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El responsable del equipo de Diana era un paisa inteligente y campechano a quien todos llamaban don Pacho, sin apellidos ni más señas, Tenía unos treinta años, pero con un aspecto reposado de hombre mayor. Su sola presencia tenía la virtud inmediata de resolver los problemas pendientes de la vida cotidiana y de sembrar esperanzas para el futuro. Les llevaba regalos a las rehenes, libros, caramelos, casetes de música y los ponía al corriente de la guerra y de la actualidad nacional.

Sin embargo, sus apariciones eran ocasionales y delegaba mal su autoridad. Los guardianes y estafetas eran más bien caóticos, no estuvieron nunca enmascarados, usaban sobrenombres de tiras cómicas y les llevaban a los rehenes -de una casa a otra- mensajes orales o escritos que al menos les servían de consuelo. Desde la primera semana les compraron las sudaderas de reglamento, los útiles de aseo y tocador y los periódicos locales. Diana y Azucena jugaban parches con ellos, y muchas veces ayudaron a hacer las listas del mercado. Uno dijo una frase que Azucena registró asombrada en sus notas: «Por plata no se preocupen, que eso es lo que sobra». Al principio los guardianes vivían en el desorden, escuchaban la música a todo volumen, comían sin horarios y andaban por la casa en calzoncillos. Pero Diana asumió un liderazgo que puso las cosas en su lugar. Los obligó a ponerse una ropa decente, a bajar el volumen de la música que les estorbaba el sueño e hizo salir del cuarto a uno que pretendió dormir, en un colchón tendido junto a su cama. Azucena, a sus veintiocho años, era tranquila y romántica, y no lograba vivir sin el esposo después de cuatro años aprendiendo a vivir con él. Sufría ráfagas de celos imaginarios y le escribía cartas de amor a sabiendas de que nunca las recibiría. Desde la primera semana del secuestro llevó notas diarias de una gran frescura y utilidad para escribir su libro. Trabajaba en el noticiero de Diana desde hacía años y su relación con ella no había sido más que laboral, pero se identificaron en el infortunio. Leían juntas los periódicos, conversaban hasta el amanecer y trataban de dormir hasta la hora del almuerzo. Diana era una conversadora compulsiva y Azucena aprendía de ella las lecciones de vida que nunca le habrían dado en la escuela.

Los miembros de su equipo recuerdan a Diana como una compañera inteligente, alegre y llena de vida, y una analista sagaz de la política. En sus horas de desaliento los hizo partícipes de su sentimiento de culpa por haberlos comprometido en aquella aventura impredecible. «No me importa lo que me pase a mí -les dijo- pero si a ustedes les pasa algo nunca más podré vivir en paz conmigo misma». Juan Vitta, con quien tenía una amistad antigua, la inquietaba por su mala salud. Era uno de los que se habían opuesto al viaje con más energía y mayores razones, y sin embargo la había acompañado apenas salido del hospital por un preinfarto serio. Diana no lo olvidó. El primer domingo del secuestro entró llorando en su cuarto y le preguntó si no la odiaba por no haberle hecho caso. Juan Vitta le contestó con toda franqueza. Sí: la había odiado de todo corazón cuando les comunicaron que estaban en manos de los Extraditables, pero había terminado por aceptar el secuestro como un destino ineludible. El rencor de los primeros días se le había convertido también a él en un sentimiento de culpa por no haber sido capaz de disuadirla.

Hero Buss, Richard Becerra y Orlando Acevedo tenían por el momento menos motivos de sobresaltos en una casa cercana. Habían encontrado en los armarios una cantidad insólita de ropas de hombre, todavía en sus envolturas originales y con las etiquetas de las grandes marcas europeas. Los guardianes les contaron que Pablo Escobar tenía esas mudas de emergencia en varias casas de seguridad. «Aprovechen, muchachos, y pidan lo que quieran -bromeaban-. Se demora un poco por el transporte pero en doce horas podemos satisfacer cualquier pedido». Las cantidades de comida y bebidas que les llevaban al principio a lomo de muía parecía cosa de locos. Hero Buss les dijo que ningún alemán podía vivir sin cerveza, y en el viaje siguiente le llevaron tres cajas. «Era un ambiente liviano», ha dicho Hero Buss en su español perfecto. Por esos días convenció a un guardián de que tomara una foto de los tres secuestrados pelando papas para el almuerzo. Más tarde, cuando las fotos fueron prohibidas en otra casa, logró esconder una cámara automática encima del ropero, con la cual hizo una buena serie de diapositivas en colores de Juan Vitta y él mismo, pero no logró el propósito de fotografiar los guardianes sin máscaras.

