre, y su devoción se iría haciendo más intensa y profunda con el paso del tiempo, hasta alcanzar estados de misticismo. Rogaba a Dios y a la Virgen por todo el que tuviera algo que ver con su vida, inclusive por Pablo Escobar. «Tal vez él necesite más de tu ayuda», le escribió a Dios en su diario. «Sé de tu impulso de hacerle ver el bien para que evite más dolor, y te pido por él para que entienda nuestra situación. «

Lo más difícil para todos, sin duda, fue aprender a convivir con los guardianes. Los de Maruja y Beatriz eran cuatro jóvenes sin ninguna formación, brutales e inestables, que se turnaban de dos en dos cada doce horas, sentados en el piso y con las metralletas listas. Todos con camisetas de propaganda comercial, zapatos de tenis y pantalones cortos que a veces eran recortados por ellos mismos con tijeras de podar. Uno de los dos que entraban a las seis de la mañana seguía durmiendo hasta las nueve mientras el otro vigilaba, pero casi siempre se quedaban dormidos los dos al mismo tiempo. Maruja y Beatriz habían pensado que si un comando de la policía asaltaba la casa a esa hora, los guardianes no tendrían tiempo de despertar.

La condición común era el fatalismo absoluto. Sabían que iban a morir jóvenes, lo aceptaban, y sólo les importaba vivir el momento. Las disculpas que se daban a sí mismos por su oficio abominable era ayudar a su familia, comprar buena ropa, tener motocicletas, y velar por la felicidad de la madre, que adoraban por encima de todo y por la cual estaban dispuestos a morir. Vivían aferrados al mismo Divino Niño y la misma María Auxiliadora de sus secuestrados. Les rezaban a diario para implorar su protección y su misericordia, con una devoción pervertida, pues les ofrecían mandas y sacrificios para que los ayudaran en el éxito de sus crímenes.

Después de su devoción por los santos, tenían la del Rovignol, un tranquilizante que les permitía cometer en la vida real las proezas del cine. «Mezclado con una cerveza uno entra en onda enseguida -explicaba un guardián-. Entonces le prestan a uno un buen fierro y se roba un carro para pasear. El gusto es la cara de terror con que le entregan a uno las llaves». Todo lo demás lo odiaban: los políticos, el gobierno, el Estado, la justicia, la policía, la sociedad entera. La vida, decían, era una mierda.

Al principio fue imposible distinguirlos, porque lo único que veían de ellos era la máscara, y todos les parecían iguales. Es decir: uno solo. El tiempo les enseñó que la máscara esconde el rostro pero no el carácter. Así lograron individualizarlos. Cada máscara tenía una identidad diferente, un modo de ser propio, una voz irrenunciable. Y más aún: tenía un corazón. Aun sin desearlo terminaron compartiendo con ellos la soledad del encierro. Jugaban a las barajas y al dominó, y se ayudaban en la solución de los crucigramas y acertijos de las revistas viejas.

Marina era sumisa a las leyes de sus carceleros, pero no era imparcial. Quería a unos y detestaba a otros, llevaba y traía entre ellos comentarios maliciosos de pura estirpe maternal, y terminaba por armar unos enredos internos que ponían en peligro la armonía del cuarto. Pero a todos los obligaba a rezar el rosario, y todos lo rezaban.

Entre los guardianes del primer mes había uno que padecía de una demencia súbita y recurrente. Lo llamaban Barrabás. Adoraba a Marina y le hacía caricias y berrinches. En cambio, desde su primer día fue un enemigo encarnizado de Maruja. De repente enloquecía, le daba una patada al televisor y arremetía a cabezazos contra las paredes. El guardián más raro, sombrío y callado, era muy flaco y de casi dos metros de estatura, y se ponía encima de la máscara otra capucha de sudadera azul oscuro corno de fraile loco. Y así lo llamaban: el Monje. Permanecía largo rato agachado y en trance. Debía ser de los más antiguos, pues Marina lo conocía muy bien y lo distinguía con sus cuidados. Él le llevaba regalos al regreso de sus descansos, y entre ellos un crucifijo de plástico que Marina llevaba colgado del cuello con la misma cinta ordinaria con que lo recibió. Sólo ella le había visto la cara, pues antes de que llegaran Maruja y Beatriz todos los guardianes andaban descubiertos y no hacían nada por ocultar su identidad. Marina lo interpretaba como un indicio de que no saldría viva de aquel encierro. Decía que era un adolescente apuesto, con los ojos más bellos que había visto, y Beatriz lo creía, porque sus pestañas eran tan largas y rizadas que se le salían por los huecos de la máscara. Era capaz de lo mejor y lo peor. Fue él quien descubrió que Beatriz llevaba una cadena con la medalla de la Virgen Milagrosa.

– Aquí están prohibidas las cadenas -le dijo-. Tiene que darme ésa. Beatriz se defendió angustiada.

– Usted no puede quítamela -le dijo-. Eso sí sería de mal agüero, me pasará algo malo.

Él se contagió de su angustia. Le explicó que las medallas estaban prohibidas porque podían tener dentro mecanismos electrónicos para localizarlas a distancia. Pero encontró la solución:

– Hagamos una cosa -propuso-: quédese con la cadena, pero déme la medalla. Perdone usted, pero es k orden que me dieron.

Lamparón, por su lado, tenía la obsesión de que iban a matarlo, y sufría espasmos de terror.

Oía ruidos fantásticos, inventó que tenía en la cara una cicatriz tremenda, tal vez para confundir a quienes trataran de identificarlo. Limpiaba con alcohol las cosas que tocaba para no dejar huellas digitales. Marina se burlaba de él, pero no lograba moderar sus delirios. De pronto despertaba en mitad de la noche. «¡Oigan! -susurraba aterrado-. ¡Ya viene la policía! «Una noche apagó la veladora, y Maruja se dio un golpe brutal con la puerta del baño. Estuvo a punto de perder el sentido. Encima de todo, Lamparón la regañó por no saber moverse en la oscuridad.

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