Jugaban a las barajas, al dominó, al ajedrez, pero los rehenes no podían competir con sus apuestas irracionales y con sus trampas de prestidigitación. Todos eran jóvenes. El menor de ellos podía tener quince años y se sentía orgulloso de que ya se había ganado un premio de ópera prima en un concurso de asesinatos de policías de a dos millones cada uno. Tenían tal desprecio por la plata, que Richard Becerra les vendió de entrada unos lentes para el sol y unas chaquetas de camarógrafos por un precio con el que podía comprar cinco nuevas. De vez en cuando, en noches de frío, los guardianes fumaban marihuana y jugaban con sus armas. Dos veces se les escaparon tiros. Uno de ellos atravesó la puerta del baño e hirió a un guardián en la rodilla. Cuando oyeron por radio un llamado del papa Juan Pablo n por la liberación de los secuestrados, uno de los guardianes gritó:

– ¿Y ese hijo de puta qué tiene que meterse en esto?

Un compañero suyo saltó indignado por el insulto y los rehenes tuvieron que mediar para que no se batieran a bala. Salvo esa vez, Hero Buss y Richard lo tomaban a la ligera por no hacerse mala sangre. Orlando, por su parte, pensaba que estaba de sobra en el grupo y encabezaba por derecho propio la lista de ejecuciones.

Desde la primera semana los rehenes habían sido separados en tres grupos y en tres casas distintas: Richard y Orlando en una, Hero Buss y Juan Vitta en otra, y Diana y Azucena en otra. A los dos primeros los llevaron en taxi a la vista de todo el mundo por el tráfico endiablado del centro comercial mientras los buscaban todos los servicios de seguridad de Medellín. Los instalaron en una casa todavía en obra negra y en un mismo dormitorio que parecía más bien un calabozo de dos metros por dos, con un baño sucio y sin luz y vigilado por cuatro guardianes. Para dormir no había más que dos colchones tirados en el piso. En un cuarto contiguo, siempre cerrado, había otro rehén por el cual pedían -según contaron los guardianes- un rescate multimillonario. Era un mulato corpulento con una cadena de oro macizo en el cuello, que tenían maniatado y en un aislamiento absoluto.

La casa amplia y confortable adonde llevaron a Diana y Azucena para la mayor parte del cautiverio parecía ser la residencia privada de un jefe grande. Comían en la mesa familiar, participaban en conversaciones privadas, oían discos de moda. Entre ellos de Rocío Durcal y Juan Manuel Serrat, de acuerdo con las notas de Azucena. Fue en esa casa donde Diana vio un programa de televisión filmado en su apartamento de Bogotá, por el cual recordó que había dejado las llaves del ropero escondidas en alguna parte, pero no pudo precisar si fue detrás de las cáseles de música o detrás del televisor de la alcoba. También cayó entonces en la cuenta de que había olvidado cerrar la caja fuerte por las prisas con que salió la última vez rumbo al viaje de la desgracia. «Ojalá que no haya metido nadie la nariz por ahí», escribió en una carta a su madre. A los pocos días, en un programa de televisión de apariencia casual, recibió una respuesta tranquilizadora.

La vida familiar no parecía cambiada por los secuestrados. Llegaban señoras desconocidas que las trataban como parientes y es regalaban medallas y estampas de santos milagrosos para que los ayudaran a salir libres. Llegaban familias enteras con niños y perros que retozaban por los cuartos. Lo malo era la impiedad del clima. Las pocas veces que calentaba el sol no podían salir a tomarlo porque siempre había hombres trabajando. O, tal vez, guardianes disfrazados de albañiles. Diana y Azucena se tomaron fotos recíprocas, cada una en su cama, y no se les notaba todavía ningún cambio físico. En otra que le tomaron a Diana tres meses más tarde estaba demacrada y envejecida.

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